- Desastre de Boroa
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Desastre de Boroa
Desastre de Boroa Parte de Guerra de Arauco Fecha septiembre a noviembre de 1606 Lugar Araucanía Resultado Victoria mapuche Beligerantes Imperio Español Mapuches Comandantes Juan Rodulfo Lisperguer Aillavilu y Paillamacu Fuerzas en combate Posiblemente 200 a 250 3.000 a 6.000 guerreros Bajas Todos muertos Desconocidas El llamado desastre de Boroa o Batalla de Palo Seco sucedió en el año 1606 entre mapuches y españoles, venciendo los primeros.
La batalla se produjo cuando una guarnición española al mando del capitán Juan Rodulfo Lísperguer fue emboscada al salir del fuerte por entre 3.000 a 6.000 guerreros mapuches ocultos en los bosques ceranos muriendo todos los hispanos.
Contenido
Causas
García Ramón se manifestó resuelto a permanecer todo ese invierno en Concepción para dar empuje a los aprestos militares y para vigilar más de cerca los negocios de la frontera. Su celo por llevar prontamente a cabo la proyectada conquista, se avivó grandemente con una decisión emanada del jefe supremo de la Iglesia Católica. Se sabe que en años atrás se había discutido muchas veces entre los teólogos y letrados si había razón y justicia en hacer la guerra a los indios rebelados, y que en más de una ocasión estos debates habían dificultado las operaciones militares. Felipe III acababa de dirigirse al Papa; y Paulo V en el primer año de su pontificado, había resuelto la cuestión, concediendo muchas indulgencias a los militares que hacían la guerra contra los indios de Chile. Estas gracias produjeron gran contento entre los piadosos soldados que en medio de tantas miserias y penalidades, peleaban sin descanso por la causa de la conquista. «Así mismo, escribía García Ramón, se recibió el breve de las grandísimas indulgencias que Su Santidad concedió a los que servimos a Vuestra Majestad en esta guerra, lo cual se estima y venera por la obra de más piedad y bien que podíamos recibir, con que quedan todos los soldados tan contentos y animados que es para dar gracias a Dios y a Vuestra Majestad las damos todos por tantos beneficios como se sirve hacernos. Yo quedo con esto contento en sumo grado, porque echo de ver por ello que está ya justificada la guerra que aquí se hace a estos bárbaros, a lo que muchos que la miraban de lejos, no se podían persuadir.
Pero las indulgencias concedidas por el Papa, si bien contentaron sobremanera a los soldados españoles, no debían ejercer gran influencia en la suerte de la guerra. Los indios, sin tener noticia de la execración pontificia lanzada contra ellos, y que en ningún caso habrían respetado ni comprendido, seguían impertérritos en su plan de resistencia a todo trance. Las tribus de la región de la costa, que aceptaron la paz ofrecida primero por Ribera y enseguida por García Ramón y por el padre Valdivia, habían vivido siempre más o menos inquietas, pero siempre contenidas por las fuerzas relativamente considerables que los españoles tenían en esos lugares. Pero a pesar de que estas guarniciones se habían engrosado, y se mantenían en constante vigilancia, en los primeros días de agosto de 1606, aquellas tribus, incitadas seguramente por las de Purén, se pronunciaron en abierta rebelión. El coronel Pedro Cortés, que tenía el mando superior de las fuerzas españolas de esa región, se vio obligado a salir de nuevo a campaña a pesar de lo poco favorable de la estación, sin conseguir ventajas considerables sobre los indios.
La insurrección, sin embargo, seguía tomando cuerpo, y se hizo más poderosa en el interior. En Boroa, la plaza de San Ignacio se había sostenido bien durante todo el invierno. El capitán Juan Rodulfo Lisperguer, que mandaba su guarnición, hizo varias salidas por los alrededores, consiguió rescatar unos pocos cautivos españoles y tomar algunos indios prisioneros y no pocas provisiones. Entrando en tratos por medio de estos prisioneros con los caciques de esa comarca, llegó a lisonjearse con la esperanza de reducirlos a la paz. En el fuerte no faltaban los víveres; pero aquel estado de guerra imponía a su guarnición una fatiga constante. Algunos soldados, sea porque hubiesen recibido agravios de sus jefes, o porque quisieran verse libres del servicio que estaban obligados a hacer, se fugaron de la plaza y fueron a reunirse a los enemigos, dándoles consejos e informes que habían de ser fatales a los españoles.
La emboscada
En septiembre se había reconcentrado en aquellas inmediaciones un cuerpo considerable de indios, venidos, al parecer, de varias partes del territorio, y especialmente de Purén y de Tucapel. Las relaciones contemporáneas hacen subir su número a seis mil hombres de a pie y de a caballo, y les dan por jefes a los caciques Aillavilu y Paillamacu, y a un mestizo desertor llamado Juan Sánchez. Los españoles, sin sospechar el peligro que los amenazaba, continuaron haciendo salidas con más o menos precauciones. En una de esas salidas, encendieron una pira de leña a un cuarto de legua del fuerte y la dejaron ardiendo para volver en pocos días más a recoger el carbón, que les hacía falta. Advertidos de esto, los indios se colocaron cautelosamente en los bosques inmediatos, y con aquella vigilancia que sabían usar en este género de empresas, se mantuvieron quietos esperando el momento oportuno para el ataque.
No tardó en presentárseles la ocasión que buscaban. El 29 de septiembre (1606), Lisperguer salía de la plaza con ciento cincuenta soldados591, y se dirigía a hacer cargar el carbón que debía hallarse preparado. Antes de mucho rato, sus avanzadas fueron acometidas por los indios; pero rompiendo sobre estos los fuegos de arcabuz, no tardaron en hacerlos retroceder. Sin embargo, el grueso de las fuerzas españolas llevaba apagadas las mechas; y los bárbaros, notando prontamente este descuido de sus contrarios, cargaron de golpe sobre ellas, y atropellándolo todo con sus lanzas y macanas, las fraccionaron en pequeños grupos. En esas condiciones, era imposible hacer una resistencia ordenada. A pesar de esto, los soldados españoles se defendieron con el valor heroico que infunde la desesperación; pero agobiados por las masas compactas de indios, sucumbían uno tras otro bajo los formidables y repetidos golpes que se les dirigían por todos lados. Lisperguer animaba a los suyos con su voz y con su ejemplo, y cuando le mataron su caballo, siguió peleando a pie. Recibió una lanzada en el pescuezo y un macanazo en la cabeza que le destrozó la celada, y al fin cayó acribillado de golpes y de heridas. Pasados los primeros momentos de resistencia, la jornada se convirtió en una espantosa carnicería. El campo quedó cubierto de cadáveres destrozados. Ni uno solo de los españoles consiguió volver al fuerte; y aparte de diez o quince que quedaron prisioneros, todos los demás fueron sacrificados por los implacables vencedores. Por el número de los muertos, era aquél el mayor desastre que jamás hubieran sufrido los españoles en Chile.
El asedio
Las tropas que habían quedado de guarnición en el fuerte de San Ignacio, pasaron algunos días sin tener noticia cabal de la derrota y muerte de sus compañeros. El hecho de no volver la columna que había salido al campo, y la arrogancia de los indios que se acercaban a las trincheras con aire de triunfo, hacían comprender claramente que Lisperguer había sufrido un gran descalabro; pero no era posible calcular toda su magnitud. En esas circunstancias habría sido la mayor de las imprudencias el hacer una salida para recoger noticias. Por fin, un día se presentó en el fuerte el alférez Alonso Gómez, que había asistido a la batalla. Prisionero de los indios, había logrado escaparse de sus manos, y podía dar a los suyos los más amplios informes sobre todo lo ocurrido en aquella terrible jornada. Esos informes dejaban presentir que la plaza, sin poder comunicarse con los otros establecimientos españoles, estaba condenada a ser el teatro de las angustiosas calamidades de que ofrecía tantos ejemplos aquella guerra desapiadada e interminable.
Sin embargo, no faltó el ánimo a los españoles que defendían el fuerte, por más que los víveres no fueran abundantes y que hubiese muchos soldados enfermos e impedidos para empuñar las armas. Por falta de otro jefe de mayor antigüedad, tomó el mando de esa gente el capitán Francisco Jil Negrete, joven de veinticinco años, llegado a Chile con el refuerzo que vino de España el año anterior, pero preparado para la guerra por buenos servicios prestados en Flandes. Comenzó por reducir el fuerte a la sola porción que podía defender con las escasas tropas que tenía, mantuvo incesantemente la más activa vigilancia, rechazó con ventaja dos atrevidos ataques de los bárbaros y se mantuvo firme en su puesto durante dos meses enteros de asedio, de asechanzas y de privaciones. Sin embargo, ese puñado de valientes parecía destinado a sucumbir en un tiempo más o menos largo, en un desastroso combate o en medio de los horrores del hambre. Tras un feroz asalto los mapuches tomaron el fuerte y masacraron a los sobrevivientes.[1]
Referencias y notas de pie
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