- Las Moradas
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Las Moradas
Las Moradas También El Castillo Interior. Obra mística de Santa Teresa de Jesús. Fue escrita en prosa en 1577, en el convento de San José, en Ávila. Las Moradas ofrece al lector un compendio de las vivencias místicas de su autora; la dificultad de transcribir este tipo de experiencias sublimes la obligó a recurrir a un lenguaje plagado de símbolos. Se trata, no obstante, de un texto de expresión sencilla y popular, con vocación didáctica. Como ente de naturaleza divina, el castillo -representación del alma- es "todo de diamante o muy claro cristal", pero puede estar tapado por un paño oscuro, el pecado, que oculta la transparencia de la luz divina; así pues, antes de penetrar en sus moradas interiores debe hallarse el sujeto en estado de gracia. Esta fortaleza del alma tiene una sola puerta, la oración. Del mismo modo que Aristóteles dividía el universo en esferas concéntricas que ganaban perfección en orden ascendente, así describe Santa Teresa las moradas (estancias) del castillo, que no son sino las fases o estadios que el alma debe recorrer para alcanzar la perfección: primero han de atravesarse las moradas exteriores, que exigen una cadena de renuncias; luego se penetra en las estancias interiores, donde cabe acceder al gozo espiritual. Durante este proceso, Dios no sólo es el objetivo que se persigue, sino también la fuerza que infunde valor y poder al espíritu, pues no son baladíes las pruebas que éste debe afrontar en su camino de perfección. Las dos primeras moradas corresponden al ejercicio ascético, cuya misión estriba en la purificación de los vicios que acechan al espíritu. Después se penetra en los dominios de la oración, que tiene dos grados: el recogimiento y la contemplación. Como "celestial locura" y "glorioso desatino" califica la santa de Ávila la quinta morada, donde aguarda la oración de unión: la conciencia de vecindad con Dios crea un delirio gozoso que culmina en las moradas sexta (éxtasis o noviazgo espiritual) y séptima (boda espiritual). De este modo, el alma reencuentra su origen y se funde con su creador en una felicidad inefable, que no halla parangón -ni siquiera lejano referente- en ninguna satisfacción mundana.
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