Batalla de Tudela

Batalla de Tudela

Batalla de Tudela

42°03′17.73″N 1°36′58.79″O / 42.054925, -1.616330642°03′17.73″N 1°36′58.79″O / 42.054925, -1.6163306

Batalla de Tudela
Parte de Guerra de la Independencia Española, dentro de las Guerras Napoleónicas
Bitwa pod Tudela.jpg
Batalla de Tudela. Óleo sobre lienzo de January Suchodolskia, 1827, Museo Nacional de Varsovia

Fecha 23 de noviembre de 1808
Lugar Tudela, España
Resultado Victoria Francesa
Beligerantes
Bandera de Francia. Primer Imperio Francés Flag of Spain (1785-1873 and 1875-1931).svg Reino de España
Comandantes
Mariscal Lannes Francisco Javier Castaños
José de Palafox y Melci
Conde de Villariezo
Mariscal Juan O'Neylle
Mariscal Lapeña
Pedro Grimarest Oller
Fuerzas en combate
30.000 infantes,
5.000 caballos,
60 cañones
33.000 entre regulares y milicianos
Bajas
44 muertos,
513 heridos,
21 oficiales.
4.000 muertos,
3.000 prisioneros,
30 cañones,
300 oficiales
(12 coroneles)

La Batalla de Tudela fue una batalla de la Guerra de la Independencia Española combatida en los alrededores de dicha ciudad el 23 de noviembre de 1808. El resultado de la batalla fue la completa victoria francesa, al mando del Mariscal Lannes, sobre las tropas españolas, comandadas por el General Castaños.

Cerca de 33.000 soldados y milicianos españoles intentaron cercar a los 30.000 franceses de Lannes, pero fueron severamente derrotados. Las bajas españolas se calculan en torno a los 4.000 muertos y 3.000 prisioneros, mientras que por parte francesa no llegan a 600 los muertos y heridos.

Esta es una de las batallas cuyo nombre fue grabado en el Arco de Triunfo parisino.

Contenido

Parte francesa

Comandantes franceses

Unidades del ejército

  • Divisiones de infantería:
  • Caballería formada por:

Parte española

Comandantes españoles

Unidades del ejército

  • Batallones Caro y Pinohermoso
  • División Roca
  • 4ª división del Mariscal Lapeña
  • 5ª división del General Castaños
  • 3 divisiones al mando del General Grimarest
  • Regimiento Sicilia Nº 67[1]

El campo de batalla

Esquema de las posiciones españolas — Santa Bárbara: División Lapeña

Es la zona comprendida entre Tudela y los montes cercanos que se encuentran a su izquierda, el frente español sería: cerro de Santa Bárbara, Tudela, Torre Monreal, Santa Quiteria, Cabezo Maya, cerro donde se encontraba la ermita de San Juan de Calchetas, y las poblaciones de: Urzante (desaparecida), Murchante, Cascante. Y como foso natural entre los franceses y los españoles está el río Queiles, afluente del Ebro.

Los franceses avanzaron desde los montes que se encuentran enfrente de las líneas españolas, los Montes de Cierzo, hacia las tropas españolas (éstas estaban parapetadas), no fue una batalla a campo descubierto.

Cronología de la batalla

Preliminares

Mariscal Lannes
General Francisco Javier Castaños

Quedaba por aniquilar la derecha española, el ejército de Castaños que llamaban «del Centro» y que unido al de reserva de Palafox ocupaban con el primero Calahorra y a la derecha del Ebro hasta cerca de Lodosa, y el segundo la línea del Arga y confluencia del Aragón, frente a Falces, Peralta y Milagro, donde estaban situadas las fuerzas de Moncey.

Napoleón ordena el 18 de noviembre a Jean Lannes que avance hacia Tudela con el siguiente plan: el 21 a Lodosa, el 22 a Calahorra y el 23 a Tudela. Cuando llega a Logroño, ordena a Moncey que atraviese el Ebro por Lodosa para juntarse con él y unir las fuerzas. Una vez en Lodosa, organiza las fuerzas de las que dispone.

Mientras el enemigo organizaba su ofensiva tan rápida y cautelosamente, nuestros ejércitos del Ebro se encontraban en las peores condiciones para aspirar a la victoria. «Ni por su calidad, ni por su fuerza pueden competir con las aguerridas y numerosas tropas del enemigo»,[2] esto en cuanto a las tropas, por lo que hace a los jefes entre Castaños y Palafox había grandes desavenencias: no lograban ponerse de acuerdo en las operaciones. Palafox, orgulloso por la defensa de Zaragoza, se creía tanto o más que su compañero.

Castaños había reclamado el mando único a la Junta Suprema Central que ésta tarda en otorgarle. Cree que el frente que ha pensado entre las faldas del Moncayo y el Ebro, unos 50 km, puede parar el avance del ejército francés, pero en lugar de los 80.000 hombres prometidos, sólo contaba con 26.000 soldados.

Juan O'Neylle poseía el resto de las fuerzas españolas, pero éstas se encontraban en Caparroso y Villafranca. Castaños manda un emisario con una carta a este general pidiéndole que vengan a Tudela lo antes posible, ya que los franceses están en marcha y llegarán de un momento a otro. El emisario llega a Caparroso a las 5 de la tarde del 21 de noviembre. O'Neylle lee la carta y le responde:

«Comprendo bien lo crítico de la situación, pero mi jefe natural es Palafox y este me ordenó que mantuviera esta posición; no obstante, estoy dispuesto a marchar hacia Tudela con mis 20.000 hombres, pero será mañana, ya que ha anochecido. Ahora mismo mando un despacho a Palafox para qué me diga a qué órdenes he de atenerme».

El 22 de noviembre se distribuyeron las fuerzas españolas:

  • En Tarazona estaba Grimarets al mando de tres divisiones de 13.000 a 14.000 soldados en total, con su vanguardia destacada en la ruta de Ágreda por donde se supone que vendría el enemigo de un momento a otro.
  • En Cascante se encontraba la 4ª división del general Lapeña con 8.000 hombres, andaluces en su mayoría, que habían participado en la Batalla de Bailén.
  • En Ablitas establece su cuartel general Castaños, piensa cubrir el espacio desde Cascante al Ebro con su 5ª división y con los refuerzos de Mariscal O'Neylle y Felipe Augusto de Saint-Marcq, cuya llegada espera con nerviosismo.

Aquella misma tarde, las unidades de Aragón comenzaron a concentrarse en el término llamado Traslapuente (al otro lado del Ebro de donde se situaba el ejército de Castaños), pero no cruzaron el puente, acamparon allí mismo, pues tenían órdenes de no cruzarlo... hasta que Palafox no se lo ordenase. Castaños se encolerizó, no podía ser, los franceses a punto de llegar y los refuerzos no estaban en su puesto de combate.

Cuartel general de Castaños — Palacio del Marqués de San Adrián

Palafox, apremiado, calla, pero no otorga. Castaños ante esta actitud que pone en peligro la defensa y la vida de miles de hombres, convoca un consejo de guerra en Tudela, en el palacio del Marqués de San Adrián, donde se reunieron Palafox (que llegó el día anterior de Zaragoza), se juntó con su hermano Francisco Palafox, el general Coupigny y un observador inglés, Sir Thomas Graham.

Hubo de todo menos consenso: «En aquella noche fatal», dijo un historiador, «hubo juntas, choques, y todo menos una providencia capaz de salvar los ejércitos».

Palafox se oponía al establecimiento de la línea del Queiles, basándose en que no disponían de los suficientes hombres para resistir al enemigo. Lo mejor era retirarse a Zaragoza y defender Aragón. «¡España, hay que defender a España!», exclamó Castaños. «Tenemos que estar unidos ante el enemigo».

Así estuvieron gran parte de la tarde noche del 22 de noviembre. Al filo de media noche reciben los primeros avisos de que los franceses habían tomado ya Corella y Cintruénigo. La noticia cae como una bomba entre los reunidos, y enseguida cundió por toda la ciudad y, a decir por los testigos, fue de constante alarma.

«¡Que O'Neylle pase ya el Ebro inmediatamente, el enemigo viene hacia nosotros!». Palafox, terco, se aferraba en sus trece. Entonces Castaños le llamó cobarde, empezaron los reproches, uno y otro se apostrofaban con los epítetos más crudos. «Espectáculo bochornoso», dice un historiador, no atreviéndose a detallar la escena.

Al final, Palafox, con un gran dolor en su estima, cede y ordena que pasen el Ebro las fuerzas, pero que quede escrita la opinión de cada uno.[3]

23 de noviembre, la batalla

Con los primeros rayos de luz, comienzan a cruzar los 360 m del puente sobre el río Ebro las fuerzas del ejército de reserva, aragoneses en su mayoría, con algunos voluntarios navarros. Su ropa pardusca, y equipada a la buena de Dios, con más ardor que disciplina y más aspecto de pueblo en armas que de ejército regular. Unas semanas antes, el coronel de uno de los batallones, se quejaba de que «Su gente solo tenía camisa y calzoncillos y de que los fusiles eran inservibles».

Al atravesar las tropas Tudela aún de noche, y al ser las calles del casco antiguo muy estrechas, fue una ardua tarea, se armó un gran jaleo, obstruyeron las callejuelas. Por estas y por la tardanza en entrar en la ciudad, los soldados tardaron en ocupar las posiciones a las que habían sido asignadas, es decir, entre Santa Quitería y Cabezo Maya, una gran extensión de terreno que estaba sin proteger.

Mientras el mariscal francés, Lannes, que no perdía el tiempo, se acercaba ya a las inmediaciones de la ciudad, desde los montes de Cierzo, el sol despuntaba ya. Lannes se extrañó de que no hubiera ningún tipo de vigilancia y de que el enemigo no apareciese por ninguna parte.

Un informe español de la época decía: «En Tudela no había un cuerpo avanzado, ni un solo centinela». A lo que añade el historiador José Muñoz Maldonado: «Se sabía con certeza la aproximación del enemigo y no se tomó ninguna providencia, ni para dar ni para evitar la batalla».[4]

Mientras el refuerzo terminaba de cruzar el puente y se arreglaba algo el «tráfico» de tropas, carruajes, cañones y caballería por las calles de la ciudad, se oyeron los primeros estruendos de fusilería y cañonazos por parte del ejército francés. Esto puso fin a la disputa de Castaños y Palafox: ¿Resistir? ¿Retirarse?. A toda prisa fue preciso adoptar disposiciones defensivas.

«Eran las 7 de la mañana», dice un testigo, «cuando los primeros franceses aparecían dueños del castillo» (monte de Santa Bárbara, un cabezo que está sobre la ciudad). Según Yanguas (historiador de aquella época), fue a las 8 cuando se tuvo en la ciudad el primer aviso de la cercanía de los franceses y de los preparativos de la lucha.

Las primeras acciones

Plano del desarrollo de la batalla

Según comentó el general Castaños en su informe: «Francisco Palafox quiso salir con su ayudante por la calleja que le pareció más corta para descubrir al enemigo y se encontró de manos a boca con una patrulla de Dragones franceses, al revolver la última esquina, por lo que tuvo que volver a grupas muy aprisa».[5]

Gracias a que las callejuelas estaban llenas de soldados españoles, aún tardaron en entrar a la ciudad. Según otro testigo: «El ejército de reserva empezó la acción dentro de la ciudad. Los levantinos de la división Roca acometieron bravamente a la bayoneta, consiguieron desalojar a las patrullas enemigas de la cumbre de Santa Bárbara».

Una vez dueños del cabezo que domina Tudela, los batallones Caro y Pinohermoso desplegaron por las faldas del mismo, tomando posiciones en los cerros cercanos, frente a la meseta denominada Puntal del Cristo, donde ya para entonces se descubría el grueso de las fuerzas francesas de Maurice-Mathieu.

Los voluntarios de la división de Saint-March se disponían a ocupar las alturas de la vega del río Queiles (Monte San Julián, hoy cementerio y el cabezo de Santa Quitería).

O'Neylle con la mayor parte de las tropas aragonesas trataba de organizarse a espaldas de la ciudad, sobre la carretera a Zaragoza, en espera de las órdenes del general Castaños en quien resignaron el mando en este momento supremo.

Entre las ocho y las nueve se sucedieron en Tudela la sorpresa y la reacción, La sorpresa fue audaz, la confusión atroz, pero la reacción fue rabiosa y enérgica, aún hecha en las peores condiciones.

A este frustrado golpe del enemigo siguió una tregua de relativa calma. Fue al cabo de esta tregua cuando el mariscal galo concibió el plan de batalla, en vista de sus observaciones sobre el campo español, y en vista de todo de la gran cantidad de fallos, que fueron muchos y garrafales.

Despreció al ejército que se encontraba en Tarazona y se centró en la línea que va desde Tudela a Cascante, el más vital y desguarnecido.

Las primeras decisiones de Lannes se centraron estos objetivos: Atacar parcialmente el flanco derecho español (Tudela); reconocer y profundizar el centro (montes de la orilla del Queiles hasta Urzante), para lo cual dejó en reserva las divisiones Morlot y Granjean, y tercero: lanzar la masa de su caballería contra los de Cascante para evitar que el general Lapeña corriese hacia Tudela sus líneas y para dar tiempo a que llegara la División Lagrange que pensaba enfrentar a los andaluces.

Y aquí empieza la famosa batalla de Tudela, que por unos errores, por unos desacuerdos entre generales españoles y el mal estado del armamento de las tropas españolas... comenzó a las 9, se generalizó a las 10 y había de tener un desenlace rápido y funesto a las 3 de la tarde.

La división Maurice-Mathieu fue la primera en atacar las posiciones españolas: la colina de Santa Bárbara donde se encuentran los restos del castillo medieval, residencia de monarcas navarros y que se alza a los pies de Tudela, mientras se quedó en reserva la División Musnier en la meseta denominada Puntal del Cristo.[6]

Conforme a tales órdenes, los generales Mauricie-Mathieu y Habert formaron en columna de ataque y acometieron a los españoles, precedidos de un batallón de tiradores. Mathieu iba a la cabeza de un regimiento del Vístula y Habert al frente del 14º de línea. Eran dos viejos regimientos que habían combatido en Eylau, «para los cuales las batallas contra los españoles no suponía cosa espantable», decía Thiers.

El choque sobrevino poco después de las 9 de la mañana. Tuvo lugar en los tres cerros de las estribaciones de Canrraso que se extiende frente a Tudela[7]

Recreación de la batalla en el cerro de Santa Bárbara, con la torre de la catedral al fondo

Ante este ataque, Castaños reforzó el castillo (Santa Bárbara) con aragoneses que habían cruzado el puente. «Los aragoneses» —escribe Thiers— «más bravos y entusiastas que el resto de la nación, comprometidos por anteriores demostraciones, estaban obligados a mantenerse y luchar con encarnizamiento». Y añade: «Tras de haber empleado muy bien su artillería contra los franceses, les disputaron una a una las alturas, matándoles un elevado número de hombres».

Al cabo de una hora de intenso fuego, los batallones Caro y Pinohermoso, muy diezmados, se replegaron, despacio y ordenadamente, al abrigo del resto de la División que ocupaba la cumbre del Castillo. Los que los perseguían fueron recibidos desde ésta con fuego de fusil y con el de dos piezas de artillería, y desistieron de su intento, escarmentados.

En esta acción y en las que siguieron por esta parte a lo largo del día participó activa y valerosamente la mujer tudelana. «Viéronse muchas de ellas ayudar a nuestros soldados animándolos a la defensa: otras, ya que no otra cosa podían hacer, les subieron cántaros de agua desde el Ebro para mitigar la sed que les devoraba, y todo entre las mismas filas y allí donde se oía el silbido de las balas y peligraban sus vidas».

Esto consigna Yanguas y Miranda en honor de aquellas animosas canéforas que desde el Henchidor de junto al puente trepaban, con su cántaro a la cabeza, hasta lo alto del castillo, sin miedo de morir.

Entretanto los defensores del cabezo de Santa Bárbara rechazaban las acometidas de la División de Maurice-Mathieu, el grueso de las fuerzas de Lannes, descendiendo por los Montes de Cierzo por la Cerrada y el Pilar de Santo Domingo, se disponía a atacar el centro de los españoles, mientras su artillería cambiaba algunos disparos con la nuestra, emplazada en las faldas de Santa Quitería.

Ya para entonces la caballería de Dijéon acosaba a Lapeña, cuyas fuerzas cubrían la ciudad de Cascante desde lo alto de la Basílica del Romero hasta el Convento de la Victoria, lugares ambos donde emplazó su artillería (18 piezas), mientras que sus jinetes se hallaban desplegados por las huertas de las inmediaciones. El general de los andaluces se había puesto en alarma a las ocho.

A esta hora una partida de caballería enemiga se presentó en el Prado de la ciudad, por el lado del Aspra: pero, reconocida por los dragones de Pavía, se retiró. Seguidamente Lapeña puso en movimiento su División, pues desde primera hora Castaños le dio orden de maniobrar para cubrir el hueco entre Cascante y las alturas de la orilla del Queiles que las tropas aragonesas no habían ocupado, debido a lo tardío de su entrada en Tudela y a la sorpresa del francés.

Lapeña, creyendo tener ante sí más enemigo del que tenía, estuvo muy remiso en avanzar y sólo consiguió destacar a Urzante dos batallones y un destacamento de Granaderos provinciales. Más tarde, apoyado por dos piezas de artillería que llevaron éstos consigo, adelantó un batallón hacia las planas de Murchante para hacer frente a la caballería de Dijéon que acosaba por este lado.

Quedaba, pues, sin ocupar Murchante y, sobre todo, una brecha terrible entre Urzante y los montes de Tudela, vacía totalmente de defensores. Con ojo de águila la vio Lannes, que acababa de descender al valle con su Estado Mayor, y lanzó contra ella la División Morlot (recién llegada al lugar del combate) apoyada por la de Grandjean.

Las «jóvenes y ardientes» tropas de Morlot, dificultadas en su avance por los obstáculos del terreno, lleno de acequias y olivares, y tras de algunos amagos infructuosos, consiguieron reunirse al abrigo del espeso olivar de Cardete, y desde él se lanzaron a la altura de Cabezo Malla, monte grande y rojizo, el más alto de los que ondulan a la orilla derecha del Queiles. Al mismo tiempo que los franceses coronaban la estratégica altura, la División Saint March llegaba al monte Santa Quitería.

Era cerca del mediodía. Se nos habían adelantado. Castaños se da cuenta del peligro terrible. La ocupación por Morlot de Cabezo Malla supone el corte de nuestra línea, la derrota. Urge arrojarle a toda costa de tan preciosa posición, y para ello nuestro general echa mano de la División O'Neille que, como ya se ha dicho, permanecía esperando órdenes en las afueras de Tudela. Sobre la carretera de Zaragoza. Precipitadamente O'Neille mueve sus batallones y atravesando Huerta Mayor, se dirige al Cabezo Malla. «¡Aprisa! ¡A toda prisa!», es la consigna que le han dado.

Las tropas llegan, jadeantes, a las estribaciones del cabezo. El enemigo las esperaba a la mitad de la ladera que desciende a Huerta Mayor. Fue entonces cuando O'Neille ensaya una maniobra táctica, la única que se llevó a efecto aquel día. Mientras parte de sus soldados acometen con brío la subida de frente, dirige por la izquierda al tercer Batallón de Guardias Españolas para coger al enemigo por la espalda. Esta vieja unidad cargó tan impetuosamente a la bayoneta que las noveles tropas de Morlot, amagadas de envolvimiento, cedieron atropelladamente dejando el monte lleno de heridos.

En lo más recio de la lucha, Saint March había secundado muy oportunamente la operación enviando desde Santa Quiteria dos de sus batallones (Castilla y Segorbe), los cuales, en unión de las tropas de O`Neille, persiguieron a los franceses por el llano del Queiles, rechazándolos hasta la punta del olivar de Cardete, donde mayores fuerzas contuvieron el ardor de los vencedores.

Toreno fija en las 3 de la tarde la hora de este glorioso encuentro. Sin embargo, tuvo que ser bastante antes, entre la 1 y las 2.

La tropa que recuperó Cabezo Malla a costa de valor y de sangre se encontraba rendida por la rápida marcha desde Tudela y llevaba —dicen sus jefes— la impresión desmoralizada de la sorpresa y el desorden dentro de la ciudad. De poco había servido la bravura. Desde su posición hasta las arboledas del poblado de Urzante, donde se encontraban las avanzadillas andaluzas, hay más de media legua.

El alto de San Juan de Calcetas y el pueblo de Murchante no estaban ocupados. Grave error, el mayor error, del que muy pronto habrá de aprovecharse el enemigo. Si el Ejército de Cascante acude a tiempo a rellenar aquel vacío, hubiérase logrado prolongar el combate, hacerle pagar cara su victoria al francés y efectuar, en el peor de los supuestos, una retirada decente. Nada de esto se pudo conseguir. Todos los esfuerzos de Castaños se dirigen, en balde, a tratar de soldar nuestras líneas.

Todas sus órdenes de las primeras horas de la tarde van dirigidas a la Peña. Pero éste no consigue desenredarse de los caballos enemigos, de los viejos dragones de Alemania, de los veloces coraceros que le amagan sin exponerse. Apenas tuvo bajas la caballería francesa. No se da cuenta que sólo se trata de tenerlo en jaque, de inmovilizarlo. Y no se atreve a maniobrar con el grueso de sus unidades.

Él confía en que Grimarest, al advertir por el tronar de los cañones dónde se localiza la pelea, se decida a volar en su auxilio desde Tarazona. Grimarest, sin embargo, no da señales de movimiento, y Lapeña abriga el temor de que se corre a rellenar el hueco a su derecha abra otro muy profundo a su izquierda.

Para nuestra desgracia hay un hombre a quien no se le escapan nuestros fallos. Es Lannes que da por suya la partida y ve llegada la hora del golpe decisivo. Lo que más le interesa por el momento es tomar el Castillo para ocupar Tudela y aquel puente, llave de Zaragoza, que tanto le ha ponderado Napoleón. A esto van dirigidas sus miras y sus órdenes. Pero a la vez, tiene que aprovechar la brecha que se acusa en nuestra línea, antes de que andaluces y aragoneses acudan a llenarla.

Por eso da a Morlot la consigna implacable de que ataque de nuevo, y a Musnier la de que entretenga a los de Lapeña, mientras llega Lagrange el rezagado. Pronto se nota la orden del Mariscal. Los franceses, a la vista de nuestras tropas, ocupan el alto de San Juan de Calcetas y llegan en su acometida hasta cerca, muy cerca de Urzante. Nuestra línea está rota de nuevo. Son las 2 de la tarde. Si a esta hora dirigimos la vista hacia Tudela, asistiremos a un desenlace de la lucha tan imprevisto como desastroso. Maurice-Mathieu, apretado por las órdenes de su Mariscal, viendo que desde hace cuatro horas no consigue con asaltos frontales desalojar a los del alto de Santa Bárbara, ha concebido una atrevida estratagema. Mientras el grueso de sus tropas ataca la vertiente del cabezo que mira a Alfaro, destaca parte de sus fuerzas por el barranco del Cristo para que envuelvan a los de la cumbre.

Estas fuerzas avanzan sigilosas y desapercibidas (otro fatal descuido nuestro) por la falda norte del monte, por el camino angosto que desde el Cristo corre, entre la alta escarpa y el cauce de la acequia molinar, al par de la Mejana. Cuando menos se lo esperaban, los de la cumbre viéronse amenazados por lo que, a tiros y en gritería, trepaban por la ladera del Molino, donde hoy se encuentra el jardinillo de la Junta de Aguas. Entonces se produjo en nuestras filas una de esas reacciones del pánico, tan difíciles de evitar. Aquel súbito ataque por la espalda hizo que huyeran todos en el mayor desorden y penetrando en la ciudad la contagiaran de pavor, arrastrando en su fuga las unidades de reserva que había prevenidas. Faltó allí Palafox, único hombre capaz de contener aquella desbandada. Pero el caudillo aragonés, irritado contra Castaños, viendo perdida la batalla, abandonó Tudela en las primeras horas de la lucha en las calles. Acompañado de su amigo Doyle marchó al Bocal, y allí tomó una barca que por el Canal de Aragón le llevó a Zaragoza. Su obsesión era defenderse en la capital aragonesa, como si presintiese que le aguardaba allí la gloria que en Tudela no podría encontrar.

Volviendo al centro de nuestro frente, el nuevo avance del enemigo colocaba al Ejército aragonés de Cabezo Malla ante el peligro de ser envuelto por los del cerro de Calchetas. ¡Si los de Cascante se resolviesen a atacar! Todavía puede ser tiempo de reparar la falta, y Castaños, extrañando de que sus divisiones de la izquierda no acudan a su llamamiento, y temeroso por su suerte, decide ir en persona a inyectar ánimos a Lapeña, y conseguir que en un supremo esfuerzo, ataque el flanco.

Entre las 2 y las 3 de la tarde, acompañado de Francisco Palafox, de su Estado Mayor y su escolta, emprendía la marcha hacia Cascante. Aquella decisión, tardía como todas la de esta trágica jornada, iba a poner a nuestro Mando en un trance de apuro. Cuando Castaños y su séquito cabalgaban al abrigo de nuestra línea, creyendo que las tropas de Saint-March cubrían una loma que divisaban a su derecha, se vieron de improviso acometidos por un grupo de jinetes franceses.

El general y sus acompañantes hubieron de apelar a la huida y consiguieron esquivar el peligro ocultándose en la espesura de un olivar cercano. Castaños se apercibe con estupor de que Lefébvre y su caballería han logrado abrir una brecha en nuestra línea de los montes. Algo grave e irremediable ha tenido que suceder. Se lo explicó poco más tarde cuando uno de los emisarios de su escolta llega a galope al olivar y, jadeante, le informa que los defensores del Castillo huyen en desbandada por la carretera de Zaragoza y que el francés era ya dueño de Tudela. Todo estaba perdido.

Poco después fueron llegando al olivar los primeros dispersos de la División Roca. Castaños, iracundo ante la deserción de aquella muchedumbre, trata de contener a los huidos, de organizarlos para una última resistencia. Todo inútil. Los franceses, que han roto nuestra línea por el centro, se desparraman por los campos y rondan ya las cercanías de su observatorio. La campiña resuena con sus gritos de triunfo. Unas fuerzas de caballería que nuestro general consigue reunir para rechazar a las del enemigo que le acosan de cerca, al aproximarse a éstas, volvieron grupas y huyeron descaradamente.

Por los campos, hasta donde alcanzaba la vista, se veía correr a los soldados, arrojando sus armas, fatigados, sin pizca de moral, en el más deplorable desconcierto. Fue aquel el trance más amargo y cruel para nuestro general. El mismo se vio envuelto en la avalancha de la retirada, y, casi atropellado por el enemigo, escondiéndose a ratos y cambiando de ruta, pudo acogerse, ya de noche, a Borja, donde se le reunieron Roca, Caro y O'Neille.

Antes de retirarse, O'Neille y Saint-March realizaron prodigios de valor para neutralizar el desastroso influjo que la fuga de la 5.ª División causó en las tropas aragonesas, las cuales presenciaron desde sus puestos esta trágica fase de la lucha. Pero el temor a verse cortados en su retirada por los de San Juan de Calcetas, por los que acababan de ocupar Tudela, y por una gran masa de caballería que consiguió colarse entre Santa Quitería y Cabezo Malla (era Lefébvre con la caballería de Colbert y los lanceros de Polonia, seguramente los que sorprendieron al Estado Mayor de Castaños en su marcha a Cascante) les forzó a abandonar tan ventajosas posiciones. Saint-March se puso al frente de la caballería de Numancia, y con ésta y el batallón de Valencia fue resistiendo el empujón del enemigo hasta bajar al llano. Allí, a pesar de sus esfuerzos, sobrevino la desbandada. Eran las 3 de la tarde. Sólo los voluntarios de Alicante, capitaneados por su coronel Camps, siguieron retirándose con orden hasta el anochecer.

La huida o la «Gran dispersión»

La mitad del Ejército del Ebro está en plena derrota. Moncey, con las divisiones Mathieu, Morlot y Grandjean, ayudaban a la Caballería en la persecución y acuchillamiento de los huidos desde la carretera de Zaragoza hasta los montes de la parte de Ablitas. Lannes se ha quedado en el valle del Queiles con la división de Musnier y los dragones de Dijéon para dar batalla a los andaluces.

El Mariscal no olvida que estas tropas eran las que en Bailén cogieron a Dupont por la espalda y ante las cuales desfilaron los 20.000 vencidos. Lapeña, el irresoluto, Lapeña, se había decidido ¡por fin! a marchar de flanco. Pero lo hizo a deshora, a las 3 de la tarde, cuando todo era inútil y en las filas del enemigo se conocía el resultado de su ataque en Tudela, la conquista de la ciudad. Lannes, al ver a los soldados de Lapeña desplegar por el llano, lanzó contra ellos a los dragones de Dijéon, a fin de entretenerlos hasta que el tardano Lagrange llegara.

Último episodio

Era ya media tarde cuando Lagrange con sus 10.000 soldados atacó Urzante, partiendo el Molino de Cartán. El asalto, en el que participó la caballería, fue obstinado, furioso. Los atacantes, embravecidos por el triunfo de su ala izquierda, no querían ser menos que sus camaradas.

Pero los nuestros, cubiertos por el olivar, parapetados en el caserío, escarmentaron duramente a los que, bayonetas bajas, avanzaban en escalones muy nutridos y próximos. Lagrange, que ve en primera fila al frente del 25.º Ligero (viejo Regimiento de la batalla de Friedland), es herido en el brazo. La caída del general hizo que vacilase su caballería. Ya cantaban victoria los andaluces, cuando acudiendo gran golpe de infantería, se rehicieron los jinetes y se recrudeció el asalto. Con todo, sólo cerca del anochecer consiguió el enemigo poner el pie en el pueblo y rechazar a nuestras tropas hasta Cascante, en donde, reunida la división con las de nuestra Izquierda, se replegaron juntas y ordenadamente sobre Borja.

Este episodio marcaba el fin de la batalla. Y así como en algunos atardeceres tristes, el sol, al tiempo de ocultarse, lanza un vivo y patético destello, así los andaluces de Lapeña, en el caso de la derrota, alumbraron el campo con un fuerte relumbre de heroísmo.

Preguntas

Llegados a este punto del relato, más de un lector preguntará: ¿Qué hicieron Grimarest y los de Tarazona? ¿Qué papel compusieron a lo largo de este día funesto? Grimarest, alejado del campo de la lucha, no sabe nada de lo que ocurre. Ha oído durante la mañana y en las primeras horas de la tarde el retumbar de cien cañones. Ignora hacia qué bando se inclina la victoria, y espera de un momento a otro la aparición de Ney por las barrancas del Moncayo. Castaños, a mediodía, le ha dado orden de acercarse a Cascante, pero este hombre, en cuyas manos pone el destino una carta que pudiera equilibrar la partida, no se atreve a jugarla, no se decide a desplazar sus fuerzas por miedo a Ney.

A media tarde le informan del terrible descalabro. Se resiste a creerlo. No concibe cómo ha podido suceder. Luego, tranquilamente, sin enemigo que le acose, marcha a Cascante, y reunido con Lapeña, se repliegan a Borja. Todavía menos se enteró su vanguardia, que al mando del Conde de Cartaojal estaba destacada en Tarazona, en la ruta de Agreda.

Cartaojal esperó a Ney en vano durante todo el día. Ya de noche, se vio sorprendido con la orden de retirada. Por disposición suya se voló un polvorín establecido en una ermita. Al oír los estampidos de la voladura, los soldados creen tener encima la artillería de los franceses. ¡Traición! —gritan— ¡Traición! ¡Nos han vendido!, y todos huyen en atropello. Sólo un hombre no sabe nada a la mañana siguiente de la victoria de Tudela, a pesar de encontrarse a pocas leguas de su escenario.

Es Ney, que no ha acertado a interpretar las consignas del Emperador. Que por darle descanso a su Ejército, ha perdido tres días preciosos en Soria; que a última hora se le ha ocurrido consultar al Cuartel Imperial si habrá de dirigirse sobre Calatayud o sobre Tudela. Ney, el «valiente entre los valientes», el León Rojo como también le llaman los franceses por el color de su cabellera, ha perdido estúpidamente la mejor ocasión de aniquilar al aborrecido héroe de Bailén. Ha dado oídos al rumor popular que eleva el número de las tropas de éste a 80.000 soldados. Y ha tenido además —esto es cierto— miedo de España, temor de aventurarse con sus tropas por un país que él se figura feroz y pintoresco, lleno de frailes y bandidos, donde cada hombre es un traidor, y en cada sombra acecha la emboscada.

Por eso, cuando el día 26 llega a Tarazona, se maldice, rabioso de sí mismo, temeroso de qué dirá el Emperador. Napoleón no podrá perdonarle la culpa de no haber impedido la retirada de los españoles. Sus cartas en aquellos días manan despecho contra el intrépido Mariscal que, en este trance, no supo hacerse acreedor a su confianza.

Final

Tal es el desarrollo y el final de la batalla de Tudela, cuya tónica fue la angustia. Una batalla que tenía que perderse, pero que no debió perderse como se perdió. Una lucha desigual que se resuelve en poco tiempo, de la 1 a las 3 de la tarde, y que tiene su punto álgido a las 2. Podrá culparse de ella a Castaños, a Lapeña, a Grimarest, a Roca, a Palafox.

Todos ellos se vieron obligados a defenderse. Cada cual trató de eludir su responsabilidad en el desastre. A Castaños le relevaron del mando para dárselo a Lapeña. Más tarde fue juzgado en Consejo de Guerra y absuelto. Todos tuvieron parte en el revés sufrido: el Estado Mayor, los mandos subalternos, la tropa.

Pero el mayor culpable, quizás el único culpable, fue el Ejército de Napoleón, que era el mejor del mundo. En Tudela nos derrotaron a los españoles como antes a los italianos, a los austriacos, a los prusianos y a los rusos. «En esta acción» —escribe el Brigadier Planell— «quedó deshecho el Ejército de Reserva y menguado el del Centro en su 5.ª División, sufriendo luego el todo las consecuencias de una azarosa retirada».

Perdimos 26 cañones, multitud de carros de bagages, y los grandes depósitos de municiones y vituallas que había acumulado el Gobierno en Tudela. Según Thiers, nuestras pérdidas fueron de 40 cañones y 3.000 prisioneros, la mayor parte heridos. Esta última cifra es exagerada.

Sobre los campos de Tudela aparecieron al otro día de la batalla más de 1.500 cadáveres de ambos bandos, a los cuales, según su tradición, se les dio sepultura en el monte de San Julián, en las proximidades de la Cuesta de los Avellanos y en el monte del Palenque, hondonada del Depósito de aguas actual. Los prisioneros españoles fueron concentrados en el Corral de Santa Clara y repartidos luego en diferentes edificios, como el Convento de San Francisco que se habilitó para cárcel. Los cañones los colocaron en la Plaza de Toros (hoy de los Fueros).

El Mariscal Lannes, agotado por el esfuerzo de la jornada y resentido de su reciente herida, quedó enfermo en Tudela. Sus tropas, en la noche de su entrada, se entregaron a un saqueo general y feroz. El afán de rapiña contagió hasta a las clases superiores de Ejército, pues pudo observarse –escribe Mariano Sainz- que de muchas casas desaparecían cuadros antiguos y objetos de valor artístico incapaces de despertar la codicia del soldado. Por cierto que una de las viviendas saqueadas en aquella ocasión fue la del anticuario Juan Antonio Fernández, de cuya biblioteca robaron libros de verdadero mérito que hoy constituirían preciosas joyas bibliográficas.

El Convento de la Enseñanza quedó convertido en alojamiento militar. A este propósito escribe la madre Concepción Puig, viviente en aquella época, que contempló a muchos soldados en las salas de recreación arreglando sus mochilas y caer de algunas, cálices, patenas y otros objetos sagrados.

Otros datos

Peleando en bandos opuestos, coincidieron en la batalla de Tudela dos hombres que, años después, llegarían a ser famosos generales. Era el uno un soldadito de 19 años, pálido, algo cargado de espaldas, el mirar duro y un hablar vasco, ceceante. Los sargentos, en la hora de lista, tropezaban al leer su apellido. Había venteado la pólvora en el primer sitio de Zaragoza y luchó con denuedo en Tudela, seguramente en el sector de Santa Bárbara con el resto de los aragoneses y de la 5.ª División, entró al día siguiente en Zaragoza sufriendo como los demás la silva que, desde las murallas, dedicaron los valientes zaragozanos a los vencidos, como reproche a su cobardía. Aquel soldado se llamaba Tomás de Zumalacárregui.

El otro era entonces un capitán de la escolta de Lannes apellidado Marbot. Marbot nos cuenta en el libro de sus Memorias, aludiendo al combate, cómo en él una bala perforó su cartera, y el incidente que, al comenzar la lucha, tuvo con el teniente Labedoyére. Este oficial, hombre de genio brusco, montaba un caballo joven e indómito que, asustado por el ruido de los cañones, clavó sus patas en la tierra negándose a avanzar. Su jinete, harto de espolearlo, saltó furioso de la silla y tirando de sable, desjarretó de dos mandobles al pobre bruto que cayó al suelo, por donde se arrastraba desangrándose de sus patas traseras.

Marbot recriminó tan duramente la mala acción de su camarada, que ambos hubieran llegado a las manos de no hallarse ante el enemigo. Pronto llegó el suceso a oídos de Lannes, quien se indignó contra su oficial y declaró públicamente que éste no volvería a figurar ya más entre los de su escolta. Labedoyére, desesperado, empuñó su pistola, resuelto a levantarse la tapa de los sesos, cuando el teniente De Viry le contuvo diciéndole: «Más honroso que quitarse la vida, sería ir a buscar la muerte entre las filas españolas».

Momentos más tarde, De Viry recibía del Mariscal la orden de conducir un regimiento de Caballería contra una batería española, y Labedoyére se une a los que avanzan a paso de carga y se lanza, uno de los primeros, contra la batería, que fue cogida. Un casco de metralla había atravesado su gorra de pelo a dos dedos del cráneo. Cuando Lannes vio a De Viry y Labedoyére regresar juntos conduciendo el cañón del enemigo y advierte que este último se dispone a lanzarse de nuevo sobre las bayonetas españolas, le llamó junto a sí y perdonándole su falta, le devolvió su puesto en el Estado Mayor. Los dos bravos tenientes tuvieron el honor de ser citados en el parte, y ascendidos días después.

El mismo autor que refiere esta anécdota fue quien el día 24 recibió de su Mariscal el encargo de llevarle al Emperador el Boletín de la batalla. Napoleón tenía por costumbre ascender a todo oficial que le anunciase una victoria, visto lo cual, los Mariscales encomendaban estas misiones a aquellos de su escolta que deseaban ver ascendidos pronto. Bonaparte no quería correos que no sabían darle explicaciones y exigía Ayudantes de Campo. Más de 200 de éstos murieron o fueron hechos prisioneros durante la campaña por culpa del capricho imperial. Precisamente alguien que estaba junto a Lannes cuando se despedía de Marbot, le hizo ver el peligro que pudiera correr el mensajero al cruzar por la noche las montañas de Soria. El mariscal le apaciguó. ¡Bah, bah! ¿No ve usted que él ha de encontrarse con la la vanguardia de Ney cuyas tropas están escalonadas hasta el Cuartel Imperial de Aranda? A primera tarde, seguido de un pelotón de caballería, Marbot salió y llegó a Tarazona sin novedad.

Desde allí, protegido por una regular escolta, siguió su marcha hacía el Moncayo. Era una noche de luna clara. A las dos o tres leguas de camino, el primer susto: unos disparos en la sombra. La escolta explora las proximidades, pero no logra descubrir a los agresores. Poco después se encuentran con los cadáveres desnudos de dos soldados de las tropas de Ney que, al parecer, habían sido asesinados hacía poco. Más adelante (¡cosa horrible de describir! –dice el autor-) se presentó a su vista un cuadro espeluznante.

El cadáver de un joven oficial colgaba, clavado de pies y manos, a la puerta de una alquería. La sangre, que aún brotaba de sus heridas, denotaba el suplicio reciente. Los asesinos no podían hallarse muy lejos. Así era, efectivamente. No había transcurrido mucho tiempo cuando una alevosa descarga desbarató la comitiva. Los tiros procedían un grupo de unos ocho españoles que se desperdigó por la montaña. Salen los húsares en su persecución y consiguen atrapar a dos de ellos. El uno era un paisano a lomos de una mula que llevaba (precisamente) los trajes de los soldados muertos.

El otro (no podía fallar) era un capuchino (el odiado capucin de todos los autores franceses) que montaba, ¡oh casualidad! el caballo del teniente crucificado. Los fusileros inmediatamente prosiguieron su camino en la noche. A dos leguas de Agreda vislumbran unas fogatas como de vivac. ¿Serían de las tropas de Ney o de las españolas? Marbot manda hacer alto en espera de que amanezca y, apenas rayó el día, con un soldado por toda escolta, tuvo el atrevimiento de penetrar en la población.

Las calles aparecían totalmente desiertas y el suelo lleno de hojas mojadas que, según el autor, utilizaban después como estiércol. Gracias a este alfombrado forestal avanzaban sin hacer ruido, cuando al cabo de la calle Mayor se toparon con cuatro Carabineros Reales de a caballo. Estaban en la boca del lobo. Los dos franceses emprendieron veloz huida perseguidos por los jinetes españoles. El jefe de éstos, que seguía de cerca a Marbot, le alcanzó en la cabeza con un golpe de sable. Ensangrentado y solo (pues el soldado se escabulló por otra parte) pudo ganar una calleja cuesta arriba, yéndole los alcances el brigada.

Entonces, nuestro heroico capitán hace frente a su perseguidor: mide con él su acero, y tras de recibir varios sablazos, consigue herirlo y huye... Cuando llegó a Tudela, Lannes le recibió lamentando sus desventuras y haciendo elogios a su valentía. El Boletín de la batalla, que supo conservar a través de sus luchas y peripecias, estaba tan manchado de sangre, que alguien propuso al Mariscal copiarlo nuevamente y rehacer el sobre enrojecido. Lannes se opuso: «De ninguna manera. Mejor es que el Emperador vea cómo el capitán Marbot ha defendido los despachos».

Ved, pues, de qué manera el Boletín de la batalla tudelana llegó a manos del Corso, tinto en la sangre del primer mensajero, a quien podemos perdonar sus fantasías en gracia a este relato emocionante, digno de una novela de aventuras.

Notas

  1. «Historial del Regimiento Sicilia 67».
  2. Según el Conde de Toreno, Guerra de la Independencia. La derrota de Napoleón. Círculo de Amigos de la Historia. Madrid, 1974. Tres tomos. 285+267+285pp. +24 láms. Pasta edit.
  3. Planell culpa de lo ocurrido en este consejo de guerra a Francisco Palafox (hermano del general), representante de la junta suprema, «Que debió poner de acuerdo a los disidentes o hacer valer su autoridad para lograr la defensa».
  4. José Muñoz Maldonado, Historia política y militar de la guerra de la independencia — Tomo 2, Madrid, 1833.
  5. Las primeras calles en ser tomadas debieron de ser las de Mediavilla, Moros y las que dan a la vertiente del castillo.
  6. Lannes, sin esperar la llegada del resto de las tropas, resolvió atacar primeramente el cerro de Santa Bárbara, «Ya que por lo fuerte de este punto, cuya pérdida dejaba al descubierto este flanco, ya porque seguro el general francés de arrollar nuestro ejército, pretendiese destruirlo del todo sucesivamente y desalojándolo desde luego esta posición, tendiese a privarlo de un apoyo en que pudiera prolongar su defensa. De otro modo, nuestro lado más vulnerable era la izquierda». (Planell).
  7. Desde el llamado de la Coloquera, sitio en el polígono de fábricas actual, hasta el de la plana Orabia, enclavado frente al de Santa Bárbara (están los restos del castillo medieval) y sobre la Mejana.

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