Porfiriato

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En la Historia de México, se denomina Porfiriato al periodo de 30 años durante el cual gobernó el país el general Porfirio Díaz en forma intermitente desde 1876 (al término del gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada), con la pequeña interrupción del presidente Manuel González, quien gobernó de 1880 a 1884, hasta mayo de 1911, en que renunció a la presidencia por la fuerza de la Revolución Mexicana encabezada por Francisco I. Madero y los hermanos Flores Magón. Fue un periodo de estabilidad y mucho progreso económico en el país, pero también con severas desigualdades sociales (pobreza que aun prevalece en la actualidad), que terminó con el inicio de la revolución mexicana.

Presintiendo que el presidente Lerdo de Tejada intentaría reelegirse, Porfirio Díaz volvió a levantarse en armas. Formado en las Luchas por la Reforma y contra la intervención extranjera, Díaz gozaba de gran prestigio entre los militares y de renombre en los círculos políticos del país. Con el triunfo del Plan de Tuxtepec, el cual lo llevó a la Presidencia de México para gobernar el periodo que comprende de 1876 a 1911 con un breve intermedio durante el gobierno de Manuel González.

En los 31 años del Porfiriato se construyeron en México más de 19 000 kilómetros de vías férreas con la inversión extranjera; el país quedó comunicado por la red telegráfica; se realizaron inversiones de capital extranjero y se impulsó la industria nacional.

A partir de 1893 se sanearon las finanzas, se mejoró el crédito nacional y se alcanzó gran confianza en el exterior, y se organizó el sistema bancario, que se invalidó durante la década de 1940, en el gobierno de Lázaro Cárdenas del Río.

En este periodo se continuó el esfuerzo iniciado con Manuel González por superar la educación en todos sus niveles; hombres de la talla de Joaquín Baranda, Ezequiel Chávez, Enrique C. Rébsamen, Ignacio Manuel Altamirano y Justo Sierra Méndez le dieron lustre a este proceso que incluyó desde los jardines de niños hasta la educación superior, pasando por la formación de maestros.

Aunque Porfirio Díaz reiteraba que ya el país se encontraba listo para la democracia, realmente nunca quiso dejar el poder y en 1910, a la edad de 80 años, presentó su candidatura para una nueva reelección, la cual fue rechazada por el público obrero. Ante estos hechos, Francisco I. Madero convocó a la rebelión, la cual surgió el 20 de noviembre de ese año, y terminó con la entrada triunfal a la ciudad, derrotando al dictador.

Chihuahua fue el escenario de las derrotas porfiristas ya que Pancho Villa conquistó Ciudad Guerrero, Mal Paso, venció en la batalla de Casas Grandes, Chihuahua y la toma de Ciudad Juárez, aunque irrelevantes en el plano militar, fueron las batallas que facilitaron el camino de los revolucionarios hacia la victoria contra la dictadura. Habiendo obtenido esos fracasos en el terreno militar y otros en el plano de las negociaciones, Díaz prefirió renunciar a la presidencia y abandonó el país en mayo de 1911.

Contenido

Actividad marítima y portuaria

Durante esta época la marina mercante nacional recibió un impulso inusitado. Se legisló mediante códigos de fechas 1884 y 1889, se reconoció que la marina se encontraba en un estado deplorable.

El jefe del Departamento de Marina, de la Secretaría de Guerra y Marina, opina que la Marina Mercante Nacional es una idea tan noble como levantada y por lo mismo, había que fomentar la construcción de astilleros y de barcos para ella.

En 1897 fue inaugurada la H. Escuela Naval Militar en la que se preparaban oficiales para la marina de guerra. También se crearon las compañías Transatlántica Mexicana, la Mexicana de Navegación y la Naviera del Pacífico, que perduraron por varias décadas.

Al final del Porfiriato se intensificó el tráfico marítimo en el Golfo, toda vez que llegaban periódicamente buques de diez compañías navieras, entre europeas, americanas y mexicanas. Por lo que toca al Pacífico, sólo una línea inglesa y dos mexicanas daban servicio.

Con el crecimiento del tráfico marítimo hubo necesidad de acondicionar varios puertos, como los de Veracruz, Manzanillo, Salina Cruz y especialmente el de Tampico.

Motivo de preocupación del gobierno, fue el enlace de los puertos con el interior del país y para ese fin se construyeron las vías férreas que comunicaron a Veracruz con la capital, Salina Cruz y Coatzacoalcos; no se concluyó la de México a Acapulco y solamente una parte de la México a Tampico.

Los trabajos se realizaron de manera continua durante el gobierno del general Díaz, y hacia fines del siglo se indica que se firmaba un contrato para mejorar y sanear el puerto de Manzanillo; se reconocían la costa e islas orientales de Yucatán para el establecimiento de su señalización; se instalaban las oficinas del servicio de faros en los puertos de Progreso, Puerto Ángel y Mazatlán, dándose principio a las obras de instalación del faro en punta de Zapotitlán y se encontraba ya en servicio el de Isla Mujeres; se hacían trabajos de reconocimiento en la costa de Campeche para estudiar la mejor localización del puerto; se llevaba a término el proyecto del nuevo puerto de Altata; continuaban las obras del puerto y saneamiento de Manzanillo. En Tampico se comenzaban los trabajos para la reconstrucción del muelle fiscal; se inauguraban varios faros en la costa oriental de Yucatán y en Puerto Ángel, Oaxaca, así como algunas balizas luminosas en Antón Lizardo, Veracruz y en el Puerto de La Paz, Baja California. Los puertos de Veracruz, Tampico y Salina Cruz, siempre merecieron la más alta atención del gobierno del General Díaz.

Antecedentes de la aeronáutica

En México, la primera ascensión que se registra es el 18 de mayo de 1784, cuando José María Alfaro, elevó su globo sobre el entonces territorio de la Nueva España, y el 6 de febrero de 1785, Antonio María Fernández, en Tlaxcala, se convirtió en el primer mexicano que ascendió a bordo de un aerostático. Se siguieron registrando ascensiones en 1825, 1835, 1842 y 1860.

Obras del Ministerio de Transportes y Comunicaciones

El 13 de mayo de 1891 se promulgó una Ley expedida por el Congreso, virtud a la cual se establecía la distribución de los quehaceres públicos del Poder Ejecutivo en siete Ministerios de Estado, entre las que figuraba por primero vez la de Comunicaciones y Obras Públicas, lo que viene a significar un cambio en la política de construcción de caminos, considerándose que las carreteras y su desarrollo eran indispensables para impulsar la economía del país.

Tienda de Pulque en Tacubaya

A fin de organizar las instancias administrativas dispersas que atendían los servicios de comunicación nacional, quedaron incorporados a este nuevo Ministerio 12 sectores: Correos Internos, Vías Marítimas de Comunicación o Vapores, Faros, Unión Postal Universal, Telégrafos y Teléfonos, Ferrocarriles, Monumentos, Carreteras, Calzadas y Puentes, Lagos y Canales, Consejería y Obras con el Palacio Nacional y Chapultepec, y Desagüe del Valle de México.

El Ministerio de Comunicaciones y Obras Públicas conservó su estructura institucional durante el período revolucionario.

Cultura y sociedad

Ignacio Manuel Altamirano fue un escritor y literato guerrerense que nació en 1834, con ascendencia zapoteca. Estudió en Cuernavaca, y más tarde se convirtió en profesor de latín. Durante la Guerra de Reforma combatió del lado liberal. Su obra más conocida fue Clemencia. Tras varios años de trabajo literario fue nombrado embajador en Italia. Murió en San Remo el 13 de febrero de 1893.

La literatura fue el campo cultural que más avances tuvo en el Porfiriato. En 1849, Francisco Zarco fundó el Liceo Miguel Hidalgo, que formó a poetas y escritores durante el resto del siglo XIX en México. Los egresados de esta institución se vieron influenciados por el Romanticismo. Al restaurarse la república, en 1867 el escritor Ignacio Manuel Altamirano fundó las llamadas "Veladas Literarias", grupos de escritores mexicanos con la misma visión literaria. Entre este grupo se contaban Guillermo Prieto, Manuel Payno, Ignacio Ramírez, Vicente Riva Palacio, Luis G. Urbina, Juan de Dios Peza y Justo Sierra. Hacia fines de 1869 los miembros de las Veladas Literarias fundaron la revista "El Renacimiento", que publicó textos literarios de diferentes grupos del país, con ideología política distinta. Trató temas relacionados con doctrinas y aportes culturales, las diferentes tendencias de la cultura nacional en cuanto a aspectos literarios, artísticos, históricos y arqueológicos.[1]

El escritor guerrerense Ignacio Manuel Altamirano creó grupos de estudio relacionados a la investigación de la Historia de México, las Lenguas de México, pero asimismo fue impulsor del estudio de la cultura universal. Fue también diplomático, y en estos cargos desempeñó la labor de promover culturalmente al país en las potencias extranjeras. Fue cónsul de México en Barcelona y Marsella y a fines de 1892 se le comisionó como embajador en Italia. Murió el 13 de febrero de 1893 en San Remo, Italia. La influencia de Altamirano se evidenció en el nacionalismo, cuya principal expresión fueron las novelas de corte campirano. Escritores de esta escuela fueron Manuel M. Flores, José Cuéllar y José López Portillo y Rojas.[2]

Poco después surgió en México el modernismo, que abandonó el orgullo nacionalista para recibir la influencia francesa. Esta teoría fue fundada por el poeta nicaragüense Rubén Darío y proponía una reacción contra lo establecido por las costumbres literarias, y declaraba la libertad del artista sobre la base de ciertas reglas, inclinándose así hacia el sentimentalismo. La corriente modernista cambió ciertas reglas en el verso y la narrativa, haciendo uso de metáforas. Los escritores modernistas de México fueron Luis G, Urbina y Amado Nervo.[3]

Como consecuencia de la filosofía positivista en México, se dio gran importancia al estudio de la historia. El gobierno de Díaz necesitaba lograr la unión nacional, debido a que aún existían grupos conservadores en la sociedad mexicana. Por ello, el Ministerio de Instrucción Pública, dirigido por Justo Sierra usó la historia patria como un medio para lograr la unidad nacional. Se dio importancia especial a la Segunda Intervención Francesa en México, a la vez que se abandonó el antihispanismo presente en México desde la Independencia.[4]

En 1887, Díaz inauguró la exhibición de monolitos prehispánicos en el Museo Nacional, donde también fue mostrada al público una réplica de la Piedra del Sol o Calendario Azteca. En 1908 el museo fue dividido en dos secciones: Museo de Historia Natural y Museo de Arqueología. Hacia principios de 1901, Justo Sierra creó los departamentos de etnografía y arqueología. Tres años después, en 1904 durante la Exposición Universal de San Luis —1904— se presentó la Escuela Mexicana de Arqueología, Historia y Etnografía, que presentó ante el mundo las principales muestras de la cultura prehispánica.[5]

El valle de México, pintado en 1885 por Velasco. El paisajismo mexicano tuvo gran auge durante la época en que Porfirio Díaz gobernó al país. En general, la cultura mexicana se vio afectada por los cambios económicos y políticos, y se desarrolló un arte en dos etapas. La primera, que comprende de 1876 a 1888 representó el auge del nacionalismo. La segunda y última fase del arte porfiriano empezó en 1888 y finalizó con el gobierno de Díaz, en 1911 y se caracterizó por una preferencia cultural hacia Francia y su cultura.

José María Velasco fue un paisajista mexicano que nació en 1840, y se graduó como pintor en 1861, de la Academia de Bellas Artes de San Carlos. Estudió asimismo zoología, botánica, física y anatomía. Sus obras principales consistieron en retratar el Valle de México y también pintó a personajes de la sociedad mexicana, haciendas, volcanes, y sembradíos. Una serie de sus trabajos fue dedicado a plasmar los paisajes provinciales de Oaxaca, como la catedral y los templos prehispánicos, como Monte Albán y Mitla. Otras pinturas de Velasco fueron dedicadas a Teotihuacan y a la Villa de Guadalupe.[6]

El avance de la instrucción pública fue favorecido por el positivismo, y por su representante mexicano Gabino Barreda. Durante el Porfiriato se sentaron las bases de la educación pública, que siempre fue respaldada por los intelectuales de índole liberal. En 1868, todavía durante el gobierno de Juárez, se promulgó la Ley de Instrucción Pública, que no fue aceptada por la Iglesia Católica. Joaquín Baranda, ministro de Instrucción Pública, desarrolló una campaña de conciliación con la Iglesia, y aplicó a la educación el aspecto positivista, sin dejar de lado el humanismo. Se buscaba que todos los alumnos tuvieran acceso a la educación básica, pero para ello se tuvo que enfrentar a caciques y hacendados, además de la falta de vías de comunicación en las zonas rurales. La instrucción primaria superior se estableció en 1889 y tuvo por objeto crear un vínculo entre la enseñanza elemental y la preparatoria.[7]

En 1891 fue promulgada la Ley Reglamentaria de Educación, que estableció la educación como laica, gratuita y obligatoria. Asimismo fueron instituidos los llamados Comités de Vigilancia. Para que los padres y tutores cumplieran con la obligación constitucional de mandar a sus hijos o pupilos a la escuela. Baranda fundó más de doscientas escuelas para maestros, que una vez egresados se dirigieron a enseñar a las ciudades del país. Sin embargo, en las zonas rurales la falta de desarrollo social provocó un rezago educativo.[8]

Durante las fiestas del Centenario de la Independencia de México, Justo Sierra presentó ante el Congreso de la Unión, una iniciativa para crear la Universidad Nacional de México, como dependencia agregada al Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes. La ley fue promulgada el 26 de mayo, y el primer rector universitario fue Joaquín Eguía Lis, durante los años de 1910 a 1913. Las escuelas de Medicina, Ingeniería y Jurisprudencia habían funcionado separadas durante más de cuarenta años, pero con esta ley se reunían todas, junto con la Escuela Nacional Preparatoria, en la Universidad Nacional de México. Pocos años después de culminar la Independencia, fue suprimida la Real y Pontificia Universidad de México, ya que había sido considerada un símbolo del Virreinato de Nueva España, como una muestra de desprecio ante la cultura española. Años después se intentó restaurar la institución, pero las guerras civiles y las confrontaciones políticas lo impidieron.[9]

La política exterior

A la par de la búsqueda por la estabilidad política mediante la reorganización y control del ejército y la pacificación del país, el Presidente Díaz encaminó sus esfuerzos a obtener el reconocimiento internacional. De las naciones europeas que había firmado la convención de Londres – por la cual se originó la guerra de intervención- y con la que México había roto relaciones diplomáticas-, Gran Bretaña fue la ultima en reconocer al gobierno de Díaz (1884). España lo otorgo el mismo año en que el general oaxaqueño asumió la presidencia, 1877, y Francia lo hizo en 1880.

Para el logro de sus objetivos en política exterior, el Presidente Porfirio Díaz contó con la colaboración de expertos que se habían forjado en las últimas décadas. Las dos figuras más importantes, fueron sin duda, Matías Romero e Ignacio Mariscal. El primero, quien se desempeñó como Ministro de México en Washington de 1882 a 1898, logró generar una política bilateral con los Estados Unidos aprovechando las oportunidades commerciales que se abrían. Mariscal, quien se desempeñó por casi treinta años como Secretario de Relaciones de 1880 a 1910, Su experiencia como minsitro en Washington y Londres le permitió gestar una política exterior que mirara lo mismo allende al Bravo que allende al Atlántico.

En abril de 1878, Estados Unidos reconoció el gobierno del presidente Díaz. Con la modificación de una serie de leyes México abrió sus puertas a la inversión extranjera.

La respuesta del exterior no se hizo esperar: un gran flujo de capital y tecnología surgió de las concesiones que el gobierno mexicano otorgó a inversionistas extranjeros en forma de tasas de ganancias garantizadas, exenciones de impuestos y reformas fiscales benéficas para los inversionistas.

Las principales fuentes de capital extranjero invertido en México durante el Porfiriato venían de Estados Unidos y Gran Bretaña. Estados Unidos compartía con México el interés por desarrollar sistemas de comunicación que facilitaran el comercio e hicieran más estrechos los vínculos económicos entre ambos países; por tal motivo, gran parte del capital invertido en México estuvo dirigido hacia la construcción de una amplia red ferroviaria que uniera a las principales ciudades del país y –mediante conexiones– se extendiera más allá de la frontera norte hasta alcanzar importantes ciudades norteamericanas.

Con las grandes propiedades, la agricultura se orientó a la exportación y creció espectacularmente, sobre todo en la producción de henequén, café, cacao, hule y chicle.

No obstante, la importancia de los capitales norteamericanos para el proyecto modernizador del gobierno mexicano –Estados Unidos siempre fue en primer inversionista y socio comercial de México–, Díaz nunca dejo de mostrarse receloso de su participación en las áreas estratégicas de la economía nacional. La política expansionista sostenida años atrás por Estados Unidos –y de la cual México había sido víctima– seguía presente en la memoria colectiva de la nación, y su nueva variante, la invasión pacífica –que suponía un expansionismo de orden económico–, no podía ser halagüeña.

Por ello desde los albores de su régimen, Díaz fomento la participación de capitales europeos para contrarrestar la influencia que pudieran tener los norteamericanos en los asuntos internos de México. Un factor que favoreció en gran medida las inversiones británicas fue la participación que los miembros del gobierno mexicano tuvieron en las empresas extranjeras –mineras, petroleras, ferrocarrileras, y de servicios principalmente–. La relación de altos funcionarios porfiristas con inversionistas ingleses –particularmente con Weetman Dikinson Pearson, presidente de S. Pearson and Son– fue muy estrecha, y en la mayor parte de los casos las concesiones –supuestamente sometidas a concurso– se otorgaba favoreciendo los intereses británicos.

El marcado favoritismo del gobierno de Díaz hacia el capital británico no fue suficiente para detener la expansión económica norteamericana en México. La inmejorable posición geográfica de Estados Unidos y las presiones que por momentos ejercía el gobierno norteamericano sobre la administración porfirista fueron las condiciones que obligaron a Gran Bretaña a asumir el papel de segundo socio comercial de México. A pesar de la abierta simpatía que Díaz siempre mostró por el capital europeo, la relación con Estados Unidos era estrecha.

Pero los capitales extranjeros no lo eran todo. Para impulsar el desarrollo económico y el progreso material, la política exterior del Porfiriato fue la piedra angular. Durante los 34 años de dictadura el gobierno mexicano se comportó con independencia y valentía frente a las presiones que por momentos ejercía Washington sobre la administración de Díaz. El cumplimiento de los compromisos de la deuda definió desde 1878, la estabilidad y cordialidad de la relación bilateral.

El gobierno mexicano desarrollo una intensa actividad diplomática basada, desde luego en la estrecha cooperación con Estados Unidos. Con Washington se firmaron varios acuerdos. Se creó la comisión mixta de reclamaciones para cuidar los intereses de ambos países, se constituyó también la comisión internacional de limites. Como equilibrio político y económico resultaba imprescindible para México, el gobierno porfirista amplio sus horizontes hasta Europa. Las relaciones comerciales con Francia, España y Alemania alcanzaron un nivel sin precedentes. Inglaterra, por su parte, se convirtió en el contrapeso ideal en áreas estratégicas como la minería, los ferrocarriles y el petróleo. Porfirio Díaz mandó de embajador al Japón a su propio hijo porque ambos pueblos veían el auge del monstruo del norte como peligroso. (Argumentando cercanía de raza al ser la cultura mexicana y japonesa descendientes de la mongoloide que una rama cruzaría por el estrecho de Bering y serían los antepasados de los aztecas, y diversas etnias amerindias). Incluso en Centroamérica, la diplomacia mexicana actuó con independencia y se opuso a los intentos de Guatemala, auspiciados por Washington, de crear una sola nación con el resto de los países centroamericanos.

La política exterior de aquellos años, conducida por Porfirio Díaz y por sus Ministros de Relaciones Exteriores, Ignacio Luis Vallarta e Ignacio Mariscal fue radicalmente opuesta a la que se siguió en la primera mitad del siglo. Lejos de ser vaga e idealista con posiciones tajantes que no admitían negociación (como se demostró en el caso de Texas), esta diplomacia tuvo objetivos muy concretos -como lo fue el lograr el reconocimiento norteamericano- que iban a ser alcanzados con acciones pragmáticas y acomodaticias. Después de todo, si la finalidad era el desarrollo económico y esto requería de estabilidad y orden, ¿no era mejor acaso tener a los norteamericanos como socios y no como enemigos? De hecho, el gobierno de Díaz mataba así dos pájaros de un tiro, ya que era obvio que no sólo necesitaba evitar el conflicto, sino que también requería del capital y de la tecnología del vecino del norte para el ansiado desarrollo económico. Ambas cosas las consiguió al mismo tiempo.

Además fue una política exterior mucho más sofisticada que la de antaño.

Se reconocía que Estados Unidos no era una sola entidad monolítica, sino que estaba compuesto de diversos grupos con distintos intereses, así que de lo que se trataba era de atraer a los intereses adecuados para neutralizar a los otros.

A pesar de todo la relación con Estados Unidos marchó como en ningún otro momento del siglo XIX: en un ambiente de amistad, paz y apoyo. Con las fronteras abiertas a las inversiones extranjeras y la estabilidad política garantizada por don Porfirio, el gobierno estadounidense respiró tranquilo en Washington durante más de tres decenios. Tan estable se presentaba la administración de Díaz, que los políticos de Estados Unidos se convirtieron en accionistas de las principales compañías petroleras y ferrocarrileras. Es de Díaz, la frase "Tan Lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos".

Francisco Bulnes escribió: “Existía una convicción universal de que mientras el general Díaz disfrutase del apoyo ultraamistoso que le había concedido Estados Unidos, nada debía temer a las revoluciones. La diplomacia mexicana debió dedicarse a mantener intactas tan valiosas simpatías, básicas para nuestra orden social”. Durante los gobiernos de Porfirio Díaz se registraron dos hechos importantes para la administración pública. El primero, al expedirse el 11 de febrero de 1883 el quinto Reglamento Interior del Ministerio de Relaciones Exteriores, y el segundo, al decretarse la existencia de siete secretarías para el despacho de los asuntos de orden administrativo del gobierno federal, el 13 de mayo de 1891, estableciéndose la Secretaría de Relaciones Exteriores.

De esta manera, también se integró un Reglamento para el cuerpo diplomático, el cual fue la Ley reglamentaria del cuerpo diplomático mexicano de 1888. Es de destacar que don Porfirio Díaz mantuvo una posición firme en asuntos de la política exterior, ya que también desarrolló una postura de acercamiento industrial, comercial, cultural y financiero hacia los países europeos.

Un lugar entre las naciones

El evidente progreso porfiriano recuperó un término perdido en los azarosos y desgarradores decenios del siglo XIX “modernidad”. Por primera vez en su historia independiente y a pesar de las contradicciones políticas y sociales internas, la república intentaba mostrarse ante el orbe como una nación civilizada y moderna.

Convencido de las bondades de la “civilización moderna”, el gobierno de Porfirio Díaz se dedicó afanosamente el reconocimiento internacional. No en términos políticos –ya contaba, formalmente, con los más importantes-, ni económicos –las inversiones fluían libremente en México-, sino también en términos morales. Era imprescindible ganar un espacio en el mundo, obtener un lugar que permitiera a la republica desasirse del termino de “bárbaro” –utilizado por las naciones europeas al referirse a México en el siglo XIX-. La “tierra prometida” no estaba dentro de los limites del país, estaba afuera, en el concierto de las “naciones civilizadas” y en sus grandes escenarios: las exposiciones universales.

Hacia finales del siglo XIX las exposiciones internacionales se convirtieron en el escaparate de la modernidad. El vertiginoso avance de la ciencia y la tecnología abrió los espacios por donde entraron la luz eléctrica, el teléfono, el fonógrafo, la bombilla, el acero y el hierro para las construcciones, el petróleo y la maquinaria perfeccionada capaz de realizar la producción en masa.

La primera participación oficial de México en una exposición internacional se verificó en Philadelphia 1876. Su actuación fue modesta. Pero en 1884 Don Porfirio regreso a la presidencia, la presencia mexicana en la exposición de Nueva Orleans fue notable. La nación comenzó a demostrar un rostro diferente del que se conoció durante todo el siglo XIX: el del progreso. Con un pabellón construido con hierro y acero, conocido como La Alambra Mexicana, el gobierno de México dejó entrever un país dotado de grandes recursos, como la plata y de materias primas, como el henequén. Se mostró además generosamente abierto a los inversionistas interesados en orientar sus capitales hacia la minería o la agricultura.

En Nueva Orleans, más que una participación activa, México anunció al mundo el despegue del progreso porfiriano. El gobierno mexicano obtuvo varios reconocimientos en la exposición y desde ese momento apareció ante sus ojos el lugar donde debía consolidar su reconocimiento internacional, no en Estados Unidos, sino en Europa, en la ciudad luz: París.

En la Exposición Universal de París (1889), México participó con un pabellón en forma de palacio azteca y llevó a Europa una premisa novedosa para su propia modernidad, justificada en todos los niveles del régimen porfirista, y cuya importancia sería permanente incluso para los gobiernos revolucionarios del siglo XX: veneración por el pasado indígena.

El positivismo liberal porfiriano creyó encontrar las raíces más profundas de la identidad nacional en el periodo precortesiano. Era necesaria la reivindicación social, moral e histórica del indio muerto, porque con los indios vivos, como la etnia yaqui en Sonora, o la maya en Yucatán, que no conocían mayor “modernización” que la de sus costumbres-, el gobierno mantenía un estado de guerra y de exterminio permanentes. El anhelado progreso, sin embargo, no se entendía sin el reconocimiento de ese lejano pasado, y así lo expreso Justo Sierra: “un país que, aunque poseído de la fiebre del porvenir, una fiebre del crecimiento… no ha perdido un átomo del apego religioso a su historia… Todo ese mundo precortesiano… es nuestro, es nuestro pasado, lo hemos incorporado como preámbulo que cimienta y explica nuestra verdadera historia nacional”.

Y la “verdadera historia nacional” llevo a París el magno “palacio azteca”, vistoso pabellón que albergo en su interior muestras de arte mexicano – pintura, escultura, cerámica-; ejemplos de la riqueza minera de l país, cartas geográficas y geológicas, y gran variedad de productos agrícolas, como las frutas tropicales; pero sobre todo, libros acerca de reliquia arqueológicas y estudios antropológicos y etnográficos.

La moda mexicanista y el indigenismo como elemento de identidad nacional no impidieron, sin embargo, que la proyección y construcción el pabellón terminara en manos de un contratista francés, y el estilo arquitectónico definitivo, en el interior del palacio azteca, se tornara evidentemente afrancesado.

La presencia de México en París fue todo un éxito. El país dirigido por el caudillo de Tuxtepec se ganó un lugar entre las llamadas naciones civilizadas. Europa reconocía el progreso material y económico de México, que desde su pasado indígena arrojaba un nuevo paradigma a la humanidad: la patria de los afrancesados porfiristas guardaba una insospechable riqueza prehispánica que se insertaba perfectamente en la era moderna de finales del siglo XIX. Indigenismo cosmopolita, le llamaron.

En su informe de 1889, Porfirio Díaz reconoció el éxito alcanzado en la exposición universal de Paris: “motivo de verdadera complacencia debe ser para todo mexicano el resultado obtenido por la republica en la Exposición Universal en Paris…; según se sabe ya, México obtendrá en aquel certamen un buen número de premios. Por lo demás, inútil parece aludir a los resultados que se obtendrán del conocimiento exacto de nuestro país y de sus recursos” En los años siguientes a 1889 el país consolido con éxito la visión de que el gobierno porfiriano pretendía mostrar al exterior: una nación prospera, civilizada y pacífica, amante del orden y el trabajo y dispuesta a seguir el camino de las grandes potencias. Por razones políticas y económicas, su participación en las exposiciones universales de años posteriores se hizo imprescindible.

En 1893 en Chicago, destacó la “comisión mexicana para la mujer”; en el París de 1900 el pabellón mexicano despidió el siglo presentando el arrebato del Porfiriato: entre alegorías de la guerra de independencia y del glorioso periodo de la reforma, se levantaba la pax porfiriana iluminada por el símbolo del progreso: la luz eléctrica. Al iniciarse el nuevo siglo, Búfalo (1901) y San Luis Missouri (1904) serán las ultimas participaciones importantes del México de Porfirio Díaz. En cada una de ellas, el gobierno enarboló con el mismo éxito la bandera del indigenismo prehispánico.

La gran paradoja del México moderno de Porfirio Díaz saltaba a la vista. La “modernidad” del Porfiriato no se encontraba solo en el progreso- innegable elemento del futuro-, sino en lo más recóndito de su pasado: en las raíces ancestrales de su propia historia.

Bibliografía sugerida

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Véase también

Referencias

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Enlaces externos

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