Vizconde de Lascano Tegui

Vizconde de Lascano Tegui

Vida

Emilio Lascano Tegui. Escritor, periodista y artista plástico argentino (Concepción del Uruguay, 1887 - Buenos Aires, 1966). Hacia 1908 decide transformar su apellido de origen vasco (Lascanotegui) en uno doble (Lascano Tegui) y, al año siguiente, comienza a utilizar el seudónimo por el que será conocido de ahí en más: Vizconde de Lascano Tegui. Después de viajar a pie por África y Europa, publica en Buenos Aires (con pie de imprenta apócrifo) su primer libro de poemas, La sombra de la empusa (1910), que escandaliza a los círculos literarios y es reconocido por sus contemporáneos como el iniciador local de la nueva sensibilidad. Leopoldo Lugones tilda el libro de "abracadabrante". Fue traductor en la Oficina Internacional de Correos (Bs. As.), dentista y pintor en París durante la Primera Guerra Mundial -ciudad en la que será uno de los miembros prominentes de la vanguardia artística de Montparnasse y donde expone en muestras colectivas sus cuadros junto a los de Maurice Utrillo, Raoul Duffy, Amedeo Modigliani, entre otros-, vendedor ambulante, diplomático, pintor muralista en Venezuela y exquisito maestro del arte culinario (entre sus comensales habituales durante el período de bohemia en París se encontraba Pablo Picasso). En 1934 fundó en Boulogne-sur-Mer el museo Casa Histórica de San Martín. Publicó ensayos, novelas, cuentos, poemas y miles de artículos periodísticos en diarios y revistas de Europa y América (L'Action Française, Paris-Montparnasse, La Nación, Crítica, Caras y Caretas, La Fronda, Plus Ultra, Patoruzú, Martín Fierro, El Mundo, El Universal de Caracas, etc.). Su obra maestra, la novela De la elegancia mientras se duerme (1925), ha sido reeditada en Buenos Aires y Madrid, y publicada en los últimos años en diversos idiomas (francés, alemán, holandés, inglés).

Trabajo

La ubicación marginal a que ha sido relegada la obra de Emilio Lascano Tegui en el sistema literario argentino se sostiene, a pesar de la distancia temporal y la especialización de la crítica, en el mismo gesto de asombro ante lo inaprensible con que los contemporáneos acudieron sorprendidos a sus libros. Difíciles de clasificar, extraños por el desenfado con que subvierten el uso de los géneros establecidos y la mezcla cosmopolita que los caracteriza, la contribución de sus mejores textos a la modernización literaria del ámbito local solo puede ser apreciada en relación con los debates y producciones de la época y la influencia ejercida por ellos en escritores luego más ampliamente difundidos. Aunque Lascano Tegui nació en mayo de 1887 en Concepción del Uruguay, provincia de Entre Ríos, sus años de infancia transcurrieron en el porteño barrio de San Telmo. Curiosamente, su primer vínculo con la cultura literaria está asociado a la política: el radical Juan José Frugoni lo inició en los misterios de la métrica del verso, enseñándole a medir las sílabas en un almacén de las calles San Luis y Azcuénaga. Ya poco después, mientras se desempeñaba como orador del partido entre 1905 y 1907, Lascano componía sus discursos públicos en octosílabos rimados, una asociación inédita que movería a risa a sus ocasionales oyentes en la plaza Lavalle o ante el monumento a los caídos de la Revolución del 90. Fue, sin embargo, durante un viaje por África y Europa en compañía de Fernán Félix de Amador emprendido en 1908 que Lascano afirma su vocación poética, mientras descubre su afición incansable por el perpetuo movimiento del viajero. Durante el extenso periplo decide modificar su apellido de origen vasco, transformándolo en uno doble y, hacia 1909, le antepone el apócrifo título de Vizconde con que firmará su primer libro después del regreso a la Argentina: La sombra de la Empusa, publicado en mayo de 1910, inquietó a los círculos literarios y sembró el escándalo en un ambiente todavía algo cansino que, un año antes, era aún esquivo a las metáforas extrañas del Lunario sentimental de Leopoldo Lugones. Impreso en Buenos Aires con un pie de imprenta falso de París, La sombra de la Empusa hizo olvidar rápidamente la pálida recepción del Lunario y desplazó el sarcasmo hacia el nuevo poeta a quien le fue adjudicado el mote de “loco”. El libro, por cierto, dejaba muy atrás las audacias formales del modernismo local y no es extraño que el mismo Lugones lo calificara de “abracadabrante”. En sus páginas, el adverbio inesperado se cita con el neologismo chocante, en una espiral creciente que combina, a la ya asimilada tradición decadentista heredada de Francia, el gesto de evidente provocación que juega con la interpretación desenfadada y el sentido oblicuo, casi secreto, de algunos poemas. Si bien su restringido sistema metafórico no reniega del ámbito modernista, manifiesta predilección por la imaginería algo tenebrosa y anticipa, algunas veces, el cruce sensorial que se afianzará con la importación del ultraísmo. De escritura libre y pretendidamente espontánea, su dislocada conjunción no salvó el juicio crítico que Roberto Giusti, director de la revista Nosotros, efectuará dos años después al revisar las últimas producciones poéticas nacionales1; décadas más tarde, sin embargo, la Dra. Nélida Salvador considera a su autor entre los precursores de la renovación vanguardista de los años 202, en consonancia con Manuel Gálvez, quien, en sus memorias, expresa un reconocimiento similar. Además de la introducción de un curioso desenfado en el plano local —que poco después será reconocido como iniciador de la nueva sensibilidad3—, tal vez su gesto más renovador sea el de la provocación casi profesional que, dos lustros más tarde, será también bandera personal de su amigo Oliverio Girondo en pleno estallido martinfierrista. Pasajes de su primer libro, por cierto, parecen reformularse y tener eco en Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, publicado en 1922. Algunos de sus versos (“En tanto: en sus abrigos encerradas / las lindas modistitas / llevan por calorífero el deseo”4) bien podrían ser un fragmento obliterado del “Exvoto” dedicado por Girondo a las chicas de Flores; por su parte, “Sevillano”5, fechado en 1920, retoma con indisimulado parecido el cruce entre religión y sexualidad6 ya presente en “Al aquelarre”7. Aprovechando la visita que Darío hizo a la Argentina en 1911, Lascano Tegui publicó, pocos meses después de La sombra de la Empusa, un nuevo conjunto de poemas que tituló Blanco... y firmó con el seudónimo de “Rubén Darío (hijo)”. El libro, que reeditará al año siguiente con firma y título verdaderos, El árbol que canta, fue su calculada respuesta a la recepción calamitosa del poemario inicial y una venganza literaria que descubrió cuánto pesa, al momento de ser juzgado públicamente el valor de un texto, su marco de enunciación. Un nuevo jalón en la carrera provocadora del Vizconde, que el ecuatoriano Benjamín Carrión sintetizó en un visionario libro de ensayos8:

¿Recordáis la historia de un libro, Blanco, por Rubén Darío (hijo)? De ello hace diez y nueve años, cuando la gloria del Rubén Darío de Azul se hallaba en su apogeo. Blanco apareció en París con un preludio lírico de Fernán Félix de Amador [...] y el cebo tentador del nombre del poeta: Rubén Darío, hijo, que escribía Blanco, después que su padre había escrito Azul... Los versos de Blanco están bien, hay en ellos “raza” dariana. Todo el mundo aceptó la cosa, y los augurios autorizados de que la sucesión del gran poeta de la lengua iba a quedar en familia, vinieron unos tras otros. Yo he visto el dossier que sobre la curiosa cuestión guarda Lascano Tegui. Artículos bien firmados elogiaban al hijo del maestro, que se mostraba digno de su excelso padre. Cartas de eminencias literarias de América, que alentaban al joven lirida (en ese tiempo se decía lirida) y que le rogaban transmitiera saludos a su papá... Parece que Darío protestó, no por la cuestión literaria ni porque considerara a este hijo indigno de su nombre, sino por las complicaciones domésticas y sentimentales que esta paternidad le traía. Un verdadero lío para el gran poeta.9

Develada la superchería literaria del hijo de Rubén Darío10, la aparición del segundo libro de Lascano recibió una reseña inusualmente extensa de Álvaro Melián Lafinur en las páginas de Nosotros. Mucho más modernistas que La sombra de la Empusa (lo que equivale a decir menos iconoclastas y modernos), los versos de El árbol que canta siguen pareciendo oscuros al crítico, aunque en ellos admita descubrir el don de la poesía11.


Bohemia en París

Residente en Montparnasse desde 1913, Lascano Tegui participaba —con especial don de ubicuidad— no sólo del esplendor cultural de París sino también de los debates y movimientos que atravesaban el ambiente literario porteño, en permanente visita física o postal. Así, por ejemplo, ofrece su opinión a la encuesta organizada por la revista Nosotros ante la consagración canónica del Martín Fierro que por ese entonces gestaban Ricardo Rojas y Leopoldo Lugones12, y presenta en sociedad a Baldomero Fernández Moreno, de quien encomia su poesía sencilla y original13. Y mientras ejerce el periodismo como corresponsal de varias publicaciones argentinas, desarrolla innumerables oficios antes de ingresar en el servicio diplomático: es decorador del salón de lectura que el diario La Nación abre en París en el número 3 de la rue Edouard III, vendedor de ropa vieja en el rastro, comisionista y exportador entre 1919 y 1922 y, entre otras curiosidades, ejerce como dentista y mecánico dental, profesión que, aparentemente, estudió en la École d’Odontologie de la Universidad de París entre 1917 y 1919. Unos de los puntos centrales de reunión de los artistas de Montparnasse —entre los que hay que contar a Lascano, dedicado a la pintura14 y las letras en su departamento-taller del número 14 de la rue Boissonnade, la misma cuadra donde vivía el compositor López Buchardo— fue, durante la segunda década del siglo, el Cafe de la Rotonde. Ubicado en la intersección del Boulevard de Montparnasse con el Boulevard Raspail, La Rotonde estaba dirigida desde 1911 por un afable caballero de enorme bigote, Victor Libion, quien no sólo acogía durante horas a los pintores, escritores y anarquistas que solían poblar sus salones por los diez céntimos de una única taza de café, sino que a veces, incluso, llegaba a ofrecerles un pequeño dinero sin retorno para que solucionaran sus problemas más inmediatos. Entre sus concurrentes más asiduos se podía encontrar junto al Vizconde a Pablo Picasso (sobre todo después de la muerte de Eva Godel, en 1915), Amedeo Modigliani, Jean Cocteau, Marie Vassilieff, Moisés Kisling, Kiki, André Salmon y otros. De Libion se conservan algunos retratos trazados por sus parroquianos y una sola fotografía, donde aparece sentado a una mesa dispuesta en la vereda de su local; lo acompañan una mujer no identificada, Campos, Mario Cádiz y Lascano Tegui. El barrio, nuevo núcleo de la comunidad artística de París, había ido desplazando lentamente la preferencia por Montmartre y, a mediados de los años veinte, su elección ya era masiva. El gran período de esplendor se inicia en 1918 y declina velozmente a partir del crack de Wall Street aunque, localmente, el punto de inflexión aparece con el suicidio del pintor Jules Pascin. De acuerdo con algunos testimonios, esta sección de París toleraba un estilo de vida más abierto y provocativo que era mal visto en otros lugares de la capital francesa; al mismo tiempo, se había mantenido un bajo índice de criminalidad en relación con el que presentaba Montmartre, atravesado por la prostitución. El deslumbramiento que, podemos imaginar, ocasionó en Lascano Tegui el contacto inicial con Montparnasse sea quizás la causa de un pie extravagante que adornó, algunos años más tarde, su primera columna en francés en el periódico local, Paris-Montparnasse15. “De la naissance du monde”, breve artículo augural de abril de 1929 con el que comienza a historiar las anécdotas y personajes más curiosos del barrio, no solo cuenta con su firma ya reconocida, sino también con el agregado “Né au Quartier en 1908”. Una fecha de nacimiento que no condice con la edad pública del Vizconde y se convierte en gesto de nuevo despertar: menos nacido “en” que nacido “al” barrio, la declaración propone un punto de filiación voluntario. (Más tarde, en carta enviada a Lysandro Galtier, se despedirá: “Reciba mis saludos para Evar Méndez y Nora [sic] Lange, muy especialmente. Y para usted los muy afectuosos de este expatriado voluntario y literario, hoy día escribidor franchute.”16) Siempre dispuesto a la tertulia amigable —“La maison d’un artiste, comme son oeuvre, doit être un point de départ” declaró alguna vez17—, Lascano solía abrir las puertas de su hogar a no pocos compañeros de bohemia para agasajarlos con su espléndida cocina. Entusiasta gourmand, su pasión culinaria motivaba las visitas asiduas de Picasso y otros residentes en el barrio. Francisco Luis Bernárdez nos lega esta imagen del Vizconde en París:

Cuando lo conocí (que fue en La Rotonda, hacia fines de 1926), ya estaba el Vizconde firmemente avecindado en la capital francesa o, para decirlo con entera exactitud, en pleno Montparnasse, puesto que tenía su casa en la rue Boissonnade, callecita que, en las proximidades del café glorioso, une el boulevard Raspail con el que da nombre a todo el barrio. Constaba el cuchitril de un aposento y medio, espacio que resultaba todavía más chico a causa de la multitud de cachivaches que lo atestaban, material pacientemente recogido en el Mercado de las Pulgas (y en parte curioso, cuando no valioso) mucho antes de que su amigo Gómez de la Sierra [sic18] hiciese lo mismo en el Rastro madrileño. Codo a codo en aquella selva de baratijas, Marechal, el pintor Foujita, el Vizconde, su mujer (a quien llamábamos afectuosamente Lapin) y yo, dimos cuenta, cierta vez, de un arroz que no había sido hecho por los ángeles, no señor, sino por el propio dueño de casa, cuya reputación culinaria (reconocida por Picasso, Zadkine y otros ilustres cofrades del Vizconde) era tan firme como la que entre los argentinos entonces residentes en París (Oliverio Girondo, Ricardo Güiraldes, Rafael Crespo, Chicho Piñero, etc.) se había ganado como conocedor de los sitios donde lo que valía diez se podía comprar por cinco, y aun por menos si aquel taumaturgo intervenía personalmente en el trato.19


La novela de Bougival

Dos años después de ingresar, por decreto de Marcelo T. de Alvear y Ángel Gallardo de junio de 1923, en el servicio diplomático del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto, Lascano Tegui publica su obra maestra, De la elegancia mientras se duerme. Impresa en el taller de Jos. Vermaut en Courtrai, Bélgica, y con el sello de la Editorial Excelsior de París, el texto fue acompañado por unos magníficos grabados en madera de Raúl Monsegur, amigo y fiador de Lascano cuando su admisión en Cancillería. La novela, dedicada a los miembros de “La Púa” —cenáculo de rioplatenses en demorado tránsito por París20—, fue presumiblemente escrita entre 1910 y 1914 y es de una modernidad asombrosa: bajo la forma genérica del diario íntimo, el narrador quiebra la estructura del relato con un espacio narrativo poblado de breves historias autónomas enlazadas hasta la consumación de un crimen que no deja afuera la poética del autor (“¿Y no llegará a ser el libro como un derivativo de esa idea del crimen que desearía cometer? ¿No podría ser cada página un trozo de vidrio diminuto en la sopa cotidiana de mis semejantes?”). La forma astillada de la narración se convirtió, ciertamente, en el previsible vidrio fragmentado que muchos contemporáneos no pudieron asimilar. Acusado de inmoral por el tono escabroso de algunos pasajes, Lascano Tegui descubre el lugar privilegiado que las manos ocupan en su imaginería personal. Ascendidas por momentos a fetiche, en ellas se verifica el gesto de lo mínimo que caracteriza la voluptuosidad de su prosa. El perturbador inicio de De la elegancia mientras se duerme, uno de los más notables entre las páginas inaugurales de la novelística argentina, da cuenta del particular interés21:

El primer día en que confié mi mano a una manicura fue porque iría en la noche al “Moulin Rouge”. La antigua enfermera me recortó los padrastros y esmeriló las uñas. Luego les dio una forma lanceolada y al concluir su tarea las envolvió en barniz. Mis manos no parecían pertenecerme. Las coloqué sobre la mesa, frente al espejo, cambiando de postura y de luz. Tomé una lapicera con esa falta de soltura con que se toman las cosas ante un fotógrafo y escribí. Así comencé este libro. A la noche fui al “Moulin Rouge” y oí decir en español a una dama que tenía cerca, refiriéndose a mis extremidades: —Se ha cuidado las manos como si fuera a cometer un asesinato.

A diferencia de los primeros libros de poesía, la crítica recibió favorablemente esta novela. Antonio Vallejo la declara vigorosa y “de los mejores nuevos libros que he leído, éste es el menos literario, hecho de hermosas páginas sin oficio, lleno de expresión franca y desparpajo vital”22. A su vez, en una reseña bibliográfica en Nosotros, se puede leer:

Lascano Tegui descoyunta los acontecimientos, eleva o disminuye la presión arterial que regula el sentimiento y la comprensión, hace tabla rasa de unidades y principios, y, sin embargo, en sus páginas se va revelando con unidad y ritmo, un hombre y su visión del mundo que más cercanamente lo angustia o lo entusiasma. El despertar de la sensualidad masculina por ejemplo, nos parece que no puede ser dado más sintética y justamente —de justeza— que como lo da Lazcano [sic]. Y este ejemplo elegido entre muchos que ofrece el libro, afirma la solidez con que está construído. Solidez de lenguaje, de observación, de originalidad. No es nueva la manera, sobre todo hoy en día, en las letras universales; pero casi lo era hace diez años cuando ese libro fue escrito.23

Una apropiación innovadora del género, que depara un sinfín de pequeñas historias y cuadros entre el arco iniciado en el primer párrafo y su convergencia con el crimen gratuito en las últimas páginas, se conjuga con la asistematicidad de los tiempos narrativos pervirtiendo el decurso de la forma tradicional del diario24. La transformación del tiempo en la novela, tiene su correspondencia en las metamorfosis que el narrador despliega en diversos pasajes de oscilación genérica (humano/animal, masculino/femenino), desconocidos hasta entonces en nuestras letras: así, por ejemplo, la percepción humanizada de una cabra alienta una platónica historia de amor y la figura masculina del narrador se confunde en vaporoso travestismo ante la presencia varonil de un pasajero en el compartimento de un tren. Publicada en francés en 1928 con traducción y prefacio de Francis de Miomandre, quien se mostraba perplejo ante la originalidad del texto cuya explicación reconocía escapársele25, el título en ese idioma tuvo algunas variaciones antes de decantarse el definitivo con que sería editada: Élégance des temps endormis. Así, por ejemplo, Francis de Miomandre había publicado un avance de su tarea en 1924 bajo el título de De l’élégance pendant le sommeil26 y, al año siguiente, otro anticipo de su traducción con un nuevo título provisorio: De l’élégance pendant qu’on dort27. Probablemente encargada por el autor, la traducción complementaba el marco previsible de la escritura de la novela, historia de un habitante de un pequeño pueblo de Francia, Bougival, que recuerda su pasado en un diario íntimo, donde se ensaya “el consuelo de hablar mal de los otros con uno mismo”.


La apertura cosmopolita

En febrero de 1924 apareció en Buenos Aires una nueva revista literaria llamada a nuclear en sus páginas a los más destacados escritores del período. Bajo la égida de Evar Méndez y Samuel Glusberg, Martín Fierro (Segunda época)28 aunaba las expresiones más modernas del ambiente artístico con la sátira política. El grupo inicial, reunido en las confiterías “Richmond”, de la calle Florida, y “La Cosechera”, de Avenida de Mayo, estaba integrado por Conrado Nalé Roxlo, Ernesto Palacio, Pablo Rojas Paz, Luis Franco y Cayetano Córdoba Iturburu, pero no fue sino hasta la revelación de Oliverio Girondo como figura central del proyecto —con la inclusión de su Manifiesto en el cuarto número— que la revista pudo definir su carácter netamente vanguardista y cosmopolita. Emilio Lascano Tegui aparece en el suelto “¿Quién es ‘Martín Fierro’?”29 entre el núcleo de colaboradores adherentes al programa de la publicación, acompañado por Enrique Amorim, Luis Cané, Jorge Luis Borges, Pedro Figari, Eduardo González Lanuza, Leopoldo Marechal, René Zapata Quesada y otros. Su paso estuvo signado por la distancia geográfica y el carácter menor de las colaboraciones: unos pocos poemas —entre ellos, uno en francés, “Petit homme...”, que integró junto con el “Sonnet Mysterieux” de Charles de Soussens (firmado en el Hospital Piñero) una breve antología del número 18—, dos breves relatos30, algunos de los jocosos epitafios que sostenían el tono zumbón de la revista y una breve intervención durante la agitada polémica sobre el meridiano intelectual de Hispanoamérica. La nota del Vizconde, en clave satírica, despeja el centro de este debate —iniciado a raíz de la publicación del artículo de Guillermo de Torre “Madrid, meridiano intelectual de Hispanoamérica” en el octavo número de La Gaceta Literaria31— y es definición notable del espíritu generacional de los vanguardistas porteños y, especialmente, de su propio proyecto literario de orden cosmopolita:

Hace años ya, que una carabela salió de España. La han avistado los aviones de Sacadura Cabral, de Franco y de Pinedo. Se halla en pleno mar, cargada de mercadería hasta el tope. Las velas apenas pueden, por sus dimensiones mezquinas donde luce el monograma de la Compañía de Jesús, empujar hacia nuestro puerto —porque hacia nosotros viene— a la nave de tres puentes. En el puente de más arriba vienen seis cañones de bronce. Y hay tres oradores. En el segundo puente unos graves señores discuten sobre la existencia de Dios; y en el tercer puente unos revolucionarios que escribieron con el dedo en las paredes: ¡Abajo Napoleón! y que son los primeros periodistas de la península, reman como en las galeras de otro tiempo, para dirigir la nave, cuyo timón se perdió. Esta carabela nos trae las últimas novedades literarias de España. Esta carabela rápida es el correo intelectual. Los libros españoles ya sabemos que no pueden interesarnos, porque tenemos la mala costumbre de leer en francés, pero esta carabela trae además, un gran cable con aspecto de soga —si se fía a la vista— y que en verdad es el meridiano intelectual hispanoamericano que pasa por Madrid. No comprenderán muchos de los lectores lo que por meridiano intelectual se entiende, pero es que la hegemonía de habla española y que ejerce la Castilla desde tiempos atrás, nos obliga a colocar al Sol en mediodía sobre Madrid en cuanto toca a cuestiones intelectuales y es allá, en el Manzanares seco, que debemos ir a beber la pureza de la lengua, la moral de nuestras costumbres, la estética de nuestras artes y el buen gusto, la filosofía y las ciencias. El maestro, el libro, el actor, la pieza de teatro y la aspirina deben venir de Madrid y es justo que —simbólicamente considerado— de allí se nos envíe para tomar contacto un trozo de la soga que sirve de meridiano a la ciudad del oso y del madroño. Entretanto, mientras no llegue la carabela, es justo que nosotros, abandonados a las influencias universales que nos asedian, y a la savia que en nuestra latitud, herencia y ambiente bebemos, construyamos una obra nacional, fuerte, bella y sensata. Cuando la carabela venga y los señores que hablan en el tercer [sic por primer] puente y discuten en el segundo y reman en el tercero nos convenzan de la inutilidad de ser honestamente argentinos, capaces de una obra propia, tomamos el meridiano, o el trozo de soga y ya tendremos tiempo de ahorcar nuestra personalidad. ¿Pero llegará la carabela?32

Una amplia adopción de la influencia extranjera para la construcción de la literatura nacional —que, de manera similar, entusiasma también a Enrique González Trillo33, Nicolás Olivari34 y Leopoldo Marechal35— y un incauto fervor por la construcción de un idioma propio, en creciente divergencia con el español peninsular36, actualizan en renovado contexto la tradición de polémicas intelectuales entre españoles y argentinos acerca de la lengua y la creación literaria: la sostenida por Sarmiento a raíz de su propuesta de reforma ortográfica y, en términos más cercanos, la que Juan María Gutiérrez, a comienzos de 1876, sostuvo con Martínez Villergas después de haber rechazado el diploma de miembro correspondiente que le había otorgado la Real Academia Española37. Será también en esta línea que Borges inscribirá, años más tarde, su conocido ensayo “El escritor argentino y la tradición”, al afirmar que la expresión argentina debe encontrar su fuente en toda la tradición occidental pues “ser argentino es una fatalidad y en ese caso lo seremos de cualquier modo”.


Dos libros “extraños”

Con excepción de una pequeña separata publicada en francés en 1935, Les bannières d’Obligado (Une Revendication Argentine)38, Lascano Tegui no volvió a publicar libro alguno hasta 1936 cuando, de regreso a la Argentina, antes de trasladarse a Venezuela en calidad de Cónsul de tercera clase, dio a la prensa El libro celeste y Álbum de familia, editados por Viau & Zona entre junio y agosto. No deja de llamar la atención este período de silencio editorial —que, en verdad, no era tal si contamos sus continuas colaboraciones en revistas y diarios—, probablemente originado en la imposibilidad de solventar nuevas ediciones con sus ingresos provenientes del estado y la concurrencia del periodismo. Su obra literaria almacenaba para entonces no pocos volúmenes inéditos: en la retiraciones de portadilla de los recientes libros, y bajo la franca leyenda de “Esperando Editor”, Lascano anuncia un tomo de poesías completas —El cactus y la rosa—, tres novelas —Mujeres detrás de un vidrio, Daguerrotipos románticos y Mis queridas se murieron—, dos volúmenes sin título de cuentos cortos, un tomo de ensayo —La Europa y la América contra los Estados Unidos— y una obra teatral —La esposa de Don Juan—. El libro celeste, estructurado en numerosos capítulos breves sin numeración, retoma el fragmentado estilo de De la elegancia mientras se duerme pero con un renovado signo que se traslada de la incursión por la tradición francesa al despliegue de una ferviente argentinidad amparada en la dedicatoria tutelar que encabezan Domingo French y Antonio Berutti, “los dos merceros inspirados que el 25 de Mayo de 1810, cerrando las calles adyacentes al Cabildo, sólo dejaron pasar a los criollos perfectos que iban a darnos la libertad”. Este libro no es, por cierto, un simple elogio criollista ni exaltado ejercicio de patriotismo; es un volumen de pulida prosa, mezcla irreductible de autobiografía lírica, pintoresca sátira, análisis sociológico, etimologías provenientes de Isidoro de Sevilla y enciclopedismo medieval, y configura un extraño mundo cuya órbita se centra en la participación de las letras locales en la cultura universal. Presentado como geografía abstracta, bestiario, herbario y lapidario argentinos, la novela del Vizconde —si es que la amplitud de este género moderno puede admitir tan particular composición— reclama la ayuda de la fantasía como camino hacia la felicidad. Sus originales cruces iluminan —en un tono por demás opuesto al de las preocupaciones contemporáneas de Eduardo Mallea o Ezequiel Martínez Estrada— la esencia del ser nacional:

El animal mayor de la República sería el dragón, pero no existe. Ha sido reemplazado por la estatua ecuestre. Es un animal fabuloso. Es de piedra y de bronce. Recuerda a los héroes de la Independencia que resolvieron a caballo nuestra libertad política. Desde 1810 a 1860 no bajaron del corcel. Las dificultades que les creaba su posición ecuestre les impedían adaptar como cosa suya los principios liberales de Voltaire y Montesquieu, a esa asociación fundamental y que parecía eterna (antes de la invención del vapor) entre el héroe y la bestia, y que no cesó sino con la degeneración del héroe en montonero y en la disminución notable del valor del caballo criollo como elemento civilizador frente al ferrocarril.

El diagnóstico de los males contemporáneos de la Argentina se entreteje en sus páginas, en difuso recorrido temático de clave contrapuntística, con las analogías más inesperadas provenientes de la imaginación poética del autor. Mezcla de géneros y tradiciones, El libro celeste perpetúa en renovada línea la experimentación híbrida que, noventa años antes, se perfilaba ya en el Facundo de Domingo Faustino Sarmiento. Pero es también, y en esencia, ejemplo de la memoria atravesada por el tiempo, los viajes y las lecturas de un espíritu itinerante que titula su libro con el color del barrilete de infancia en atemporal vuelo. La otra novela editada en 1936, Álbum de familia con retratos de desconocidos, es un volumen más extenso precedido de un breve prólogo y con un primer episodio narrativo que funciona como marco introductorio de los textos que le siguen. A diferencia de El libro celeste, cuya escritura le habría llevado pocas semanas, esta obra le requirió varios años de labor. Colección de biografías imaginarias que muestran la influencia de Marcel Schwob, Álbum de familia se plantea como una extravagante galería escrita por Miguel Bingham, un antiguo inspector de dos compañías de seguro inglesas que, encargado de descubrir mediante la minuciosa investigación genealógica de los muertos en una catástrofe ferroviaria de 1900 una razón actuarial que ajustaría la previsión de siniestros, demora su paciente tarea más de veinte años y, cuando intenta presentar el informe definitivo, halla que las empresas aseguradoras quebraron hace ya largo tiempo y su trabajo es inútil. Sátira del realismo documentalista y de la novela como espejo del mundo, la tarea fútil de Bingham anticipa los devaneos poéticos que Carlos Argentino Daneri, en el célebre cuento de Borges, emprende ante la visión total del aleph:

Veinte años de pena, de búsquedas ingratas, de tesón, de fe, de soledad moral, de olvido de la realidad, pasaron ante sus ojos desparramando libros, palimpsestos, armoriales, testamentarías, tachando pruebas, rellenando lagunas, fallando, a frío, juicios contradictorios, leyendo gacetas, revisando memorias, moviendo diccionarios, sacudiendo infolios del derecho de costumbre, polvo y polillas. Veinte años de consulta a los correos sin estampilla de los diarios buscando ayuda, pidiendo explicaciones e impulsando a otros tantos archivistas en su mismo camino detrás de la verdad, o de sus aspariencias; veinte años dirigiéndose a los coleccionistas de estampillas para cambiarles, por sellos obliterados que compraba al kilo, la descripción de ciertos sitios geográficos, pidiéndoles precisiones sobre paisajes y panoramas hasta los que no le fuera posible transportarse y que explicaban las actitudes de los héroes que historiaba, y a los que no podía abandonar a los hechos tan sólo. A medida que se alejaba en el tiempo, iba entrando en la fantasía y la leyenda. Sin la parcela de realidad que les echaban encima el medio, el escenario de la tierra, la sombra del campanario, o el puente en ruina de la localidad rural, esos personajes carecían de relieve, y el informe, a fuerza de ser extenso, se achataba como las enumeraciones bíblicas y sus genealogías.39

El libro celeste tuvo una entusiasta recepción crítica. En nota publicada sin firma en La Nación el 19 de julio de 1936, el cronista da cuenta de “una animación orgánica que llega a la palpitación expresiva”. Más extensa e interesante es aún la reseña conjunta que firma Horacio Rega Molina en las páginas de El Mundo, cuyo cierre acierta al señalar el carácter innovador de estas obras: “El Vizconde de Lascano Tegui ha escrito dos hermosos libros que, para ser ubicados en la producción argentina, requieren un índice no abierto aún”40. Norah Lange, durante el banquete con que se celebró en Buenos Aires la aparición de El libro celeste y Album de familia el 10 de septiembre de 1936, ofreció uno de sus ya habituales discursos en el que retrata al Vizconde en una enumeración acelerada de inusitada vitalidad que merece ser citada in extenso:

En reminiscentes capítulos, allá por el 34, destaqué ciertos fenómenos auditivos, ciertos síntomas sobresalientes en la personalidad caleidoscópica del Vizconde, de este vizconde que nunca se ha quedado en cama, que rehuye la voz sumisa y horizontal de los termómetros, que puede introducirse en la vestimenta de sus numerosos amigos y hasta de sus enemigos; que nunca padeció rezongos puntiagudos en los colmillos; a quien no se le cae la cabellera; que siempre está apurado, que no fuma, que no bebe, pero que practica en todos sus libros una porción de ese delirium tremens que nosotros buscamos, inútilmente, detrás de los roperos, debajo del lecho, en disconformes cornisas. Creí, con esa mesura que propongo combatir esta noche, que entonces ya había dicho casi todo. Hoy, este año, compruebo que sólo os entregué una parte del Vizconde de Lascano Tegui. Recuerdo que numeré su rubor frente a conflictos raciales, su ausencia de averías en todas las profesiones, su serenidad ante cualquier emergencia impersonal odontológica; sus delincuencias gastronómicas y alguna otra; sus sistemas de vida tan complicados y notorios, tan austeros, tan humanitarios y sutiles: rifando camisetas con canesú de panal, en Londres; estornudando en el Museo del Lourvre para propalar la conveniencia de desembarazarse de bacilos y propender a su intercambio; deslizándose sobre tacos altos para adquirir una pantorrilla capaz de transformarse en liga espontánea y vitalicia; alimentándose de chocolates cansados para abolir el impuesto a las carnes; vendiendo grillos amaestrados en cajas de fósforos; mojando, con su propio llanto, las trenzas de señoras adictas al metró, a fin de recomendar un secador que nunca halló tiempo ni ánimo para funcionar, hasta que una noche, parado en una esquina, al lado de una corriente de aire, empezó a gritar: —¡Señores! Yo no tengo la culpa. ¡Soy demasiado espontáneo y fecundo! Entonces, un neurótico que contaba los árboles acompañado de un perro a largo plazo, se acercó a su oído para infligirle estos meditados vocablos: —Expone tu cuerpo a las inclemencias de la patria. Acuérdate de San Martín, de las banderas de Obligado. Lo demás ha empapado la paciente comprensión del público. Ya comenzábamos a murmurar: “El Vizconde se ha tranquilizado; el vizconde ejercita simulacros de cancillerías, de cordilleras, de insignias patrias”. Pero no. Su Libro celeste, su Album de familia demuestran, súbitamente, la inexactitud de estos proverbios contritos y familiares. Se terminó la calma. Hay que empezar de nuevo.41


La expresión americana

Promovido por Agustín P. Justo y Carlos Saavedra Lamas al Consulado de Caracas el 14 de julio de 1936, Lascano Tegui viaja a Venezuela con su esposa, Sofía Simone Zahrli, de origen suizo, y se domicilia en el barrio de Sarría, donde sus tertulias y hospitalarias cenas serán rápidamente famosas. Su figura se difunde por el ambiente intelectual y artístico42 y sus ensayos y colaboraciones literarias hallan prensa receptiva en los principales diarios, El Universal y El Heraldo, entre otras publicaciones del país43 y de la región caribeña. La popularidad del cónsul se verá ampliada por sus continuas actividades culturales. A poco tiempo de haberse instalado, recibe un pedido especial del Ministerio de Educación Nacional de Venezuela para dictar un ciclo de veinte conferencias públicas sobre Historia del Arte y emprende, además, la decoración del edificio del consulado, con murales que cubren más de doscientos cincuenta metros cuadrados: en frescos pintados al agua, al óleo y a la cera, ofrece —en movimiento paralelo al que Silvina Ocampo descubría en los poemas de Enumeración de la patria— una colorida descripción de las riquezas y paisajes argentinos. El Universal de Caracas elogia la iniciativa del Vizconde con un artículo del 15 de julio de 1938, publicado en primera página:

Este gran señor que es don Emilio Lascano Tegui, activo Cónsul de su patria, la bella y rica República Argentina, en Venezuela, es un hombre múltiple. [...] Puesto que todo lo hace en artista, concíbese que ni siquiera su misión oficial la pueda desempeñar de otro modo. Y para propaganda de las excelencias de su país, en plástica estadística, ha echado mano de su pincel con la misma propiedad con que empuña la pluma y en las paredes del edificio del Consulado ha plasmado unos cuantos frescos que, exponiendo con deleite, nos informan en poco tiempo de las riquezas de su hermoso país. [...] Cualquier otro funcionario semejante nos hubiera citado para endilgarnos una larga y pesada conferencia plena de cifras estadísticas: Lascano Tegui nos brinda sus frescos. Y, por su parte, una vez por todas. Y para todos.

Otro diario de Caracas ofrece un detalle mayor de las pinturas del Vizconde. Reproducido parcialmente en la revista Nosotros, el artículo describe las tareas del cónsul pintor:

Los frescos al agua, el óleo y la cera, ejecutados por el señor Cónsul argentino, don Emilio Lascano Tegui, cubren una superficie de 250 metros cuadrados. Un buen esfuerzo pictórico animado por el imperativo de dos fuertes pasiones que guiaron a su autor: el amor al arte y el recuerdo de la tierra querida y lejana. Se pueden observar allí varias pinturas que indican vigorosamente el proceso de la evolución argentina: su riqueza vacuna, su riqueza agrícola. El puerto de Buenos Aires y una de sus dársenas. Paisajes de la Patagonia, con su inmensa desolada riqueza. La industria frigorífica. La inmigración, transfusión poderosa de otras razas en la brava raza de los gauchos que dominan la hazaña y la distancia. El desarrollo de la raza holando-argentina de la lechería. Es admirable la precisión de estas obras que revelan con una fuerte objetividad plástica los diversos motivos criollo-argentinos, y así, merécenos tanto el pintor como el patriota un sincero aplauso.44

Sus variados intereses lo llevan también a organizar durante este período dos exposiciones de pintores argentinos, convertirse en asesor de la Cámara Argentino-Venezolana de Comercio y, entre otras actividades, integrar la Junta Directiva del Ateneo de Caracas al frente de la Comisión de Artes Plásticas. Algunos de sus artículos sobre el país anfitrión son reunidos en Venezuela adentro45, publicado en 1940 en la tipografía “La Nación” de Caracas y bajo el sello de “Ediciones de ‘El Universal’”; el volumen inicia en la editorial una serie de estudios venezolanistas y comprende tres extensos ensayos que delimitan geográficamente el tránsito intelectual del Vizconde por las cuestiones locales: Turista en los Llanos, Pescador en Margarita, Golondrina en el Táchira. En múltiple convergencia de viajero, diplomático y poeta, Lascano retrata los paisajes sin dejar de proponer diversas soluciones a los problemas más característicos de cada región. Su traslado al consulado de Los Ángeles se decide a fines de octubre de 1940. Parte el 19 de diciembre, no sin antes recibir numerosas muestras de afecto y banquetes de honor, entre los que pueden contarse una cena en los salones del Country Club organizada por la Cámara Argentino-Venezolana de Comercio y una fiesta criolla en su homenaje en el Hato “El Vigía”, de Guárico, el 10 de noviembre. La carrera diplomática del Vizconde concluye pocos años más tarde. Su paso por el consulado de Los Angeles finaliza el 2 de mayo de 1944, cuando una resolución del ministerio le solicita que formalice su jubilación en Argentina. De regreso en barco a Buenos Aires, donde debía tramitar su expediente jubilatorio, sufre un percance que sumerge en la incógnita buena parte de su obra: un incendio en el camarote que compartía con su esposa le hace perder los originales de varios libros inéditos que venía a publicar en cumplimiento tardío de una promesa. Con excepción de Muchacho de San Telmo (1895), impreso por Guillermo Kraft ese mismo año, todos los demás libros se perdieron. El poemario que rememora su infancia en el barrio porteño logró salvarse porque la edición ya había sido contratada desde Estados Unidos y una copia girada unos meses antes para consulta del ilustrador, Alejandro Sirio. Algunos de los libros perdidos (Daguerrotipos, Mujeres detrás de un vidrio, El círculo de la carroña, Filosofía de mi esqueleto) corresponden a volúmenes ya anunciados en espera de editor en El libro celeste y Album de familia, con algunas leves modificaciones de nombre; de Mis queridas se murieron, novela terminada a comienzos de la década del treinta, se conserva hoy un anticipo de pocos capítulos aparecido en el único número de Imán, la lujosa revista que Elvira de Alvear editó en París con la colaboración —como secretario de redacción— de Alejo Carpentier.46 Ya en Buenos Aires, el Vizconde cierra su vínculo laboral con el Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto e inicia en abril de 1945 un largo ciclo de notas en Patoruzú, la popular revista de historietas de Dante Quinterno, donde mantiene una columna semanal que, por su tono e intereses, podría compararse con la de “Aguafuertes Porteñas” de Roberto Arlt en el diario El Mundo o con las que, mucho tiempo antes y sin mayor regularidad, él mismo había ofrecido en las páginas de La Mañana. La reconstrucción nostálgica del pasado, centro emotivo de muchas de estas viñetas, es también el núcleo que —en clave poética— desarrolla en Muchacho de San Telmo (1895). Con lenguaje sencillo, remanso de las inquietudes vanguardistas de antaño, el poemario construye su particular homenaje a un tiempo y un espacio conjugados en el ámbito del recuerdo:

Yo no hago versos. Escribo con tinta color del tiempo, el cronicón de la infancia de mi barrio con recuerdos algo salidos de foco. Soy fotógrafo inexperto, con las placas desveladas y el bromuro, amarillento. Son las pruebas de un pasado muy pobrecito, por cierto. Álbum de fotografías borrosas, ojos de ciego, que no ven ya para afuera y que espían hacia dentro.47

Sus últimos años en Buenos Aires lo encuentran bastante activo. Hacia mediados de la década del cincuenta prologa Reflejos, de Enver Mehmedagiè48, y participa de las tertulias de “El Mangrullo” en casa del eminente coleccionista Federico Vogelius, donde se reúnen poetas y artistas plásticos de renombre: Ricardo E. Molinari, Santiago Cogorno, Jorge Luis Borges y otros. Un catálogo de la galería de Samuel Jahbes (4 al 18 de noviembre de 1963) nos confirma que, hasta poco antes de su muerte, Lascano Tegui seguía integrando activamente los círculos artísticos de la ciudad; entre las obras expuestas se colgaron vistas de Washington, París, Punta del Este, Boulogne-sur-Mer y Córdoba, una marina de la costa de Santa Bárbara y dos naturalezas muertas. Emilio Lascano Tegui falleció a los setenta y nueve años en Buenos Aires, el 13 de abril de 1966. En su casa de Palermo se mantuvo la vigilia del velatorio y sus restos fueron cremados en el cementerio de la Chacarita. En el testamento fechado en Suiza en septiembre de mil novecientos sesenta y cuatro, donde aparece como única heredera forzosa Sofía Simone Zahrli, su esposa en segundas nupcias, Lascano Tegui declara que en una habitación clausurada de un departamento suyo de la calle Paraná al setecientos conserva los originales de varios libros terminados (Mujeres detrás de un novio, Cuando La Plata era señorita, Vía Láctea de polillas, El 32 de diciembre), el manuscrito de sus memorias y centenares de artículos inéditos para la prensa que, hasta el momento, se encuentran perdidos. Casi tres décadas después de la desaparición física del Vizconde, sus libros —nunca reeditados con anterioridad— comenzaron a aparecer nuevamente en lengua original y en múltiples traducciones49. Hoy, progresivamente, su legado adquiere una difusión que transmuta en invitación pública el destino privado que el autor, en su breve autobiografía de 1941, “Vita efímera”, asumía como contrapartida natural de su compromiso con la literatura:

Confieso que continúo escribiendo por pura voluptuosidad. Escribo para mí y mis amigos. No tengo público grueso, ni fama ni premio nacional. No me gusta el “Tongo”. Como periodista que soy sé “cómo se llega”. Conozco a fondo la estrategia literaria y la desprecio. Me da lástima la inocencia de mis contemporáneos y la respeto. Además tengo la pretensión de no repetirme nunca, ni pedir prestado glorias ajenas, de ser siempre virgen, y este narcisismo se paga muy caro. Con la indiferencia de los demás. Pero yo, he dicho que escribo por pura voluptuosidad. Y como una cortesana, en este sentido, he tirado la zapatilla.



1 “Y lo terrible es que logogrifos tan asombrosos como los de La sombra de la empusa de Emilio Lascano Tegui, se escuden tras el lema de la sinceridad á todo trance. ¡Oh, la plaga de los versificadores espontáneos, que dicen lo que sienten, así no más, como lo sienten, que se exprimen el corazón como si fuese un furúnculo!” En: Nuestros Poetas Jóvenes. Revista Crítica del actual movimiento poético argentino, Edición de “Nosotros”, Albasio y Cía., Buenos Aires, 1912, p. 148. 2 “Así asoma hacia 1910 con su libro La sombra de la empusa, Emilio Lascano Tegui, quien aporta un sabor extraño a nuestra poesía, mezcla híbrida de Corbière, Laforgue y Lautréamont. Esas notas distintivas se afianzan todavía más en su segunda publicación [...], produciendo la burla y el ataque de ciertos críticos.” En: Revistas argentinas de vanguardia (1920-1930). Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires – Facultad de Filosofía y Letras, 1962, p. 21. 3 El sintagma “la nueva sensibilidad”, con el que se identificaban originalmente los vanguardistas del período, tuvo por difusor local a José Ortega y Gasset, quien tradujo con esas palabras —durante una conferencia en Buenos Aires en 1916— las utilizadas por Guillaume Apollinaire (“l’esprit nouveau”) en un artículo de Les paintres cubistes (1913), “L’esprit nouveau et les poètes”. 4 La sombra de la Empusa, p. 39. 5 “Y mientras, frente al altar mayor, a las mujeres se les licua el sexo contemplando un crucifijo que sangra por sus sesenta y seis costillas, el cura mastica una plegaria como un pedazo de ‘chewing gum’” (“Sevillano”, Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, en Obras de Oliverio Girondo, Buenos Aires, Losada, 1996, p. 89). 6 Beatriz Sarlo considera, en su lectura de Girondo, que este cruce es central en su obra: “Quizás como nadie en este período, Girondo afecta valores establecidos: se niega a tomar con seriedad a la iglesia y a la moral sexual fundada sobre la virginidad y el matrimonio. Su crítica es irreverente porque no se coloca ni en la polémica intelectual ni en la ficcionalización grave de esos núcleos problemáticos; elige, en cambio, la comicidad y a la ironía que rebajan lo ‘alto’, lo ‘espiritual’, la respetabilidad al nivel de espectáculos mundanos atravesados por el deseo”. (En: “Oliverio, una mirada de la modernidad”, Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930, Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1988, p. 65). 7 “viejas sacras celestinas / que hablan bajo de Jesús / en las frías catedrales / y sienten rabias sexuales: / comprendiendo los misales / y admirando á media luz / al Cristo que está en la cruz (...)” Op. cit., p. 129. 8 Benjamín Carrión, Mapa de América, Madrid, Sociedad General Española de Librería, 1930. El libro, prologado por Ramón Gómez de la Serna, incluye ensayos sobre Teresa de la Parra, Pablo Palacio, Jaime Torres Bodet, el Vizconde de Lascano Tegui, Carlos Sabat Ercasty y José Carlos Mariátegui. Dos años antes, en la misma editorial, Carrión había publicado otro conjunto prologado por Gabriela Mistral y dedicado a José Vasconcelos, Manuel Ugarte, Francisco García Calderón y Alcides Arguedas. 9 Op. cit., pp. 146-147. Francisco Luis Bernárdez, en un artículo homenaje a Lascano Tegui, también recuerda el mentado episodio: “Hasta ese solemne instante [su traslado a París] muchas habían sido las travesuras de Emilio Lazcanotegui [sic] (que tal vez era la firma real del personaje) y muy variadas e ingeniosas sus excentricidades. Una de ellas produjo en su momento verdadera sensación, y consistía en la publicación de un libro de versos cuyo autor, según pregonaba la tapa, era nada menos que Rubén Darío (hijo), nombre y apellido de que había echado mano el Vizconde para llamar la atención sobre unas composiciones donde la extravagancia y lo que ahora llamamos sofisticación dejaban paso algunas veces a la invención genuina y a la inspiración de buena ley. El delito no tuvo otra sanción que la sonrisa de los mejores, pero sirvió para definir desde el comienzo a quien se singularizaría, no sólo en la literatura, como criatura felizmente marginal, como ser que en el extrarradio de las convenciones, de los cánones y de las normas generalmente imperantes, encontraba la latitud, el clima y el ambiente adecuados a su congénito apetito de originalidad.” (“Lazcano Tegui. Un vizconde entrerriano y una leyenda porteña”, Buenos Aires, Clarín Revista, 14 de septiembre de 1969) 10 “Conseguido el objeto —tras el ladrillazo a los cristales del castillo de la celebridad—, las cosas se aclararon. Intervino la alta tribuna, que era entonces en París ‘La Revista de América’, y tras el falso hijo de Darío, asomó riéndose la amplia cara de este ‘vizconde armonioso’, como le llamara Ventura García Calderón” (Benjamín Carrión, op. cit., pp. 147-148). 11 “Un título que es un precioso hallazgo por su evocación miliunanochesca, decorando un libro extravagante, irónico, sentimental, vago, sorprendente, hermoso á veces, incomprensible casi siempre, musical, inarmónico é impertinente, que de todo esto hay en él. [...] La mayor parte de esta poesía resulta poco ó nada accesible. Puede decirse que el señor Lazcano Tegui cultiva brillantemente la obscuridad literaria. Dice las cosas con tan abstrusa combinación de imágenes y vocablos incongruentes y hasta contradictorios, que sus poesías deben quedar casi siempre solo comprensibles para él. Pero de cuando en cuando la visión se aclara, el instrumento se afina y surgen hermosos versos que atestiguan la existencia en el autor de un temperamento de poeta, oculto por su propia extravagancia como bajo un disfraz arlequinesco. [...] Esto me afirma en la opinión expresada de que el señor Lazcano Tegui está dotado de una verdadera organización de poeta, á quien solo le falta despojarse de esa crisálida abigarrada de rarezas tan a menudo de mal gusto.” Álvaro Melián Lafinur, “El árbol que canta”, Poemas de Emilio Lazcano [sic] Tegui. Buenos Aires, Nosotros, Año 6, Vol. 8, Nº 41, junio 1912. El artículo fue incluido (sin el párrafo final y con algunas modificaciones) en su libro Literatura contemporánea (Prólogo de Manuel Gálvez), “Buenos Aires” Sociedad Cooperativa Editorial Limitada, 1918. 12 Se refiere al “problema argentino” del poema de Hernández como “una de esas obras nacionales que, como el palacio del Congreso, puede resultarnos muy cara el día en que los jardineros del patriotismo cultiven el hasta hoy abandonado terreno. [...] Martín Fierro, fuera de ser un tema para las conferencias de Leopoldo Lugones, es una interesante obra argentina, abandonada en la pampa literaria. Almafuerte es el gaucho Cruz que le recuerda aún. Su porvenir está por cultivarse y, eso sí, ha de ser muy distinto al que promete la falaz intención de los profesores de nacionalismo. Si a ella respondiéramos, halagaríamos, no nuestro patriotismo, sino el patrioterismo, idea gruesa y primitiva de la patria muy digna de ganaderos.” (Nosotros, año 7, vol. 11, Nº 51, Julio 1913, pp. 87-88.) 13 Plus Ultra, Buenos Aires, Año I, Nº 3, Junio de 1916. 14 Ruy de Lugo-Viña en 1911 había descripto en la Revista de la Semana Universal a Lascano Tegui como “un sujeto maravilloso, poeta raro y pintor futurista” (Lysandro Z. D. Galtier, “Semblanza del Vizconde de Lascano Tegui”, Clarín, 27 de julio de 1967). No deja de ser llamativa la precoz adscripción al movimiento futurista, recién introducido por Marinetti en París. 15 El mensuario, fundado y dirigido por Henri Broca, apareció a mediados de febrero de 1929. El primer banquete organizado por el periódico fue en La Coupole, el 1 de marzo. Paul Husson había publicado dos números de una revista barrial, de interés artístico y cultural, Montparnasse, antes de la guerra de 1914. La publicación se retomó en julio de 1921 y durante dos años el Café du Parnasse le sirvió de oficina. 16 Paris le 18 Avril 1930. 17 “Mariette Lydis”, Paris-Montparnasse, Nº 5, 15 Juin 1929. 18 La errata es, de todos modos, transparente: se refiere a Gómez de la Serna. 19 Francisco Luis Bernárdez, “Lazcano Tegui. Un vizconde entrerriano y una leyenda porteña”, loc. cit. 20 Ricardo Güiraldes, Roberto Levillier, Elsa, Alfonso de Laferrère, Pelele, Oliverio Girondo, Julienne, Raúl Monsegur, Rafael Crespo, Alfredo González Garaño, Alberto Girondo, Adan Diehl, Sara, Evar Méndez, Rafael Girondo, Yvette, Vicente Martínez Cuitiño, María Luisa, René Zapata Quesada, Perucho Palacios, Carlos López Buchardo, Raúl Gonnet, Elena Cadorna. Oliverio Girondo también dedicó sus Veinte poemas para ser leídos en el tranvía a “La Púa”: “Cenáculo fraternal, con la certidumbre reconfortante de que, en nuestra calidad de latinoamericanos, poseemos el mejor estómago del mundo, un estómago ecléctico, libérrimo, capaz de digerir, y de digerir bien, tanto unos arenques septentrionales o un kouskous oriental, como una becasina cocinada en la llama o uno de esos chorizos épicos de Castilla”. 21 En Caras y Caretas publicó una serie de artículos donde analizaba la anatomía particular de varias manos “famosas”: “Lo que evocan las manos de nuestros escritores [Ricardo Rojas, Roberto J. Payró, Arturo Capdevila, Luis García, Alfonsina Storni, Fernández Moreno]” (Año XXX, Nº 1509, 3 de septiembre de 1927); “Lo que evocan las manos de nuestros escritores [Manuel Gálvez, Félix Lima, J. Martínez Zuviría, Ricardo Gutiérrez, Horacio Quiroga, Arturo Lagorio]” (Año XXX, Nº 1510, 10 de septiembre de 1927); “Lo que evocan las manos de nuestros escritores [Enrique Larreta, Héctor Pedro Blomberg, Santiago Maciel, Joaquín de Vedia, Fernán Félix de Amador, Vizconde de Lascano Tegui]” (Año XXX, Nº 1511, 17 de septiembre de 1927; “Por el campeonato mundial de ajedrez: La mano febril del campeón ruso Alekhine - La mano tranquila y clásica del campeón del mundo Capablanca” (Año XXX, Nº 1512, 24 de septiembre de 1927). 22 Martín Fierro, Buenos Aires, Segunda época, Año III, Núm. 36, Diciembre 12 de 1926. 23 Firmada E.S.C. Nosotros, Año 20, vol. 52, Nº 203, abril 1926, pp. 424-425. 24 Cf. Celina Manzoni, “Ocio y escritura en la poética del Vizconde de Lascano Tegui”, en: Noé Jitrik (compilador), Atípicos de la literatura latinoamericana, Buenos Aires, Instituto de Literatura Hispanoamericana - Facultad de Filosofía y Letras / Oficina de Publicaciones del Ciclo Básico Común - Universidad de Buenos Aires, 1996, p. 160. 25 “Je suis extrêmement embarrassé pour parler de ce livre, qui n’est peut-être pas un chef-d’œuvre (je ne sais trop ce que c’est qu’un chef-d’œuvre, et même je me méfie de ce genre d’ouvrages), mais qui est certainement une des choses les plus originales, les plus caractéristiques que j’ai jamais lues. En quoi consiste donc cette originalité? Je sens qu’il y a là-dedans quelque chose d’insaisissable, qui échappe à toute définition, à toute explication.” En: Vicomte de Lascano-Tegui, Élégance des temps endormis, Paris, Le Dilettante, 1994, p. 7. 26 Revue de L’Amérique Latine, Paris, 3e Anné, Vol. VIII. Nº 25, 1er Janvier 1924, pp. 50-52. Chapitres 42, 43, 45. 27 Revue de L’Amérique Latine, Paris, 4e Année, Vol. X, 1er [?] 1925, pp. 427-433. 28 La publicación retomaba el título de dos precedentes: la primera, dirigida por Alberto Ghiraldo, que circuló entre marzo de 1904 y febrero del año siguiente con la colaboración de prestigiosas firmas: Bartolomé Mitre, Vicente Rossi, Charles de Soussens, Francisco Siccardi, Alfredo Palacios, Roberto J. Payró y otros; la segunda, en la que Evar Méndez se había desempeñado como redactor, sólo editó tres números y se oponía a la política del presidente Yrigoyen. 29 Octubre-Noviembre 20 de 1924. 30 “La última carta” (Año I, Núm. 12-13, Octubre-Noviembre 20 de 1924 ) y “Malas lecturas – Locos” (Año III, Núm. 27-28, Mayo 10 de 1926). 31 Madrid, 15 de abril de 1927. La preocupación central de Guillermo de Torre, planteada en términos que fueron interpretados en Buenos Aires como un acto de imperialismo intelectual de España, abogaba por la suspensión de los vocablos “América Latina” y “latinoameicanismo” y el uso, en su lugar, de “hispanoamericanismo”. Interesado en el restablecimiento de vínculos intelectuales —ya notoriamente debilitados— entre España y las metrópolis de la América de lengua española, Guillermo de Torre lamenta el lugar cada vez más lateral que tiene su país en el imaginario de los nuevos escritores americanos: “Frente a los excesos y errores del latinismo, frente al monopolio galo, frente a la gran imantación que ejerce París cerca de los intelectuales hispanoparlantes tratemos de polarizar su atención, reafirmando la valía de España y el nuevo estado de espíritu que aquí empieza a cristalizar en un hispanoamericanismo extraoficial y eficaz. Frente a la imantación desviada de París, señalemos en nuestra geografía espiritual a Madrid como el más certero punto meridiano, como la más auténtica línea de intersección entre América y España. Madrid: punto convergente del hispanoamericanismo equilibrado, no limitador, no coactivo, generoso y europeo, frente a París: reducto del «latinismo» estrecho, parcial, desdeñoso de todo lo que no gire en torno a su eje. Madrid: o la comprensión leal —una vez desaparecidos los recelos nuestros, contenidas las indiscreciones americanas— y la fraternidad desinteresada, frente a París: o la acogida marginal y la lenta captación neutralizadora...” 32 “Croquis”. En: Martín Fierro, Año IV, Nº 44-45, Agosto 31 – Noviembre 15 de 1927. 33 “Somos o pretendemos ser americanos —sudamericanos— acogiendo todas las influencias del mundo sin hipotecarnos directamente a ninguna.” (Enrique González Trillo, “Nadería de una proposición”, Martín Fierro, Año IV, Núm. 44-45, Agosto 31 – Noviembre 15 de 1927). 34 “A nosotros nos conviene la competencia, la lucha, la pugna de todas las culturas para extraer de cada una de ellas aquellos elementos que nos sean útiles. Desde este punto de vista, no podemos aceptar ningún meridiano extraño, ya sea el de París, el de Roma o el de Madrid, que son lo que con mayor empeño se disputan la honra de darnos la hora.” (Nicolás Olivari, “Liquidando un meridiano”, loc. cit.) 35 “[...] cualquier latido del mundo nos parece natural y asequible, puesto que Buenos Aires es un puñado de mundo. Podríamos decir como Terencio que nada humano nos es indiferente.” (Leopoldo Marechal, “A los compañeros de la ‘Gaceta Literaria’”, loc. cit.) 36 “Pero nosotros ya hemos progresado mucho, tanto que no podemos decir en qué idioma hablamos. [...] Nosotros estamos organizando un idioma para nosotros solos y de aquí nos vendrá la libertad. Es signo de potencia espiritual de un pueblo el de transformar el idioma heredado. El idioma es una riqueza como otra cualquiera a la que hay que dar vida convirtiéndola.” (Pablo Rojas Paz, “Imperialismo baldío”, Martín Fierro, Año IV Núm. 42, Junio 10 – Julio 10 de 1927) 37 Cf. Juan María Gutiérrez, Cartas de un Porteño. Polémicas en torno al idioma y a la Real Academia Española. Estudio Preliminar de Jorge Myers. Buenos Aires, Taurus, 2003. 38 Les bannières d’Obligado, breve ensayo que cuestiona la validez de cinco banderas supuestamente capturadas en 1845 por el Capitán Trohouart a las baterías nacionales en la ribera del Paraná y expuestas en el Hôtel des Invalides como trofeos de guerra, puede interpretarse como la intervención pública del diplomático argentino que complementa su tarea de conservador del museo sanmartiniano en Boulogne-sur-Mer; no es casual, entonces, el francés empleado en la escritura ni la firma “seria” donde se ausenta el seudónimo. 39 Álbum de familia. Buenos Aires, Viau & Zona, 1936, pp. 14-15. 40 Buenos Aires, El Mundo, 5 de octubre de 1936. En otro párrafo señala Rega Molina: “[...] Ahora, doce años después, nos regala “El libro celeste” y “Album de familia”. Aquél con su historia, su geografía, sus ciencias naturales y sus genealogías poemáticas, en que la expresión se afirma, dando a nuestras tradiciones un sello de jerarquía literaria. ¿Por qué será, en efecto, que todos nuestros tradicionalistas parecen desdeñar el estilo? Lascano Tegui llena las páginas de “El libro celeste” de pinturas al fresco en la que aparecen alegorías, en el aire, como suspendidas de una visible tela de araña. ¡Y qué bien que se sostienen!” 41 Norah Lange, Estimados congéneres, Buenos Aires, Losada, 1968 (Edición aumentada pero no corregida), pp. 35-36. 42 El Ministro Plenipotenciario en Venezuela, René Correa Luna, en informe confidencial del 5 de marzo de 1940 (Legajo de Emilio Lascano Tegui, folio 51) lo califica como funcionario de primera categoría y detalla: “Forma parte de numerosas asociaciones literarias, artísticas, científicas, etc. de este país y colabora regularmente en los principales diarios y revistas de la capital. La multiplicidad y diversidad de sus actividades en nada perjudican las labores consulares que le están confiadas.” Este informe refrenda los conceptos vertidos por Leguizamón Pondal en otra comunicación de julio de 1937, donde —a pesar de excusarse ofrecer una detallada calificación de Lascano por haber transcurrido sólo cinco meses desde el inicio de sus labores en la legación venezolana— anota: “en este breve plazo de tiempo, ha demostrado ser un funcionario inteligente, cumplidor y empeñoso”. 43 La Revista Nacional de Cultura, editada por el Ministerio de Educación Nacional y dirigida por Mariano Picón-Salas, lo contó entre sus colaboradores. Asimismo, el Vizconde siguió girando sus poesías, cuentos, artículos y notas varias a distintos medios de prensa argentinos (Nosotros, El Mundo, Crítica, El Hogar, La Nación, etc.). 44 “Los frescos murales de Lascano Tegui en Caracas”. Nosotros, Buenos Aires, 2ª época, año 3, vol. 8, nº 31, octubre de 1938, pp. 364-365. Un redactor no identificado de la revista agrega: “Efectivamente, si hemos de juzgar por las fotografías que reproducen seis de estos frescos, entre ellos uno de la plaza San Martín y el Cavanagh, Lascano Tegui se hace merecedor de estos elogios, que nos es grato que conozcan sus lectores y amigos.” 45 No he podido comprobar la existencia de un segundo libro, La paradoja del campo venezolano, aunque exista una referencia en el artículo “Semblanza del Vizconde de Lascano Tegui” firmado por Mónica R. Carci, s/l. El Vizconde, en su breve autobiografía escrita a fines de 1940 y publicada en el número de Enero-Febrero de Saeta. Cuadernillos de arte y letras (Buenos Aires, Año IV, Vol. IV, Nº 34-35), no da cuenta de un segundo título: “En Venezuela, de donde salgo, acaban de coleccionar tres artículos que publiqué sobre aspectos económicos en un libro que llaman ‘Venezuela adentro’. No es nada trascendental. Pero es el anuncio de algo que estoy preparando con el título afectuoso: ‘La América está mal habitada’.” 46 Con el título anterior “Mis amigas se murieron”. Imán, París, Número I, Abril de 1931. 47 Muchacho de San Telmo. Buenos Aires, Editorial Guillermo Kraft Ltda., 1944, p. 95. Hay reedición facsimilar en Simurg. 48 Buenos Aires, Editorial Los Andes, 1954. Ilustraciones de Gloria Ruby Lutz. 49 Elegance des temps endormis, París, Le Dilettante, 1994. Traducción y prefacio de Francis de Miomandre. (Ed. orig. París, 1928); De la elegancia mientras se duerme, Buenos Aires, Ediciones Simurg, 1995. Prólogo de Celina Manzoni. Edición y contribución bibliográfica de Gastón Gallo; Von der Anmut im Schlafe. Intimes Tagebuch, Berlin, Friedenauer Presse. Traducción al alemán y posfacio de Walter Boehlich; Blauwe onschuld. Intiem dagboek. Utrecht, Uitgeverij Ijzer, 1996. Traducción al holandés y posfacio de Madeleine Verhoeven y Eva te Velde; Mis queridas se murieron, Buenos Aires, Ediciones Simurg, 1997. Edición y estudio preliminar de Gastón Sebastián M. Gallo y Guillermo García; Familienalbum mit Bildnissen von Unbekannten. Traducción al alemán de Christian Hansen. Posfacio de Dietrich Lückoff. Wien, Paul Zsolnay Verlag, 2000; Muchacho de San Telmo (1895), Buenos Aires, Ediciones Simurg, 2005 (Ed. facsimilar de la original de Editorial Guillermo Kraft Ltda., Buenos Aires, 1944); Album de famille avec portraits d’inconnus, Belval, Les éditions Circé, 2006, Traducción al francés de Séverine Rosset; On Elegance While Sleeping. Traducción al inglés de Idra Novey. Champaign and London, Dalkey Archive Press, 2010. Entre las traducciones publicadas en revistas literarias se destacan: Of Elegance while One Sleeps (traducción parcial al inglés y prefacio de Keith Botsford en The Republic of Letters, Number 1, 1997, pp. 20-28) y el importante dossier de Schreibheft. Zeitschrift für Literatur, Nr. 49, Mai 1997, con versiones en alemán realizadas por Christian Hansen, Walter Boehlich y Dietrich Lückoff, quien también incluyó un ensayo, «“Ich bien die Stimme meiner Mutter” Der Vizconde de Lascano Tegui, eine vergessene argentinische Legende».

Obras

  • La sombra de la Empusa publicado en París, 1910.
  • El árbol que canta... publicado en Buenos Aires: Tierras de Marco Polo, 1912.
  • De la elegancia mientras se duerme publicada en 1925.
  • Muchacho de San Telmo publicado Buenos Aires: Guillermo Kraft, 1944

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