Limbo (teología)

Limbo (teología)
Cristo en el limbo.

En la tradición católica, el limbo es el estado o el lugar temporal de las almas de los buenos creyentes que han muerto antes de la resurrección de Jesús (limbo de los patriarcas), y el estado o lugar permanente de los no bautizados que mueren a corta edad sin haber cometido ningún pecado personal, pero sin haberse visto librados del pecado original mediante el bautismo (limbo de los niños). Teóricamente, al menos según algunas interpretaciones, y a pesar de su nombre, también irían a éste aquellos adultos que, no habiendo cometido pecado personal alguno, no hubieran tenido la oportunidad de conocer la doctrina cristiana ni ser bautizados; aunque el estado de concupiscencia provocado por el pecado original haría muy remota la posibilidad de que un caso así haya llegado a darse.

El significado de «limbo» es ‘borde’ u ‘orla’, y penetró en el lenguaje cuando se quiso indicar que los niños muertos sin pecados personales van a residir en la región fronteriza del infierno, en una especie de nivel superior, adonde no les alcanzaría el fuego. Aunque popularmente se entiende como un sitio «al que las almas van», desde el punto de vista teológico el concepto nunca estuvo completamente definido; era lo que en teología se conoce como teologúmeno. En realidad, el limbo nunca fue declarado dogma por la Iglesia (como sí lo fue el Purgatorio) si bien esta creencia fue ampliamente difundida en el mundo católico. Sí fue declarado dogmáticamente que el pecado original merece las penas del infierno, y que sólo a través del bautismo, en cualquiera de sus formas, puede ser perdonada la culpa que lo acompaña.

Historia

La primera doctrina en ser fijada respecto al destino de los no bautizados fue desarrollada por San Agustín, en el marco de su oposición a la doctrina pelagiana del pecado original, que por su iniciativa fue declarada herética en el Concilio de Cartago (418). Según sus conclusiones, el pecado original merece las penas del infierno, incluidos sus tormentos, por sí solo, y los niños no bautizados no pueden tener otro destino, aunque el propio Agustín afirmaba su convicción de que sólo debían sufrir allí una pena levísima («Mitissima sane omnium poena»), limitada para algunos a la mera privación de la visión beatífica (visión de Dios). La doctrina fue reafirmada en los concilios segundo de Lyon (1274, Denzinger: 464) y de Florencia (1439-1445, Denzinger: 693).

El término limbo fue introducido por Alberto Magno, y la generalización de la doctrina de un lugar específico para los niños, a sumar a las otras mansiones (cielo, infierno, purgatorio y limbo de los patriarcas) se debe a la influencia de Santo Tomás, su discípulo. Nunca fue incorporada al dogma, pero sí administrada luego como una creencia común en las enseñanzas de la Iglesia y figura, por ejemplo, en el catecismo de Ripalda (1616). Los jansenistas, reviviendo la doctrina de Agustín de Hipona, se opusieron al molinismo, las posiciones del jesuita Luis de Molina, acusándole de recuperar la herejía pelagiana, al negar el debido castigo de los infantes no bautizados, y acusando a la teología escolástica de incurrir en pelagianismo por predicar su existencia. El enfrentamiento entre agustinos y jansenistas, por un lado, y jesuitas escolásticos, por otro, terminó cuando Pío VI condenó el jansenismo, no por defender la teoría agustiniana, sino por declarar herética la doctrina del limbo, estableciendo así definitivamente el derecho de los teólogos a defenderla tanto como a la de San Agustín (Denzinger: 1526).

A partir de entonces, la doctrina del limbo ha sido la enseñada regularmente por la Iglesia, aunque no está presente en el Catecismo Romano de Trento, vigente durante cuatro siglos, que expresa la doctrina agustiniana. Los catecismos populares en los siglos XIX y XX, como el del padre Ripalda, mencionan el limbo de los niños como uno de «los infiernos», junto al purgatorio, el limbo de los patriarcas y el infierno de los condenados. Los catecismos modernos, como el de Baltimore, no hacen mención expresa de su nombre, pero, a diferencia del Catecismo de Trento, describen o especulan acerca de un destino especial para los niños muertos sin bautismo («algún lugar semejante al limbo [de los patriarcas]», dice el catecismo de Baltimore).

El vigente Catecismo de la Iglesia Católica (1992), resumen oficial de la doctrina de la Iglesia, dice respecto a este tema:

En cuanto a los niños muertos sin Bautismo, la Iglesia sólo puede confiarlos a la misericordia divina, como hace en el rito de las exequias por ellos. En efecto, la gran misericordia de Dios, que quiere que todos los hombres se salven y la ternura de Jesús con los niños, que le hizo decir: "Dejad que los niños se acerquen a mí, no se lo impidáis" (Mc 10, 14), nos permiten confiar en que haya un camino de salvación para los niños que mueren sin Bautismo. Por esto es más apremiante aún la llamada de la Iglesia a no impedir que los niños pequeños vengan a Cristo por el don del santo Bautismo.
Catecismo, 1261

No expresa pues la doctrina tomista del limbo, pero sí hace referencia a un posible destino especial, que en la forma adoptada («un camino de salvación»), los situaría en el cielo y no en el infierno, en contra de lo que es doctrina de fe (doctrina credenda) desde el siglo V.

El 19 de abril de 2007, la Comisión Teológica Internacional, que fue presidida por Joseph Ratzinger hasta su elección como papa Benedicto XVI, publicó un documento teológico ―que no constituye magisterio pero se emite con la autoridad del Vaticano― que subraya que la existencia del limbo de los niños no es una verdad dogmática, sino solamente una hipótesis teológica, entre otras. El documento considera, como otros muchos en la historia de la Iglesia Católica, un misterio el destino preciso de los niños sin bautizar, expresando la esperanza de encontrar en el futuro una solución teológica que permita creer en su salvación: «Todos los factores que hemos considerado [...] dan serias bases teológicas y litúrgicas a la esperanza de que los niños muertos sin bautismo estén salvos y gocen de la visión beatífica». Ya en las reformas litúrgicas que siguieron al Vaticano II, se había establecido un rito específico para el sepelio de los niños no bautizados.

Bibliografía

  • Enrique Denzinger: El magisterio de la Iglesia. Barcelona: Herder, 31.ª edición, 3.ª reimpresión, 1963.

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