Escuela veneciana

Escuela veneciana

Escuela veneciana

Para el movimiento musical, véase Escuela veneciana (música).

Se denomina Escuela veneciana a un movimiento esencialmente pictórico, vinculado a la ciudad de Venecia y a su continuidad política en la tierra firme, y cuya vigencia más gloriosa comprende los S. XV a XVIII.

Contenido

Características

Se trata de una escuela que cabe considerar no ya autónoma respecto de las coetáneas del resto de Italia, sino, en cierto modo, independiente de ellas y de sus mecanismos rectores. Varias son las razones que permiten llegar a conclusión tan previa como radical, y a su cabeza debe constatarse la peregrina belleza natural de la capital y de sus lagunas; así como del cielo que la cubre. Se diría que Venecia, más que ciudad, ha procurado ser siempre una donosa escenografía teatral exigida por sus circunstancias topográficas, que no siempre son gratas pero sí perpetuamente hermosas. El poderío de su luz, la policromía natural, la significativa situación oriental de la que fuera república serenísima, su afición al lujo y a la diversidad de vestimentas, son otros tantos factores a considerar. Uno más, que exponemos rogando no se tome a beneficio de tópico, es la peculiar hermosura de sus mujeres.

Es obligatorio exponer otras razones del independentismo de la pintura veneciana, singularmente bien tratadas por Berenson (o. c. en bibl.). Una es la que alude al bienestar interno de la Serenísima, en la que no se dieron, por ejemplo, las crueles luchas políticas intestinas de Florencia, con lo que la paz convidaba al disfrute, a la fiesta y al lujo. Otro hecho, la cuidada seguridad del Estado, nunca intervenido por otras potencias hasta fechas recientes. Otro, bien capital, la ausencia de obligaciones de carácter arqueologizante. Venecia no contaba con un pasado clásico, ni su renacimiento hubo de ser alumbrado con ayuda de preocupaciones culturales. El mecenazgo radicaba exclusivamente en los dogos y en la Iglesia; de tan sencillo engranaje surgió la pintura más espléndida de toda Italia, portentosamente apoyada en los bienes propios, en la paz estatal, en la magnificencia de la luz y del color no aprendidos de ninguna tierra exterior.

Primeros representantes

Es harta verdad que estas condiciones positivas y un tanto solitarias acarrearon a la Escuela veneciana una primera deficiencia respecto a sus hermanas italianas. No fue precoz, sino más bien de nacimiento retrasado. Durante mucho tiempo, el primero ha permanecido en manos de artistas bizantinizantes, de musivarios de la iglesia de San Marcos, y los nombres de tales artistas -maestro Paolo, Lorenzo Veneziano, Semitecolo, etc.- son regularmente dignos de prologar la gloriosa escuela. En 1365 es llamado a la ciudad un pintor paduano, Guariento, para pintar en el palacio ducal un inmenso fresco de tipo bizantino, lo que no hace sino ratificar el temprano gusto de la república. Bastante más provechoso fue, en 1420, el viaje de Gentile da Fabriano, que trabaja en el mismo edificio y proporciona una nueva y colorida visión a los venecianos, cuando empezaba a actuar el que se puede considerar como primer gran pintor de la Escuela veneciana, Jacobello del Fiore (ca. 1370-ca. 1439), autor del León de la Señoría, de La justicia entre San Miguel y San Gabriel, en el rico Museo de la Academia; de la Epifanía (Museo de Estocolmo) y del Retablo de Santa Lucía, en el Museo de Fermo. Jacobello es todavía un pintor de esencias góticas, narrativas y pintorescas, pero en su obra reside ya un sentido colorista que no abandona a la joven escuela.

Michele Giambono, de Treviso (m. en 1462), es, pese a su mayor edad, más frontal y bizantino que Jacobello, excepto en el San Crisogno ecuestre, de la iglesia de los San Gervasio y Protasio. Da fe de existencia la escuela de Murano mediante los Vivarini, esto es, Antonio (ca. 1415-ca. 1476) y Bartolomeo (1432-ca. 1499), el primero, en frecuente colaboración con su cuñado Giovanni d'Alemagna, sin exceder del goticismo; el segundo, Bartolomeo, todavía aquejado de un linealismo un poco seco que no tarda en desaparecer de la escuela. Otros nombres secundarios, Antonio da Negroponte y Andrea da Murano, preceden a la figura prócer de Carlo Crivelli (v.; 1430/ 35-ca. 1495), pintor preciosista, enjoyado, opulento de color, amante del lujo ornamental, de las bellas telas y de las ricas arquitecturas, de que son óptimos ejemplos su Anunciación (Londres, National Gallery) y su preciosa Madonna de la Candeletta (Milán, Pinacoteca Brera).

Un paso más y nos encontraremos con Vittore Carpaccio, al que en realidad debe competer el dictado de fundador de la pintura veneciana. Antes de su gestión, las obras de un Jacobello del Fiore o de un Michele Giambono pudieran creerse pintadas en un lugar cualquiera de Italia, pero con Carpaccio no- hay equívoco posible. Ha sido el primero en comprender la seducción de su ciudad y gusta de reproducir sus calles, sus plazas, sus casas, sus característicos canales, unas veces con fidelidad, otras con fantasía. Pero la fisonomía de Venecia ya está inserta en su pintura, y con ella todo el desmedido amor de sus habitantes por los desfiles, las procesiones, los festejos públicos, etc. Si Giovanni Cima da Conegliano (ca. 1459-ca. 1517) no coopera en este sentido, volviendo al paisaje puramente pintoresco, los Bellini se revelan como sustantivamente venecianos, Gentile por sus escenas y procesiones urbanas, Giovanni por el asombroso retrato del dogo Leonardo Loredan.

Apogeo de la escuela

A propósito de retratos, no hay que olvidar las conexiones estilísticas entre los de Giovanni Bellini y los del siciliano, inserto en Venecia, Antonello da Messina. Todo cooperó para que la gran escuela considerara el retrato como uno de sus géneros predilectos y casi obligados, y al perfil tipo Bellini y Pisanello seguirían la pose tres cuartos de perfil de Antonello y, en fin, la más o menos disimulada frontalidad del periodo del esplendor, que comienza con la devoción a la hermosura profesado por Giorgione y, con menor resolución, por Vincenzo Catena. Si en determinadas composiciones religiosas de uno y otro las diferencias de inspiración son mínimas, siempre triunfante Giorgione por su rigor, es también este insigne maestro el que discurre temas de no siempre claro simbolismo, como el de La tempestad, o el de Los tres filósofos, o, venturosamente, se lanza a prologar, mediante la Venus dormida y el maravilloso Concierto campestre el glorioso paganismo y orientalismo veneciano, antes de tal descubrimiento tan sólo latente. Pero si Giorgione ha muerto en 1510, casi al mismo tiempo que el quattrocento y el verdadero Renacimiento, casi es justo poder aseverar que con él y sus seguidores comienza el auténtico renacimiento veneciano. Por lo menos, con sus contemporáneos. Si uno de ellos, Lorenzo Lotto (1480-1556), no pasa de discreto, dedicado principalmente al retrato, otros dos son demasiado pintores para darse a semejante limitación. Uno era Palma el Viejo (1480-1528), constante cronista de la belleza femenina, asombrosamente perfecta, en la que llega a prototipos tan inolvidables como la S. Bárbara de S. María Formosa, de Venecia, o la Eva del Museo de Brunswick.

Otro gran contemporáneo, Tiziano, prosigue esa investigación de la mujer, pero, pese a su afición por el desnudo, por su elección de modelos, por su vibrante paganismo, acaso quede en esta tarea por bajo de las perfecciones de Palma. Además, en la obra rica, voluptuosa, amiga de mitologías y de bacanales del insigne Tiziano, se injiere una constante hasta entonces ajena a la pintura veneciana, y es el neto influjo español, representado por sus ilustres clientes Carlos I y Felipe II. Ya el hecho de que Tiziano supiera coordinar su paganismo y un determinado sesgo contrarreformista es indicio de su amplitud de recursos. Por lo demás, sus eximios coetáneos Tintoretto y Veronés colaboran en la fácil empresa de convertir a Venecia en la capital de la pintura cincocentista. Tintoretto preocupado por los secretos de la luz, Veronés amplificando hasta la inaudito toda galanura, compiten bravamente con Tiziano. Aproximadamente hacia 1575, esto es, antes de la muerte del artista de Cadore, pocas ciudades, en el mundo y en la historia, pueden jactarse de haber visto actuar al mismo tiempo a tres pintores de semejante calidad, y es entonces cuando la e. v. alcanza y aun supera su fase culminante. Sólo así puede ser considerado como una segunda figura un Sebastiano del Piombo, que, si romano por la mayor parte de su gestión, nunca puede desmentir su nacimiento y su educación en Venecia. De aquí también la relativa importancia habitualmente concedida a Palma el Joven, a Bonifazio Veronese o al Pordenone.

Lo sorprendente es que el soberbio s. XVI acabase en Venecia con la rotunda desviación temática ofrecida por los pintores de la familia Bassano, olvidados repentinamente de toda la gloria que se les ofrecía a la vista, trocada por innumerables escenas agrícolas y pastoriles con las que disfrazaran, mejor o peor, los temas evangélicos. Podemos persuadirnos de que esta directriz, tan opuesta al tono mayor de la pintura veneciana, no contribuyó poco a la casi total insignificancia, si bien hay otra razón para la misma, el natural agotamiento después de esfuerzo tan gigantesco. Es desoladora la ausencia de pintores venecianos en el s. XVII, lo que favorece la estancia y trabajo en la ciudad de otros nacidos en lugares muy diversos, como el romano Domenico Feti o el oldemburgués Jan Lyss, raro ejemplo de holandés venecianizado. Los naturales del país aportan poca cosa. Son los pintores de temas religiosos Sebastiano Ricci (1660-1754), Gregorio Zazzarini (1665-1740), los retratistas Sebastiano Bombelli (1635-93), Vittore Ghislandi, llamado Fra Galgario (1655-1743) o la celebrada Rosalba Carriera (1675-1757).

Estos nombres y otros muchos que pudiéramos añadir actúan ya muy dentro del s. XVIII, lo que acentúa la levedad del seiscientos. El último gran retratista del grupo, Pietro Rotari (1707-70), es ya, en sus mejores creaciones, característicamente rococó. En cierto modo, también lo es un gran y grato artista anterior, Gianbattista Piazetta (1682-1754), que aborda con regular éxito el género religioso, trayendo un tanto al cercado mitológico temas del Antiguo Testamento o tratándolos como escenas de género. Esta es, en realidad, su mejor vena, y a ella pertenece su cuadro más justamente famoso, La buenaventura, en la Academia de Venecia. Con Piazetta se rehace la gracia veneciana. Acaba de volver por los mejores fueros mediante la fabulosa maestría de Gianbattista Tiepolo, un creador de la talla de Tiziano, Tintoretto y Veronés, si es que no los supera en frescor, en sutileza de dibujo, en opulencia de color. Si Tiepolo transmite parte de su gracia a sus hijos, sobre todo a Lorenzo, no olvidemos a otra gran dinastía veneciana que colabora con él en la restauración de la gracia veneciana. Nos referimos a los Canaletto, Bernardo y Antonio, al sobrino de éste, Bellotto, y, por afinidad temática, a los Guardi, quienes comprenden bien, como antaño Carpaccio, que, gozando del privilegio de residir en Venecia, bastaba con reproducir sus parajes principales para lograr un total encanto. Tal hacen todos ellos repetidísimas veces, con varia fortuna, pero siempre proporcionando la sugestión y el encanto de la ciudad pictórica y escenográfica por excelencia.

El último gran setecentista veneciano es Pietro Longhi, que nos introduce gentilmente en el interior de la vida ciudadana. No olvidemos a Giovanni Battista Piranesi, veneciano, ya que era de Mestre, aunque lo más significativo de su obra sea romano. El pintor que enlaza en la ciudad el s. XVIII con el XIX es el excelente retratista Domenico Pellegrini (1759-1840). Tras su gestión, la pintura veneciana vuelve a conocer otra etapa inconsistente o, para hablar con claridad, del todo decadente. Es verdad que Napoleón se preocupa de vitalizar la Academia veneciana, pero los resultados son más notables en escultura que en pintura. Uno de los pintores venecianos más celebrados del s. XIX -Vicente Cabianca (1827-1902), Giacomo Favretto (1849-87), etc- añaden escasísima gloria a una centuria de pintura que a duras penas pudiéramos creer italiana y veneciana. Hasta el s. XX, con la instauración de las bienales de la noble ciudad y con la reversión total del color italiano, no se produce el milagro de que la pintura veneciana vuelva por sus viejos e indescriptibles valores. Nunca por completo, porque la antología de maravillas comprendida entre Jacobello y Tiepolo es de las que se dan raramente en la historia de un pueblo. Menos aún de una ciudad edificada sobre pilotes. De nuevo, la clave de este hecho insólito ha de buscarse y hallarse en la sublime escenografía de la urbe veneciana y en la maravilla de sus contrastes.

Bibliografía

  • J. A. GAYA NUÑO. Escuela veneciana
  • P. MOLMENTI, La pittura veneziana, Florencia 1903
  • L. VENTURI, Le origine della pittura veneziana, Venecia 1907.
  • B. BERENSON, Venetian painting in America, Londres 1415.
  • O. BENESCH, Venetian drawings of the eighteenth century in America, Nueva York 1947.
  • L. COLETTI, Pittura veneziana del quattrocento, Novara 1953.
  • R. LONGHI, Viatico per tinque secoli di pittura veneziana, Florencia 1952.
  • F. M. GODEFREY, Early Venetians Painters 1415-95, Londres 1954.
  • R. PALLUCCHINI, La pittura veneziana del trecento, Venecia 1964.
  • ÍD, Pittura veneziana dei settecento, Venecia 1960.
  • J. TORRES, Maestros venecianos, México 1961.
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