Lisuarte de Grecia

Lisuarte de Grecia

Lisuarte de Grecia, nombre de dos libros de caballerías españoles del siglo XVI, pertenecientes al ciclo iniciado por el Amadís de Gaula:

Lisuarte de Grecia, de Feliciano de Silva (Libro VII de Amadís)

Séptimo libro de la serie de Amadís de Gaula, impreso por primera vez en Sevilla en 1514, con el título de El séptimo libro de Amadís de Gaula, que trata de los grandes fechos en armas de Lisuarte de Grecia. Fu escrita por Feliciano de Silva y en ella se continúa el quinto libro del ciclo amadisiano, Las sergas de Esplandián, pasando por alto el sexto, Florisando.

Este primer libro de Silva fue uno de los más populares del género caballeresco, ya que se reimprimió en Sevilla (1525, 1543, 1548 y 1550), Toledo (1534 y 1539), Estella (1564), Zaragoza (1587) y Lisboa (1596). En sus páginas se narran las aventuras de Lisuarte de Grecia, hijo del Emperador Esplandián y la Emperatriz Leonorina, y de su tío Perión de Gaula, hijo del Rey Amadís y la Reina Oriana, así como los amores que tuvieron respectivamente con las infantas Onoloria y Gricileria, hijas del Emperador de Trapisonda.

Feliciano de Silva prosiguió la acción de su obra en su segundo libro caballeresco, Amadís de Grecia, publicado en 1530.

Lisuarte de Grecia, de Juan Díaz (Libro VIII de Amadís)

Octavo libro de la serie de Amadís de Gaula, cuya única edición salió a la luz en Sevilla en 1526, con el título de El Octavo libro de Amadís: que trata de las extrañas aventuras y grandes proezas de su nieto Lisuarte, y de la muerte del ínclito rey Amadís. Su autor fue el bachiller Juan Díaz y es uno de los los libros de caballerías castellanos menos conocidos y estudiados. La obra relata las hazañas de Lisuarte de Grecia, hijo del Emperador Esplandián de Grecia y la Emperatriz Leonorina, y sus amores con la princesa Elena de Macedonia. De este libro sólo se conocen hoy dos ejemplares, uno en la Biblioteca Nacional de Madrid y otro, muy maltratado, en la Central de Barcelona.

Ya desde 1514 se había publicado el séptimo libro de la serie de los Amadises, también con el título de Lisuarte de Grecia. Este primer Lisuarte, debido a la pluma de Feliciano de Silva, no era continuación del sexto libro amadisiano, Florisando, sino del quinto, Las sergas de Esplandián. Por su parte, en el octavo, el bachiller Díaz no continuó el sétimo, sino el sexto, y de los anuncios hechos al final de éste tomó al aprecer la infortunada idea de incluir en su obra la muerte de Amadís de Gaula. Feliciano de Silva, a quien la aparición del libro de Díaz parece haber disgustado muchísimo, continuó en Amadís de Grecia (1530) la acción del primer Lisuarte, pasando por alto el libro octavo (y lógicamente, también el sexto). El éxito editorial de Amadís de Grecia y de sus continuaciones Florisel de Niquea y Rogel de Grecia, también obra de Silva, aseguró definitivamente el fracaso del binomio constituido por Florisando y el segundo Lisuarte.

Del autor, Juan Díaz, solamente se sabe que era bachiller en cánones. No se conoce ninguna otra obra suya, aunque Pascual de Gayangos y Arce insinuó la posibilidad de que escribiera también el libro de Don Tristán de Leonís el joven, publicado en Sevilla en 1534; pero la hipótesis parece poco plausible, dado que el bachiller Díaz dedicó su obra a Jorge, Duque de Coimbra, hijo extramatrimonial del Rey Juan II de Portugal, mientras que en el segundo Don Tristán es notoria la antipatía del autor hacia todo lo portugués.

El Lisuarte de Díaz, aunque dista mucho de ser una obra maestra, coincide perfectamente con el gusto de los lectores de libros de caballerías de los primeros años de Carlos V, y es además una obra de acción ágil, que todavía hoy puede considerarse como relativamente amena. Es un típico libro de caballerías temprano, con todos los elementos usuales -un protagonista que parece la suma de todas las virtudes, variadas aventuras, encantamientos, amoríos, gigantes y conflictos militares de gran envergadura entre cristianos y paganos-, pero que no atribuye mayor importancia al diálogo y a las cuestiones de estilo, sino que hace énfasis en los episodios propiamente caballerescos o militares. Estas características se encuentran en otros muchos libros de la misma época, y quizá llegaron a tener sus máximas expresiones en el Belianís de Grecia de Jerónimo Fernández y el Espejo de Príncipes y Caballeros de Diego Ortúñez de Calahorra, que gozaron de notoria popularidad, a pesar del éxito logrado por los libros más tardíos de Feliciano de Silva, donde imperaba lo cortesano y se vivía en una artificiosa y enrarecida atmósfera.

El fracaso del segundo Lisuarte resulta explicable por tres motivos. En primer lugar, la circunstancia de continuar la acción de Florisando puede haber sido una notoria desventaja frente a otras obras. El reprimendón y moralizante Florisando, que en algunos aspectos parece más una obra contra la caballería andante que un libro de caballerías, tuvo muy poca aceptación entre el público, y no alcanzó más que una reimpresión. Para el aficionado a los libros de caballerías debía resultar mucho más grato pasar directamente de Las sergas de Esplandián al Lisuarte de Silva, en vez de perder su tiempo con la relación de las aventuras de Florisando, que ni siquiera era descendiente directo de Amadís de Gaula, sino hijo extramatrimonial de su medio hermano Florestán.

También debe haber contribuido al hundimiento del segundo Lisuarte la fecundidad de la pluma de Feliciano de Silva, que se encargó de continuar su propio Lisuarte en Amadís de Grecia, Rogel de Grecia y la Cuarta Parte de Don Florisel de Niquea, obras que en general tuvieron excelente acogida. Frente a esta avalancha de nuevos Amadises, el Lisuarte de Díaz, cuya acción ya no encajaba para nada en la serie, debió suscitar todavía menos interés. Díaz no conoció el primer Lisuarte sino cuando ya tenía muy avanzado el suyo, circunstancia que sin duda le molestó y le obligó a cambiar la numeración de séptimo por octavo. Sin embargo, su fastidio fue mínimo en comparación con la ira que el segundo Lisuarte despertó en Feliciano de Silva, quien posiblemente ya para 1526 tenía bien avanzada la composición del Amadís de Grecia y debió temer que el público amadisiano se inclinase por la serie Florisando-segundo Lisuarte, con lo cual el primer Lisuarte, que aún no había sido reimpreso, hubiera caído en el olvido y quizá no hubiera salido a la luz el Amadís de Grecia. En éste, Silva dedicó furibundas críticas al libro rival e incluso expresó su deseo de que resultase abortivo, lo que en efecto sucedió. En forma parecida reaccionó años más tarde, cuando Pedro de Luján se atrevió a continuar Rogel de Grecia en Silves de la Selva (1546), duodécimo de la serie amadisiana. Silva, que al parecer pretendía el monopolio del ciclo, dedicó severas críticas al libro de Luján en su Cuarta Parte de Don Florisel de Niquea, publicada en 1551 y cuya acción continúa donde había quedado la del Rogel de Grecia, sin tomar en cuenta para nada la de Silves de la Selva.

Algunos eruditos, como Pascual de Gayangos y Arce y Henry Thomas, parecen haber considerado como un elemento importante en la mala acogida que tuvo el Lisuarte del canonista Díaz cierta tendencia a lo moral y religioso; por ejemplo, al final de la obra, algunos importantes personajes de la familia de Amadís ingresan a conventos. Sin embargo, una lectura cuidadosa de la obra demuestra que tales elementos son relativamente raros. El segundo Lisuarte es ante todo y por todo un típico libro de caballerías, que hace ocasionales concesiones a lo religioso, pero que está muy distante de espetar continuamente al lector enseñanzas teológicas y morales, como sí ocurre en Florisando.

Sin embargo, como bien lo apuntaron los mismos Gayangos y Thomas, quizá el peor error del bachiller Díaz y el factor más decisivo en el fracaso de su obra fue el haber incluido en las páginas de Lisuarte de Grecia el fallecimiento y las exequias de Amadís de Gaula. Ruy Páez de Ribera, al final de Florisando, había anunciado que la continuación de su obra incluiría el relato de la muerte de Amadís. Tal vez Juan Díaz consideró como cosa normal que el célebre héroe, como cualquier monarca europeo del siglo XVI, falleciese y fuese enterrado cristianamente cuando ya sus nietos estaban en edad adulta. En Las sergas de Esplandián, Rodríguez de Montalvo había hecho morir a los reyes Perión de Gaula y Lisuarte de Gran Bretaña, padre y suegro de Amadís, mientras el hijo de éste, Esplandián, se hallaba en el cenit de su carrera de armas. Sin embargo, para los fanáticos del ciclo amadisiano, el deceso de su héroe debió ser un crimen imperdonable, del mismo modo que hoy algunos aficionados a ciertas series de televisión que reaccionan con asombrosa vehemencia cuando los guionistas hacen morir a uno de sus personajes favoritos. Diaz no solamente no previó la desfavorable reacción que suscitaría en los lectores amadisianos la muerte del héroe, sino que en vez de hacerlo morir en combate contra los paganos, como los reyes Perión y Lisuarte, dio a Amadís de Gaula una muerte y unos funerales por demás prosaicos, que Gayangos comparó festivamente con los de cualquier gran señor andaluz de principios del siglo XVI. Feliciano de Silva, mejor conocedor de la psicología de sus lectores, hizo de Amadís y la mayor parte de sus parientes personajes prácticamente eternos, que gozaban de excelente salud mientras el mundo contemplaba las proezas de las sucesivas generaciones de la familia. Después de 1526, Amadís de Gaula no volvió a morir, por lo menos en los libros castellanos, aunque sí en una de las obras italianas del ciclo, Esferamundi de Grecia, y quizá también en una obra caballeresca portuguesa, Penalva.

Miguel de Cervantes y el segundo Lisuarte de Grecia

El segundo Lisuarte no aparece mencionado en el Quijote, y dado el escaso interés que ha despertado, parece que los estudiosos han supuesto que Cervantes, que tampoco se refiere al Florisando, no lo conoció. Alonso Quijano, devoto admirador de Feliciano de Silva, parece haber sido un amadisiano ortodoxo, de los que pasaban por alto o no conocían la existencia de los intrusos libros sexto, octavo y dudodécimo. Sin embargo, una lectura cuidadosa de la obra de Díaz permite plantear la hipótesis de que el Príncipe de los Ingenios no sólo conoció el segundo Lisuarte, sino que incluso lo convirtió en modelo para algunos pasajes del Quijote.

Algunos pasajes del Quijote podrían haberse inspirado en el texto de Díaz. Por ejemplo, hay alguna afinidad entre la aventura de los mercaderes (Don Qujiote, I, IV) y el encuentro de Lisuarte de Grecia con los caballeros del pagano rey Rolando (Lisuarte, XXXII). En el Lisuarte aparece brevemente un Caballero de los Leones (cap. LXVI) y hay un episodio que tiene semejanzas con la historia de Cardenio: un caballero inglés llamado Radualdo, víctima de un desengaño amoroso, se retira a vivir a una áspera montaña, donde lo encuentra Lisuarte de Grecia (capítulos LXXVII-LXXIX).

Estos paralelismos podrían ser meramente fruto de la coincidencia. Pero difícilmente lo son las similitudes, casi identidades, que resultan de comparar el encuentro de Lisuarte con Rolandín el músico (capítulo LXXIV) y la aventura del Caballero de los Espejos, relatada en el XII y siguientes de la Segunda Parte del Quijote.

En el texto cervantino, Don Quijote y Sancho duermen al aire libre, cuando el primero es despertado por un ruido. Se levanta y advierte a dos hombres a caballo, uno de los cuales (el Caballero de los Espejos) desmonta y dice al otro (su escudero Tomé Cecial) “Apéate, amigo, y quita los frenos a los caballos; que a mi parecer, este sitio abunda de yerba para ellos, y del silencio y soledad que han de menester mis amorosos pensamientos. ” Cuando el sujeto se tiende en el suelo, Don Quijote escucha el sonido de sus armas, deduce que es un caballero andante y despierta a Sancho. A poco escuchan que el caballero está templando un laúd o vihuela y con una voz “que no era muy mala ni muy buena”, empieza a cantar una canción dedicada a su señora.

En el Lisuarte de Díaz, el héroe y unas doncellas que le acompañan en una ermita ubicada en un despoblado. Las doncellas se duermen rápidamente, pero Lisuarte no logra conciliar el sueño y “...oyó pasos como de caballo a la puerta de la ermita, y estando escuchando oyó la voz de un caballero que decía a su escudero: “Ata esos caballos a las ramas de los árboles que no se vayan y pasan de las yerbas y tráeme mi arpa y vente a esta casa. ” El caballero entró a oscuras en la ermita, y fuese a poner cabe la hermosa sepultura sin ver al caballero ni a las doncellas, y dende a poco llegó su escudero y dióle la arpa y echóse de la otra parte en tierra dura, ca otros lechos en tal albergue no había, y a cabo de gran rato comenzó a dar unos suspiros doloridos, según la fuerza del cruel amor le aquejaba, y tomando su arpa y templándola la comenzó a tañer y a hacer tan dulce son que era maravilla, y cantaba juntamente con tanta dulzura que el caballero estaba espantado y recibía mucha consolación en lo oír, y el caballero cantaba esta canción...”

En el Quijote, después de cantar, el Caballero del Bosque lanza un “¡ay!” y con voz doliente y lastimada se queja de la ingratitud de Casildea de Vandalia, a la que ha hecho que confiesen como la mujer más hermosa del mundo todos los caballeros navarros, leoneses, tartesios, castellanos y manchegos. Esto último hace pensar a Don Quijote que el caballero disvaría, porque él nunca ha confesado ni confesaría cosa tan perjudicial a la belleza de su señora Dulcinea, y así se lo dice a Sancho. El del Bosque escucha sus voces y pronto entabla conversación con el caballero manchego, pero como afirma haber vencido a don Quijote, éste lo desmiente y termina desafiándolo. Su interlocutor acepta el reto pero sugiere esperar la llegada del sol, “...porque no es bien que los caballeros hagan sus fechos de armas, a escuras como los salteadores y rufianes...”

En la obra de Díaz, cuando el caballero desconocido termina de cantar, comienza a lamentarse entre suspiros, dirigiéndose a su señora la Reina de Leonís y diciendo, entre otras cosas, “...vos sois sola aquélla que en hermosura, linaje y virtud en el mundo igual no habéis, y así lo haré yo conocer por vuestro servicio a todo caballero que lo contrario dijere en cuanto esta poca vida me durare...”. Lisuarte, “viendo que lo que aquel caballero decía no era servicio de su señora” (la princesa Elena de Macedonia), reacciona airadamente y lo desafía. El otro le dice que la llegada del día no tardará “y entonces será nuestra batalla a razón conveniente, que si tú sueles combatir de noche será porque ninguno vea tu poco valor y no publique tu mengua...”

Los paralelismos continúan cuando llega la aurora. En el Quijote se hace una puntillosa descripción del amanecer y del cantar de los pajarillos, al estilo clásico de los libros de caballerías; en el Lisuarte se dice “como rompió el alba fue el cantar de las aves tan dulce en los árboles de la ermita que era placer de lo oír…” Don Quijote mira a su rival, y aunque no puede verle el rostro por tener ya puesta la celada, nota “...que era hombre membrudo, y no muy alto de cuerpo” y juzga que debe ser “de grandes fuerzas”. El contendiente de Lisuarte de Grecia es descrito como “grande de cuerpo y bien tallado, y había grandes espaldas, por la cual razón parecía en sí haber mucha fuerza.” Antes de iniciar el combate, el Caballero de los Espejos (o del Bosque) recuerda a Don Quijote que, según han acordado, el vencido ha de quedar a merced del vencedor, y el manchego lo confirma; el rival de Lisuarte le dice a éste “Caballero, ya sabéis qué habéis dicho y la batalla que ende tenemos aplazada sea con tal condición si os place que el vencedor quede con su razón por verdadera y el vencido por el contrario.”

El enfrentamiento del Caballero de los Espejos y Don Quijote es breve y veloz; el caballo del primero se para en mitad de la carrera, y el campeón de Dulcinea encuentra a su rival con tanta fuerza que lo derriba. La caída lo hace quedar inconsciente. Don Quijote desmonta y quita a su rival “...las lazadas del yelmo para ver si era muerto”. Ver el rostro del bachiller Carrasco le causa una lógica sorpresa y lo atribuye a la acción de los encantadores, pero al notar que el de los Espejos vuelve en sí, le pone la punta de su espada en el rostro y le dice que es muerto, a menos que confiese que Dulcinea aventaja en belleza a Casildea de Vandalia y que prometa además ir al Toboso y presentarse ante su señora, a lo cual se aviene el derrotado.

Lisuarte de Grecia también derriba rápidamente a su oponente, y éste echa la culpa de la caída a su caballo; se enfrentan con las espadas y a poco el griego le da tal golpe al otro que lo derriba en el suelo sin sentido. Lisuarte se acerca al caído “...y cortóle los lazos del yelmo y sacó de la cabeza y púsole la punta del espada en el rostro y él volvió en su acuerdo, y alzando los ojos vio su enemigo sobre sí con la espada desnuda y hubo pavor de muerte. El caballero le dijo: “Caballero, dados por vencido y desdecíos de la mentira que dijistes o muerto sois.” El héroe griego también obliga al vencido (que es Rolandín el músico, hijo del rey de Organia) a comprometerse a ir a la corte de Amadís de Gaula y presentarse ante éste.

La acción de las obras de Díaz y Cervantes continúa por derroteros muy diferentes. Sin embargo, los pasajes antes comentados permiten suponer que Cervantes conoció bien el Lisuarte de Díaz y a lo mejor hasta lo tenía a la vista, a pesar de que a principios del siglo XVII ya debía ser una obra bastante rara.

Los estudiosos de los libros de caballerías apenas han reparado en el segundo Lisuarte. Gayangos lo debe haber leído sin mayor atención, ya que no menciona en absoluto el episodio de Rolandín. Diego Clemencín, que no tuvo oportunidad de consultar la obra de Díaz, citó como posibles fuentes de la aventura del Caballero de los Espejos un episodio de Olivante de Laura, otro de Leandro el Bel y especialmente el relatado en el capítulo del Lisuarte de Silva. Pero si se comparan con detenimiento la aventura del caballero de los Espejos y los episodios de ambos Lisuartes, es bien visible que las páginas de Cervantes se asemejan mucho más a las de Díaz que a las de Silva. En el primer Lisuarte, mientras el héroe griego pasa una noche en despoblado, oye llegar a un caballero solo, que desmonta y dedica una alabanza a una dama sin par. Lisuarte considera esta expresión injuriosa para su señora (Onoloria de Trapisonda) y desfía al desconocido. En plena noche, los caballeros se enfrentan a pie con sus espadas, pero al llegar el alba el combate se interrumpe cuando descubren sus identidades: el desconocido es Perión de Gaula, tío de Lisuarte.

En el relato de Silva, Perión de Gaula anda solo, no canta, combate a pie y de noche, y el enfrentamiento no concluye. En el segundo Lisuarte, Rolandín, al igual que el Caballero del Bosque o de los Espejos, va acompañado de un escudero, dedica una emotiva canción a su señora (cuyo texto se incluye tanto en el Quijote como en el Lisuarte de Díaz), pide a su oponente que combatan de día y protagoniza el enfrentamiento a caballo. Como el héroe de Díaz, Don Quijote derriba a su oponente, le mira el rostro y al notar que vuelve en sí le pone la punta de la espada en la cara, le obliga a reconocer su derrota y lo envía ante Dulcinea del mismo modo que Lisuarte ordena a Rolandín que se presente ante el rey Amadís.

Incluso ciertos pasajes del episodio cervantino (por ejemplo, las referencias a la calidad de la voz del Caballero de los Espejos, a su apariencia y a los defectos de su cabalgadura) cobran mayor sentido humorístico si se les compara con los escritos en serio por Díaz con respecto a Rolandín el músico. Nada de eso resulta de la comparación con el texto de Silva.

Es, pues, posible que Cervantes, cuya familiaridad con los libros de caballerías cada vez resulta más evidente, haya conocido bien el Lisuarte de Juan Díaz y que de éste derive directamente la aventura del Caballero de los Espejos.


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