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Califato de Córdoba
El Califato de Córdoba, también conocido como Califato Omeya de Córdoba o Califato de Occidente, fue un estado musulmán andalusí proclamado por Abderramán III en el 929. El Califato puso fin al Emirato Independiente instaurado por Abderramán I en el 756 y perduró oficialmente hasta el año 1031, en que fue abolido dando lugar a la fragmentación del estado omeya en multitud de reinos conocidos como Taifas.
El Califato de Córdoba fue la época de máximo esplendor político, cultural y comercial de Al-Ándalus.
Contenido
Proclamación del Califato
A partir de 912, el nuevo emir Abd al-Rahman emprendió la tarea de reducir la multitud de focos rebeldes que habían surgido en el Emirato desde mediados del siglo IX. En 913 inició la campaña de Monteleón que logró recuperar numerosos castillos y sofocar la rebelión en Andalucía Oriental. Durante los años siguientes recuperó Sevilla y llevó a cabo las primeras aceifas contra los reinos cristianos del norte. Derrotó a un ejército de León y Navarra en la batalla de Valdejunquera (920); saqueó Pamplona en 924 y sometió a los Banu Qasi ese mismo año. Finalmente en 928 ocupó la fortaleza de Bobastro a través de una serie de campañas iniciadas en 917, terminando así con la rebelión iniciada por Omar ibn Hafsún y el último foco de rebeldía en Al-Ándalus. En 929 tomó el título de califa con el sobrenombre al Nasir li-din Allah, aquel que hace triunfar la religión de Dios.
Abderramán III consideró adecuada su autoproclamación como califa, es decir, como jefe político y religioso de los musulmanes y sucesor de Mahoma, basándose en cuatro hechos: ser miembro de la tribu de Quraysh a la que pertenecía Mahoma, haber liquidado las revueltas internas, frenar las ambiciones de los núcleos cristianos del norte peninsular y la creación del califato fatimí en África del Norte opuesto a los califas Abbasíes de Bagdad. La proclamación tenía un doble propósito. Por un lado, en el interior, los Omeyas querían reforzar su posición. Por otro, en el exterior, al objeto de consolidar las rutas marítimas para el comercio en el Mediterráneo, garantizando las relaciones económicas con Bizancio y asegurar el suministro de oro.
La proclamación del califato cordobés supuso la segunda ruptura de la unidad islámica tras la proclamación del fatimí Mahdi Ubayd Allah como Emir de los Creyentes en el Magreb.
Apogeo del Califato
Los reinados de Abderramán III (929-961) y su hijo Alhakén II (961-976) constituyen el periodo de apogeo del califato omeya, en el que se consolida el aparato estatal cordobés.
Para afianzar el aparato estatal los soberanos recurrieron a oficiales fieles a la dinastía Omeya, lo cual configuró una aristocracia palatina de fata'ls (esclavos y libertos de origen europeo), que fue progresivamente aumentando su poder civil y militar, suplantando así a la aristocracia de origen árabe. En el ejército se incrementó especialmente la presencia de contingentes beréberes, debido a la intensa política del Califato en el Magreb. Abderramán III sometió a los señores feudales, los cuales pagaban tributos o servían en el ejército, contribuyendo al control fiscal del Califato.
Las empresas militares consolidaron el prestigio de los omeyas fuera de Al-Ándalus y estaban orientadas a garantizar la seguridad de las rutas comerciales. La política exterior se canalizó en tres direcciones: los reinos cristianos del norte peninsular, el norte de África y el Mediterráneo.
Relaciones con los reinos cristianos
Durante los primeros años del califato, la alianza del rey leonés Ramiro II con Navarra y el conde Fernán González ocasionaron el desastre del ejército califal en la batalla de Simancas. Pero a la muerte de Ramiro II, Córdoba pudo desarrollar una política de intervención y arbitraje en las querellas internas de leoneses, castellanos y navarros, enviando frecuentemente contingentes armados para hostigar a los reinos cristianos. La influencia del Califato sobre los reinos cristianos del norte llego a ser tal que entre 951 y 961, los reinos de León, Navarra y Castilla y el Condado de Barcelona le rendían tributo.
Las relaciones diplomáticas fueron intensas. A Córdoba llegaron embajadores del conde de Barcelona Borrell, de Sancho Garcés II de Navarra, de Elvira Ramírez de León, de García Fernández de Castilla y el conde Fernando Ansúrez entre otros. Estas relaciones no estuvieron faltas de enfrentamiéntos bélicos, como el cerco de Gormaz de 975, donde un ejército de cristianos se enfrentó al general Galib.
Relaciones con el Magreb
La política cordobesa en el Magreb fue igualmente intensa, particularmente durante el reinado de Alhakén II. En África, los omeyas se enfrentaron a los fatimíes, que controlaban ciudades como Tahart y Siyilmasa, puntos fundamentales de las rutas comerciales entre el África subsahariana y el Mediterráneo, si bien este enfrentamiento no fue directo entre amba dinastías. Los omeyas se apoyarón en los zanata y los idrisíes y el califato fatimí, en los ziríes sinhaya.
Eventos importantes fueron la ocupación de Melilla, Tánger y Ceuta, punto desde el cual se podía evitar el desembarco fatimí en la península. Tras la toma de Melilla en 927, a mediados del siglo X los Omeyas controlaron el triángulo formado por Argel, Siyilmasa y el océano Atlántico y promovieron revuletas que llegaron a poner en peligro la estabilidad de califato fatimí.
Sin embargo, la situación cambió tras el ascenso de Al-Muizz al califato fatimí. Almería fue saqueada y los territorios africanos bajo autoridad omeya pasaron a ser controlados por los fatimíes, reteniendo los cordobeses sólo Tánger y Ceuta. La entrega del gobierno de Ifriqiya a Ibn Manad provocó el enfrentamiento directo que se había intentado evitar anteriormente, si bien Ya'far ibn Ali al-Andalusi logró detener al Zirí ibn Manad.
En el 972 estalló una nueva guerra en el norte de África, provocada en esta ocasión por Ibn Guennun, señor de Arcila, que fue vencido por el general Galib. Esta guerra tuvo como consecuencia el envío de grandes cantidades de dinero y tropas al Magreb y la continua inmigración de beréberes a Al-Ándalus.
Política en el Mediterráneo
Un tercer objetivo de la actividad bélica y diplomática del califato estuvo orientada al Mediterráneo.
El Califato mantuvo relaciones con el Bizancio de Constantino VII y emisarios cordobeses estuvieron presentes en Constantinopla. El poder del califato se extendía también hacia el norte, y hacia 950 el Sacro Imperio Romano-Germánico intercambiaba embajadores con Córdoba, de lo que queda constancia de las protestas por la piratería musulmana practicada desde Fraxinetum y las islas orientales de al-Ándalus. Igualmente, algunos años antes, Hugo de Arlés solicitaba salvoconductos para que sus barcos mercantes pudieran navegar por el Mediterráneo, dando idea por lo tanto del poder marítimo que ostentaba Córdoba.
A partir de 942 se establecieron relaciones mercantiles con la República amalfitana y en el mismo año se recibió una embajada de Cerdeña.
Política interior
El apogeo del califato cordobés queda de manifiesto por su capacidad de centralización fiscal, que gestionaba las contribuciones y rentas del país: impuestos territoriales, diezmos, arrendamientos, peajes, impuestos de capitación, tasas aduaneras sobre mercancías, así como los derechos percibidos en los mercados sobre joyas, aparejos de navíos, piezas de orfebrería, etc. Asimismo, los cortesanos estaban sometidos a contribución.
Organizativamente, el califato dividió su territorio en demarcaciones administrativas y militares, denominadas Coras.
La opulencia del califato durante estos años queda reflejada en la palabras del geógrafo Ibn Hawqal: "... La abundancia y el desahogo dominan todos los aspectos de la vida; el disfrute de los bienes y los medios para adquirir la opulencia son comunes a los grandes y a los pequeños, pues estos beneficios llegan incluso hasta los obreros y los artesanos, gracias a las imposiciones ligeras, a la condición excelente del país y a la riqueza del soberano; además, este príncipe no hace sentir lo gravoso de las prestaciones y de los tributos ...".
Para realzar su dignidad y a imitación de otros califas anteriores Abderramán III edificó su propia ciudad palatina: Medina Azahara. Esta etapa de la presencia islámica en la península Ibérica de mayor esplendor, aunque de corta duración pues en la práctica terminó en el 1009 con la fitna o guerra civil que se desencadenó por el trono entre los partidarios del último califa legítimo, Hisham II, y los sucesores de su primer ministro o hayib Almanzor. Oficialmente, no obstante, el califato siguió existiendo hasta el año 1031, en que fue abolido dando lugar a la fragmentación del estado omeya en multitud de reinos conocidos como Taifas.
La fitna
La fitna comenzó en 1009 con un golpe de Estado que supuso el asesinato de Abderramán Sanchuelo, hijo de Almanzor, la deposición de Hisham II y el ascenso al poder de Muhammad ibn Hisham ibn Abd al-Yabbar, bisnieto de Abderramán III. En el trasfondo se hallaban también problemas como la agobiante presión fiscal necesaria para financiar el coste de los esfuerzos bélicos.
A lo largo del conflicto, los diversos contendientes llamaron en su ayuda a los reinos cristianos. Córdoba y sus arrabales fueron saqueados repetidas veces, y sus monumentos, entre ellos el Alcázar y Medina Azahara, destruidos. La capital llegó a trasladarse temporalmente a Málaga. En poco más de veinte años se sucedieron 10 califas distintos (entre ellos Hisham II restaurado), pertenecientes tres de ellos a una dinastía distinta de la Omeya, la hammudí.
En medio de un desorden total se independizaron paulatinamente las taifas de Almería, Murcia, Alpuente, Arcos, Badajoz, Carmona, Denia, Granada, Huelva, Morón, Silves, Toledo, Tortosa, Valencia y Zaragoza. El último califa, Hisham III, fue depuesto en 1031, y se proclamó en Córdoba la república. Para entonces todas las coras (provincias) de Al-Ándalus que aún no se habían independizado se proclamaron independientes, bajo la regencia de clanes árabes, bereberes o eslavos.
La caída del califato supuso para Córdoba la pérdida definitiva de la hegemonía de Al-Ándalus y su ruina como metrópoli.
Economía y población
La economía del Califato se basó en una considerable capacidad económica -fundamentada en un comercio muy importante-, una industria artesana muy desarrollada y técnicas agrícolas mucho más desarrolladas que en cualquier otra parte de Europa. Basaba su economía en la moneda, cuya acuñación tuvo un papel fundamental en su esplendor financiero. La moneda de oro cordobesa se convirtió en la más importante de la época, siendo probablemente imitada por el Imperio Carolingio. Así, el Califato fue la primera economía comercial y urbana de Europa tras la desaparición del Imperio Romano.
A la cabeza de la red urbana estaba la capital, Córdoba, la ciudad más importante del Califato, que superaba los 250.000 habitantes en 935 y rebasó los 500.000 en 1000 (algunos historiadores aún hablan de 1.000.000 de habitantes, basándose en recientes hallazgos arqueológicos de dimensiones superiores a las esperadas, cumpliendo muchas de las crónicas hasta ahora tenidas por exageradas), siendo durante el siglo X una de las mayores ciudades del Mundo y un centro financiero, cultural, artístico y comercial de primer orden.
Otras ciudades importantes fueron Toledo (37.000), Almería (27.000), Zaragoza (17.000) y Valencia (15.000).
Cultura
Abderramán III no sólo hizo de Córdoba el centro neurálgico de un nuevo imperio musulmán en Occidente, sino que la convirtió en la principal ciudad de Europa Occidental, rivalizando a lo largo de un siglo con Bagdad y Constantinopla, las capitales del Califato Abbasí y el Imperio Bizantino, respectivamente, en poder, prestigio, esplendor y cultura. Según fuentes árabes, bajo su gobierno, la ciudad alcanzó el millón de habitantes,[1] que disponían de mil seiscientas mezquitas, trescientas mil viviendas, ochenta mil tiendas e innumerables baños públicos.
El califa omeya fue también un gran impulsor de la cultura: dotó a Córdoba con cerca de setenta bibliotecas, fundó una universidad, una escuela de medicina y otra de traductores del griego y del hebreo al árabe. Hizo ampliar la Mezquita de Córdoba, reconstruyendo el alminar, y ordenó construir la extraordinaria ciudad palatina de Madinat al-Zahra, de la que hizo su residencia hasta su muerte.
Los aspectos de desarrollo cultural no son menos relevantes tras la llegada al poder del califa Alhakén II a quien se atribuye la fundación de una biblioteca que habría alcanzado los 400.000 volúmenes. Quizás ello provocó la asunción de postulados de la filosofía clásica -tanto griega como latina- por parte de intelectuales de la época como fueron Ibn Masarra, Abentofail, Averroes y el judío Maimónides, aunque los pensadores destacaron, sobre todo, en medicina, matemáticas y astronomía.
Califas de Córdoba
- Abderramán III (929-961)
- Alhakén II (961-976)
- Hisham II (976-1000) y (1010-1013)
- Muhammad II (1009)
- Sulayman al-Mustain (1009) y (1013-1016)
- Alí ben Hamud al-Nasir (1016- 1018)
- Abderramán IV (1018)
- Al-Qasim al-Mamun (1018-1021) y (1023)
- Yahya al-Muhtal (1021-1023) y (1025-1026)
- Abderramán V (1023-1024)
- Muhammad III (1024-1025)
- Hisham III (1027-1031)
Véase también
Referencias
- ↑ Más probablemente 100.000.
Bibliografía
- Levi-Provençal, E., España musulmana hasta la caída del califato de Córdoba (711-1031), Madrid 1957.
- Sánchez Albornoz, C., La España musulmana según los autores islamitas y cristianos medievales, Barcelona 1946.
- Torres Balbás, L., Ciudades hispanomusulmanas, Madrid.
- Vernet, J., La cultura hispano árabe en Oriente y Occidente, Barcelona 1978.
- Eisenberg, Daniel, Propuestas teorico-metodológicas para el estudio de la literatura hispanica medieval, ed. Lillian van der Walde. Mexico City: Universidad Nacional Autónoma de México-Universidad Autónoma Metropolitana, 2003, pp. 511-520.
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