Orden del Císter

Orden del Císter
Orden del Císter
Arms of Ordo cisterciensis.svg
Nombre latino Ordo Cisterciensis
Siglas O. Cist.
Nombre común Bernardos
Gentilicio Cistercenses
Tipo Orden monástica
Regla Regla de San Benito
Hábito Blanco
Fundador San Roberto de Molesmes
Fundación 1098
Lugar de fundación Abadía de Citeaux
Aprobación 1100 por el Papa Pascual II
Superior General Abad General Mauro Giuseppe Lepori
Religiosos 1470
Sacerdotes 717
Curia Piazza del Tempio di Diana, 14
00153 Roma, Italia
Sitio web www.ocist.org

La orden cisterciense (en latín: Ordo cisterciensis, o.Cist.), igualmente conocida como orden del Císter o incluso como santa orden del Císter (Sacer ordo cisterciensis, s.o.c.) es una orden monástica católica reformada, cuyo origen se remonta a la fundación de la Abadía de Císter por Roberto de Molesmes en 1098. Ésta se encuentra donde se originó la antigua Cistercium romana, localidad próxima a Dijon, Francia.

La orden cisterciense desempeñó un papel protagonista en la historia religiosa del siglo XII. Por su organización y por su autoridad espiritual, se impuso en todo el occidente, incluso en sus márgenes. Su influencia fue particularmente importante en el este del Elba donde la orden hizo «progresar al mismo tiempo el cristianismo, la civilización y el desarrollo de las tierras».[1]

Como restauración de la regla benedictina inspirada en la reforma gregoriana, la orden cisterciense promueve el ascetismo, el rigor litúrgico y trata, con cierta mesura, el trabajo como un elemento cardinal, como lo demuestra su patrimonio técnico, artístico y arquitectónico. Además de la función social que ocupó hasta la Revolución francesa, la orden ejerció una influencia importante en los ámbitos intelectual o económico, así como en el ámbito de las artes y de la espiritualidad.

Debe su considerable desarrollo a Bernardo de Claraval (1090-1153), hombre de una personalidad y de un carisma excepcionales. Su influencia y su prestigio personal hicieron que se convirtiera en el cisterciense más importante del siglo XII. Pues, aun no siendo el fundador, sigue siendo todavía hoy el maestro espiritual de la orden.[2]

La orden cisterciense, en nuestros días, está de hecho formada por dos órdenes y varias congregaciones. La orden de la «Común Observancia» contaba en 1988 con más de 1.300 monjes y 1.500 monjas, repartidos respectivamente en 62 y 64 monasterios. La Orden Cisterciense de la Estrecha Observancia», también llamada O.C.S.O., comprende hoy en día cerca de 2.000 monjes y 1.700 monjas, comúnmente llamados trapenses porque provienen de la reforma de la abadía de la Trapa, repartidos en 106 monasterios masculinos —abadías y prioratos y nuevas fundaciones—, y 76 monasterios femeninos, también llamados abadías o prioratos, junto con otras fundaciones, en el mundo entero.[3] [4] Pero si las dos órdenes cistercienses están actualmente separadas, mantienen estrechos vínculos de amistad y colaboración entre ellos, sobre todo en el ámbito de la formación y de la reflexión sobre el carisma común.

Su hábito es prácticamente el mismo: túnica blanca y escapulario negro, retenida por un cinturón que se lleva por debajo; el hábito de coro es la tradicional cogulla monástica, de color blanco, de donde viene la denominación de monjes blancos. De hecho, se les llamó en la Edad Media los monjes blancos en oposición a los monjes negros, que eran los benedictinos. También es frecuente la denominación monjes bernardos o simplemente bernardos por el impulso que dio a la orden Bernardo de Fontaine.

Aunque siguen la regla de san Benito, los cistercienses no son propiamente considerados como benedictinos. En efecto, es en el IV Concilio de Letrán (1215) cuando la palabra benedictino apareció para designar a los monjes que no pertenecían a ninguna Orden centralizada,[5] por oposición a los cistercienses. Pero numerosos vínculos unen a ambas familias monásticas, en particular en el ámbito de la formación.

Abadía de Pontigny, fundada en 1114, segunda hija de la Orden.
Abadía de las Huelgas Reales de Valladolid fundada en 1282, pero cuyo edificio data del siglo XVI.
Abadía de San Pedro de Cardeña, fundada en el 899
Monasterio de Poblet, fundado en 1149 por Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona.
La abadía de Santes Creus, del siglo XII y declarado monumento nacional en 1921.
Brazo y báculo típico cisterciense en lápida de Abad en Abadía de Boyle (Irlanda).

Contenido

Historia

La génesis de la orden cisterciense

En Occidente, en el cambio entre el siglo XI y el siglo XII, son numerosos los fieles que buscan «nuevas vías de perfección»,[6] «deseo inexpresado, pero exaltando todo el fervor de rejuvenecer el mundo».[7] Sin embargo, las peregrinaciones y cruzadas no alimentan espiritualmente a todos los creyentes.

También, conjugando el ascetismo y el rigor litúrgico y rechazando la ociosidad en contraposición al trabajo manual, la Regula Sancti Benedicti es a finales del siglo XI una formidable fuente de inspiración para los movimientos que se esforzaban en buscar la perfección, tales como la Orden de Grandmont o la Orden Cartuja, fundada por San Bruno en 1084. La Orden Cisterciense está marcada en su nacimiento por la necesidad de reforma y la inspiración evangélica que apuntala igualmente la experiencia de Robert de Arbrissel, fundador de la Orden de Fontevraud en 1091, y la eclosión de los capítulos de canónigos regulares.

Los padres fundadores

La aventura cisterciense comienza con la fundación de la abadía de Notre-Dame de Molesmes por Roberto de Molesmes en 1075, en la región de Tonnerre.

Nacido en Champaña y emparentado con la familia Maligny, una de las más importantes de la región, Roberto de Molesmes comienza su noviciado a la edad de quince años en la abadía de Moutiers-la-Celle, en la diócesis de Troyes, donde se convirtió en prior. Imbuido del ideal de restauración de la vida monástica tal como había sido instituido por San Benito, abandona el monasterio en 1075. Consigue poner en práctica ese ideal compartiendo la soledad, la pobreza, el ayuno y la oración con siete ermitaños, cuya vida espiritual dirige, e instalándose en el bosque de Collan (o Colán), cerca de Tonnerre.[8] Gracias a los señores de Maligny, el grupo se establece en el valle del Laignes, en la localidad de Molesmes,[9] adoptando reglas similares a las de los camaldulenses y combinando la vida comunal de trabajo y el oficio benedictino con el eremitismo.

Esta fundación es un éxito: la nueva abadía atrae a numerosos visitantes y donantes, religiosos y laicos. «Quince años después de su fundación, Molesmes se asemeja a cualquier abadía benedictina próspera de su época.»[10] Pero las exigencias de Roberto y de Albéric son mal aceptadas. Se producen divisiones en el seno de la comunidad. En 1090, Roberto, con algunos compañeros, decide alejarse durante un tiempo de la abadía y sus disensiones y se establece con algunos hermanos en Aulx, para llevar allí una vida de ermitaño. Sin embargo, es obligado a regresar a la abadía que dirige en Molesmes.

Sabiendo que no conseguirá satisfacer su ideal de soledad y pobreza en el clima de Molesmes, donde los partidarios de la tradición se oponen a los de la renovación, Roberto, con autorización del legado del Papa Hugues de Die, acepta un lugar solitario ubicado en el bosque pantanoso de la baja región de Dijon que le proponen el duque de Borgoña, Eudes I, y sus primos lejanos los vizcondes de Beaune, para retirarse y practicar, con la mayor austeridad, la regla de San Benito. En este lugar cercano al valle del Saona, a veintidós kilómetros al sur de Dijon, encuentra un «desierto» cubierto de cañas. Alberico y Esteban Harding, así como otros veintiún monjes fervorosos, lo acompañan en su "terrible soledad", en la que se instalan el 21 de marzo de 1098, en el lugar conocido como La Forgeotte, alodio concedido por Renard, vizconde de Beaune, para fundar allí otra comunidad denominada durante un tiempo el novum monasterium.

El «nuevo monasterio»

El abaciado de Roberto

Los inicios del novum monasterium,[11] en edificios de madera rodeados de una naturaleza hostil, son difíciles para la comunidad. La nueva fundación se beneficia, no obstante, del apoyo del obispo de Dijon. Eudes de Borgoña también da muestras de generosidad; Renard de Beaune, su vasallo, cede a la comunidad las tierras que lindan con el monasterio.[12] La benévola protección del arzobispo Hugues permite la edificación de un monasterio de madera y de una humilde iglesia. Roberto tiene el tiempo justo de recibir del duque de Borgoña una viña en Meursault, ya que, tras un sínodo celebrado en Port d’Anselle en 1099 que legitima la fundación del novum monasterium, se ve obligado volver a Molesmes, donde encontrará la muerte en 1111.

La historiografía cisterciense censura durante algún un tiempo la memoria de los monjes que regresan a Molesmes. Así, los escritos de Guillermo de Malmesbury, y luego el Pequeño y el Gran Exordio, se hallan en el origen de la leyenda negra que, en el seno de la orden, persigue a Roberto y a sus compañeros de Molesmes «a quienes no les gustaba el desierto.»[13]

El abaciado de Alberico

Los fundadores de Cîteaux: Roberto de Molesmes, Alberico y Esteban Harding venerando a la Virgen María.

Roberto deja la comunidad en manos de Alberico, uno de los más fervientes partidarios de la ruptura con Molesmes. Alberico, administrador eficaz y competente, obtiene la protección del papa Pascual II (Privilegium Romanum) que promulga el 19 de octubre de 1100 la bula Desiderium quod. Alberico, enfrentado a numerosas dificultades materiales, desplaza su comunidad dos kilómetros más al sur, a orillas del Vouge, para encontrar un suministro suficiente de agua.[14] Bajo sus órdenes, se construye una iglesia a unos centenares de metros del lugar inicial. El 16 de noviembre de 1106 Gauthier, obispo de Chalon, consagra en este nuevo lugar la primera iglesia construida en piedra. Alberico consigue mantener el fervor espiritual en el seno de su comunidad, a la que somete a una ascesis muy dura. Pero Cîteaux vegeta, las vocaciones son escasas y sus miembros envejecen. Los años parecen difíciles para la pequeña comunidad ya que «los hermanos de la Iglesia de Molesmes y otros monjes vecinos no dejan de acosarlos y de perturbarlos porque temen parecer ellos mismos más viles y despreciables a los ojos del mundo si se ve a los otros vivir entre ellos como monjes nuevos y singulares».[15]

Sin embargo, la protección del duque de Borgoña, la de su hijo Hugo II, con posterioridad a 1102, y los clérigos surgidos del valor de la comunidad, permiten un primer desarrollo. A partir de 1100, el monasterio atrae a algunos neófitos; algunos novicios se incorporan al grupo. Durante su abaciado, Alberico hace adoptar a los monjes el hábito de lana cruda a cambio del hábito negro de los monjes de la orden de Cluny, lo que valdrá a los monjes cistercienses el apodo de «monjes blancos», el de «benedictinos blancos», a veces, o el de «bernardinos», del nombre de san Bernardo, por oposición a los benedictinos o «monjes negros».

Alberico define también el estatuto de los hermanos conversos —religiosos que no son ni clérigos ni monjes, pero sujetos a la obediencia y a la estabilidad y que llevan a cabo el grueso de los trabajos manuales— y hace emprender el trabajo de revisión de la Biblia, que será concluido bajo el abaciado de Esteban Harding.

El abaciado de Esteban Harding

Esteban Harding y el abad de Saint-Vaast d'Arras depositando su abadía a los pies de la Virgen.[16]

En 1109, Esteban Harding se hace cargo de los destinos de Cîteaux, sucediendo a Alberico tras la muerte de este último. Esteban, noble anglosajón de sólida formación intelectual, es un monje formado en la escuela de Vallombreuse que ya desempeñó un papel protagonista en los acontecimientos de 1098. Mantiene excelentes relaciones con los señores locales.

La benevolencia de la castellana de Vergy y del duque de Borgoña garantizan el desarrollo material de la abadía. La revalorización de las tierras garantiza a la comunidad los recursos necesarios para su subsistencia. El fervor de los monjes confiere a la abadía un gran renombre. En abril de 1112 o mayo de 1113,[17] el joven caballero Bernardo de Fontaine, junto a una treintena de compañeros, hace su entrada en el monasterio cuyos destinos va a transformar. Con la llegada de Bernardo, la abadía se engrandece. Los postulantes fluyen, los efectivos crecen e impulsan a Esteban Harding a fundar «abadías filiales».

La fundación de la orden

En 1113 se funda la primera abadía filial en La Ferté, en la diócesis de Chalon-sur-Saône, seguida por la de Pontigny, en la diócesis de Auxerre, en 1114. En junio de 1115, Esteban Harding envía a Bernardo con doce camaradas a fundar la abadía de Claraval, en Champaña. El mismo día, una comunidad monástica parte de Cîteaux para fundar la abadía de Morimond.

Sobre este tronco de las cuatro filiales de Cîteaux, la orden cisterciense va a desarrollarse y la familia cisterciense crecerá durante el todo el siglo XII. A partir de 1120, la orden se establece en el extranjero. Finalmente, junto a los monasterios de hombres se crearán conventos de monjas. El primero se establece en 1132 por iniciativa de Esteban Harding en Tart-l'Abbaye, siendo el de Port-Royal-des-Champs uno de los más célebres.

Para Esteban Harding, organizador de la orden y gran legislador, la obra que ve nacer es aún frágil y precisa ser reforzada. Las abadías creadas por Cîteaux necesitan el vínculo que será la marca de su pertenencia a la aplicación estricta de la regla de San Benito y hacer solidarias a las comunidades monásticas. La Carta de Caridad que él elabora se convierte en el «cimiento» que garantizará la solidez del edificio cisterciense.

La Carta de caridad

Entre 1114 y 1118, Esteban Harding redacta la «Carta Caritatis» o Carta de caridad, texto constitucional fundamental en el cual se basa la cohesión de la orden. En ella establece la igualdad entre los monasterios de la orden. En cumplimiento de la unidad de observancia de la regla de San Benito, tiene por objeto organizar la vida diaria e instaurar una disciplina uniforme en el conjunto de las abadías. El papa Calixto II la aprueba el 23 de diciembre de 1119 en Saulieu. La Carta fue objeto de diferentes actualizaciones.

Esteban Harding prevé que cada abadía, aun conservando una gran autonomía, en particular financiera, dependa de una abadía-madre: la abadía que la fundó o aquélla a la que está vinculada. Sus abades, elegidos por la comunidad, controlan la abadía a su criterio. Al mismo tiempo, ha sabido prever sistemas eficaces de control, evitando al mismo tiempo la centralización: la abadía-madre tiene derecho de fiscalización y su abad debe visitarla anualmente.

Esteban Harding instituyó, en la cumbre del edificio, el Capítulo general como órgano supremo de control. El Capítulo general reúne, cada 14 de septiembre, bajo la presidencia del abad de Cîteaux que fija el programa, a todos los abades de la orden, que están obligados a asistir personalmente o, excepcionalmente, a estar representados. Todos tienen el mismo rango, excepto los abades de las cuatro ramas principales.

Por otra parte, el Capítulo general decreta estatutos y aporta las adaptaciones necesarias para las normas que rigen la orden. Las decisiones tomadas en estas asambleas se anotan en registros llamados statuta, instituta et capitula.

Este sistema, como subraya Dom J. M. Canivez, permitió «una unión, una intensa circulación de vida y un verdadero espíritu de familia que agrupaba en un cuerpo compacto a las abadías surgidas de Cîteaux».

Bernardo de Claraval y la expansión de la orden

Artículo principal: Bernardo de Claraval

Bernardo de Claraval

La orden debe el considerable desarrollo que conoció en la primera mitad del siglo XII a Bernardo de Claraval, (1090-1153), el más célebre de los cistercienses y a quien se puede considerar como su maestro espiritual.[18] Sus orígenes familiares y su formación, sus apoyos y sus relaciones, su propia personalidad, explican en gran parte el éxito cisterciense.

Su familia es conocida por su piedad; su madre le transmite su inclinación por la soledad y la meditación. Decide no abrazar el oficio de las armas e intenta retirarse del mundo. Sin embargo, durante su vida religiosa conserva un agudo sentido del combate. «Una vez convertido en monje, Bernardo sigue siendo un caballero que alienta a los que combaten por Dios».[19] Persuasivo y carismático, anima a muchos de sus parientes a seguirlo a Cîteaux, abadía próxima a las tierras de su familia.[20]

Solamente tres años después de su entrada en la orden cisterciense, Bernardo, consagrado abad por Guillermo de Champeaux, obispo de Châlons-sur-Marne, se pone a la cabeza de la abadía de Claraval el 25 de junio de 1115.

«Durante diez años se entrega por entero a la comunidad de la que era [...] el padre. Después de Claraval, ya bien establecido y arraigado, a su vez prolífico, esparcida también su descendencia por todas partes, en Trois-Fontaines, en Fontenay, en Foigny, Bernardo habla solamente para los religiosos de su monasterio».
Georges Duby, Saint Bernard et l'art cistercien, op cit., p. 10.
Bernardo de Claraval enseñando en la sala capitular, Heures d'Étienne Chevalier, ilustradas por Jean Fouquet, museo Condé, Chantilly.

Sin dejar de ocuparse de Claraval, de donde seguirá siendo abad toda su vida, Bernardo tiene una influencia religiosa y política considerable fuera de su orden.[21] Durante toda su vida se guía por la defensa de la orden cisterciense y sus ideales de reforma de la Iglesia. Se lo encuentra en todos los frentes y su vida es rica en paradojas: proclama su deseo de retirarse del mundo y, sin embargo, no deja de mezclarse en los asuntos del mundo. De buen grado imparte lecciones, pero, seguro de la superioridad del espíritu cisterciense, abruma con sus reproches a sus hermanos cluniacenses.[22] Tiene muy duras palabras para fustigar a los clérigos y a los prelados que sucumben a las riquezas materiales y al lujo. No desdeña la picardía, la astucia, la mala fe o las injurias para abatir a su adversario —el teólogo Pedro Abelardo sufrió en persona esta dura experiencia[23] —. Se lo ve en el Languedoc intentando frenar los progresos de la herejía. Recorre Francia y Alemania, movilizando a las muchedumbres tras la predicación de Vézelay, el 31 de marzo de 1146, para lanzar la Segunda Cruzada. Interviene en la designación de los papas, cuya causa consigue hacer triunfar: Inocencio II contra Anacleto II, y llega incluso a dar lecciones a los soberanos pontífices.[24]

Las fundaciones prosiguen a un ritmo constante. Así, las abadías de la Cour-Dieu y de Bonnevaux. La orden, con su base borgoñona, conquista el Dauphiné y el Marne; luego, en poco tiempo, todo el Occidente cristiano. No hay una nación católica, desde Escocia a Tierra Santa, de Lituania y Hungría a Portugal, que no haya conocido a los cistercienses en alguno de sus setecientos sesenta y dos monasterios.[25] De Claraval surge, en suma, la mayor rama de la orden cisterciense: trescientas cuarenta y una casas, ochenta de ellas filiales directas, dispersadas por toda Europa; aún más que Cluny que sólo cuenta con alrededor de 300.[26] Así pues, gracias al número de sus filiales que sobrepasa a las de Cîteaux, el peso de la Abadía de Claraval no deja de crecer, en particular en las decisiones tomadas en los Capítulos generales.[27]

Cuando muere, el 20 de agosto de 1153, honrado por todo el mundo cristiano, convierte a Cîteaux en uno de los principales centros de la cristiandad, en un alto lugar espiritual.

La organización de la orden

«Debemos ser unánimes, sin divisiones entre nosotros: todos juntos, un solo cuerpo en Cristo, siendo miembros los unos de los otros»
— San Bernardo, Sermon pour la Saint-Michel, I, 8.

La regla benedictina se presenta como una síntesis entre exigencias contrarias: independencia económica y actividad litúrgica, actividad apostólica y rechazo del mundo. Los Statuts des moines cisterciens venus de Molesme (Estatutos de los monjes cistercienses venidos de Molesmes), redactados en los años 1140, son una propuesta de normalización del ideal primitivo: estricta observancia de la regla benedictina, búsqueda del aislamiento, pobreza integral, rechazo de los beneficios eclesiásticos, trabajo manual y autarquía.

Los primeros abades de Cîteaux habían encontrado este equilibrio en la sencillez rústica, en la ascesis y el gusto por el cultivo. Los siglos XII y XIII, marcados por los escritos de los «cuatro evangelistas de Cîteaux», debían permitir profundizar y apuntalar estos principios de organización. Pero a partir del abaciado de Esteban Harding, aparece una legislación bajo la forma La Charte de charité et d'unanimité (La Carta de Caridad y de unanimidad) que regula las relaciones de las abadías-madre, de sus filiales y pequeñas filiales. La multiplicación de las creaciones y la extensión de este nuevo monacato exigen una nueva reflexión sobre su administración. Para Philippe Racinet, «la organización cisterciense es una obra maestra de construcción institucional medieval».[28] La exención de la jurisdicción episcopal permite a la orden de Cîteaux poner a punto dos instituciones que debían convertirse en su fuerza: el sistema de visitas de los abades-padres y el Capítulo general anual.[29] Al mismo tiempo, muy probablemente entre 1097-1099, el abad Esteban hace poner por escrito el relato de las fundaciones.

La «abadía madre» y sus filiales
Primeras filiales de Cîteaux en el siglo XII

En los años 1120, los recién llegados, integrados en establecimientos geográficamente distantes, reciben formación apropiada en la casa que los acoge. Para favorecer la cohesión, evitar las discordias y fundar relaciones orgánicas entre los monasterios, a partir de 1114 Esteban redacta una «Carta de unanimidad y de caridad».[30] Esta carta, en tanto que documento jurídico, «regula el control y la continuidad de la administración de cada casa, [...] define las relaciones de las casas entre ellas y asegura la unidad de la orden».[31] No se completa hasta 1119; después, debido a nuevas dificultades, se modifica hacia 1170, para dar nacimiento a la Charte de charité postérieure (Carta de caridad posterior).

Por su espíritu, se separa del modelo cluniacense de «familia» jerarquizada, ofreciendo amplia autonomía a cada monasterio. Cîteaux permanece como autoridad espiritual guardiana de «la observancia de la santa regla» establecida en el «nuevo monasterio».

Cada monasterio, según el principio de caridad, tiene el deber de socorro a las fundaciones más desamparadas, mientras que las abadías madres garantizan el control y la elección de los abades dentro de las abadías filiales. El abad de Cîteaux, por medio de sus consejos y en sus visitas, conserva una autoridad superior. Cada abad debe ir a Cîteaux todos los años, en torno a la fiesta de la Santa Cruz, el 14 de septiembre, para el Capítulo general, como órgano supremo de gobierno y de justicia, a resultas del cual se promulgaban estatutos. Este procedimiento no es enteramente original puesto que se remonta, también, a los orígenes de la orden de Vallombreuse, pero la inspiración procede, obviamente, del convenio entre Molesmes y Aulps, firmado en 1097 bajo el abaciado de Roberto. Desde finales del siglo XII, el Capítulo es asistido por un comité de definidores nombrados por el abad de Cîteaux; es el Définitoire (Definitorio). Los cistercienses aceptan, sin embargo, el apoyo y el control del obispo del lugar en caso de conflicto en el seno de la orden. Así, a partir de 1120, en el plano jurídico y normativo, lo esencial de lo que constituye la orden reposa sobre principios sólidos y coherentes.

Los lugares cistercienses
La abadía de Pontigny, éstablecida en el valle del Serein, en la frontera de los condados de Auxerre, Nevers y Tonnerre.

«Bernardus valles amabat», «Bernardo amaba los valles». La elección del lugar cisterciense ha respondido con frecuencia a este proverbio, como prueba la toponimia cisterciense: abadía de Císter, Clairvaux, Bellevaux, Clairefontaine, Droiteval.[32] El valle arbolado debe contener, en extensiones amplias, todos los ingredientes que respondan a las necesidades de la vida monástica, sin encontrarse demasiado lejos de los ejes de circulación.[33] ¿Cómo explicar la elección de esos valles poco soleados, que reclaman necesarios acondicionamientos y, a veces, un cambio de implantación cuando el medio se muestra demasiado ingrato?

Ciertamente, el lugar debe permitir el aislamiento, conforme a una vida fuera del mundo; además, deben tenerse en cuenta las posibles relaciones con los señores locales. En opinión de Terryl N. Kinder, los valles, no man's land, «delimitaban un territorio “neutral” donde los nobles belicosos de las dos orillas estaban en tregua, pero que, por su posición estratégica, no servían para uso doméstico.»[34] Pero, sobre todo, los valles están disponibles ya que son poco atractivos.

Emplazamiento de la abadía de Fontfroide.

Sin embargo, no conviene exagerar el carácter malsano de estos lugares; los cistercienses no buscaban deliberadamente pantanos insalubres. Las numerosas referencias a «lugares de horror» en los documentos primitivos remiten a topoi bíblicos. El lugar debe presentar ventajas y recursos suficientes, y a menudo la elección inicial no presenta todas las características requeridas. Por ello, las fundaciones son a menudo largas y peligrosas y la nueva abadía solo se consagra a condición de que el oratorio, el refectorio, el dormitorio, el alojamiento y la portería estén bien situados.[35]

En definitiva, si la elección de una fundación depende de «una sabia mezcla hecha de piedad, política y pragmatismo, [...] el paisaje quizá desempeñó un papel en la formación de la espiritualidad de la nueva orden».[36]

Cîteaux, vanguardia de la Iglesia

La espiritualidad cisterciense, de acuerdo con el ideal de pobreza en boga en aquella época, atrae numerosas vocaciones, en particular gracias a la energía y al carisma de Bernardo de Claraval. La orden recibe también numerosas donaciones tanto de gente humilde como de los poderosos. Entre estos donantes se cuentan personalidades de primer orden, como los reyes de Francia, Inglaterra, España o Portugal, el duque de Borgoña, el conde de Champaña, obispos y arzobispos.[37]

Esta evolución sostiene el desarrollo de las filiales de la orden que, a la muerte de Bernardo, cuenta con trescientos cincuenta monasterios,[38] sesenta y ocho de ellos establecidos por Claraval. La expansión se produce por diáspora, por sustitución o por incorporación.

Entre las nuevas comunidades, citemos la Abadía de Noirlac y la de Fontmorigny, cuyos edificios todavía existen en el Cher. La línea de Claraval cuenta hasta 350 monasterios, la de Morimond más de 200, la de Cîteaux un centenar, solamente una cuarentena la de Pontigny y menos de veinte la de La Ferté. A partir de 1113, las primeras monjas se instalan en el castillo de Jully. Se instituyen en 1128 en la Abadía de Tart, en la diócesis de Langres, y adoptan el nombre de Bernardines. Los monasterios del suburbio de Saint-Antoine, en París, y de Port-Royal-des-Champs son los más famosos de los que las monjas ocupan posteriormente.

El desarrollo cisterciense en los siglos XII y XIII[39]
Periodos Número de establecimientos
integrados en la orden
En territorio francés
1151-1200 209 59 / (28%)
1201-1250 120 13 / (11%)
1251-1300 46 3 / (6,5%)
1151-1300 375 75

Como consecuencia del crecimiento de la orden con la fundación de centenares da abadías y la incorporación de varias congregaciones (las de Savigny, que cuenta con treinta monasterios, y la de Obazine en vida de San Bernardo), la uniformidad de las costumbres se altera imperceptiblemente. En 1354, la orden cuenta con 690 casas de hombres y se extiende de Portugal a Suecia, de Irlanda a Estonia y de Escocia hasta Sicilia. Nos obstante, la mayor concentración se da en tierras francesas y más concretamente en Borgoña y Champaña.[40]

Las monjas cistercienses

Hacia 1125, algunas monjas benedictinas abandonan su priorato de Jully-les-Nonnains y se instalan en la Abadía de Tart, solicitando la protección del abad de Císter, Esteban Harding, que se la concede en 1132. Luego se crean otros monasterios y se incorporan a la orden. El de Tart, la abadía madre, alberga cada año el capítulo general de las abadesas. Hacia 1200 se contabilizan dieciocho monasterios de monjas cistercienses en Francia. Luego, durante el siglo XII, las monjas crean abadías en Bélgica, Alemania, Inglaterra, Dinamarca y España. Algunas de estas fundaciones españolas existen aún hoy, como el Monasterio Real de las Huelgas de Burgos, creado en 1187 por Alfonso VIII de Castilla, y que sigue estando afiliado al espiritual de la orden de Cîteaux.[41]

Entre las monjas cistercienses, principalmente en el siglo XIII, se han contado varias santas, como Santa Lutgarda en Bélgica, Santa Eduviges en Polonia, las santas Gertrudis de Helfta y Matilde de Magdeburgo, ambas del convento de Helfta, en Sajonia, lugar señero de la mística renana y uno de los numerosos monasterios femeninos que seguían los usos de Cîteaux sin estar jurídicamente afiliados a la orden, ya que ésta temía tener que proporcionar limosnas a demasiadas casas de monjas. Entre las místicas cistercienses podemos nombrar a Béatrice de Nazareth, hacia 1200-1261, o también a Santa Juliana de Cornillon (1191-1254), que fue la instigadora de la fiesta del Corpus Christi, fiesta instituida en la Iglesia por el papa Urbano IV en 1268.

El apogeo político de los siglos XII y XIII

Con San Bernardo interviniendo de manera más o menos directa como árbitro, consejero o guía espiritual en las grandes cuestiones del siglo, la orden cisterciense adopta el papel de guardián de la paz religiosa. Con el apoyo del papado, de reyes y de obispos, la orden prospera y crece. Las autoridades laicas y eclesiásticas desean que insufle su espíritu en la Iglesia regular y secular. Por ejemplo, Pedro, abad de La Ferté, es elevado a la dignidad episcopal hacia 1125. La orden parece destinada a desempeñar un nuevo papel en la sociedad, papel que había rehusado asumir hasta entonces a lo largo del siglo.

En el siglo doce, el orden cisterciense ejerce una gran influencia política. Bernardo de Claraval influye decisivamente en la elección del papa Inocencio II en 1130, y luego en la de Eugenio III en 1145.[42] Este antiguo abad cisterciense predica, a petición de la orden, la Segunda Cruzada que lleva a Tierra Santa a Luis VII y a Conrado II. Bernardo es quien hace reconocer la Orden del Temple. En el siglo XII la orden proporciona a la iglesia 94 obispos y el papa Eugenio III.

San Bernardo predicando la 2ª Cruzada, en Vézelay, en 1147. Cuadro del siglo XIX.

Esta expansión garantiza a los cistercienses un lugar preponderante no sólo en el seno del monacato europeo sino también en la vida cultural, política y económica. Bernardo, líder del pensamiento de la Cristiandad, llama a los señores a la reconquista de Tierra Santa el 16 de febrero de 1147; los cistercienses predican durante la Tercera Cruzada (1188-1192) y algunos hermanos participan en ella personalmente. La orden se manifiesta durante la evangelización de la región francesa de Midi y en la lucha contra los cátaros, cuya doctrina es condenada y combatida por la Iglesia. Arnaud Amaury, abad de Cîteaux, es designado Legado por el papa y organiza la cruzada contra los Albigenses. Los cistercienses preceden a los dominicos en estos territorios, en los que garantizan la predicación y organizan la represión de la herejía. Se les encargan misiones de cristianización y, protegidos por el brazo secular, penetran en Prusia y en las provincias bálticas.

Defensores de los intereses de la Santa Sede, toman partido en la querella entre el Papa y el Emperador, donde los cistercienses apoyan los objetivos teocráticos del pontífice. En el plano institucional, esta crisis refuerza a la orden que trata de ganar coherencia. Con el favor de estas nuevas prerrogativas, «nace una nueva comunidad [...] que se aleja del modelo creado por los padres fundadores, pero que ni se pervierte ni es pervertida [...]; se trata de lo que podríamos llamar el segundo orden cisterciense».[43]

En 1334, un cisterciense, antiguo abad de la Abadía de Fontfroide, accede a la dignidad papal bajo el nombre de Benedicto XII. Bajo su pontificado, la orden gana en coherencia y traza una nueva organización en 1336, bajo la forma de la Constitución Benedictina.[44] El Capítulo general ejerce en lo sucesivo un control más estrecho sobre la gestión de las finanzas y bienes inmobiliarios de las abadías, función que hasta ese momento dependía únicamente del poder del abad. De este modo, en la primera mitad del siglo XIV, y fiel al espíritu de los primeros tiempos, la orden goza de un ascendiente sobre el conjunto de la cristiandad. La Constitución subraya la importancia de su acción en el seno de la Iglesia.

«Brillante como la estrella de la mañana en un cielo cargado de nubes, la Santa Orden cisterciense, por sus buenas obras y su edificante ejemplo, comparte el combate de la Iglesia militante. Por la dulzura de la santa contemplación y los méritos de una vida pura, se esfuerza en escalar con María la montaña de Dios, mientras que, por una encomiable actividad y piadosos servicios, intenta imitar los diligentes cuidados de Marta [...] esta orden ha merecido extenderse de un extremo a otro de Europa.»
Benedicto XII, Constitución Benedectina, 1335.[45]

Una orden enfrentada a las dificultades y críticas: retroceso y reformas

Debido a las numerosas adhesiones y donaciones, y también a una perfecta organización y un gran dominio técnico y comercial en una Europa en plena expansión económica, la orden se convierte rápidamente en protagonista de todos los sectores. Pero el extraordinario éxito económico de la orden en el siglo XIII acaba por volverse contra ella. Las abadías aceptan numerosas donaciones, que a veces son participaciones en molinos o en censos. Las abadías recurren, pues, de hecho, al arrendamiento rústico o a la aparcería, mientras que originariamente la orden explotaba sus tierras mediante el trabajo manual de los conversos. El desarrollo económico es poco compatible con la vocación inicial de pobreza que dio lugar al éxito de la orden en el siglo XII. Por ello, la disminución de las vocaciones hace cada vez más difícil reclutar conversos. Los cistercienses recurren entonces de manera creciente a mano de obra asalariada, en contradicción con los preceptos originales de la orden.

Si bien la orden conserva en el siglo XIV un verdadero poder económico, se enfrenta a la crisis económica que comienza y que empeorará con la Guerra de los Cien Años. Muchas abadías se empobrecen. Aunque durante la Guerra de los Cien Años los monasterios cistercienses se benefician de su relativa autonomía, el conflicto daña a numerosos establecimientos. En particular, el reino de Francia es explotado por las compañías de mercenarios, muy presentes en Borgoña y en sus grandes ejes comerciales. En 1360, los hermanos de Cîteaux se ven obligados a refugiarse en Dijon. El monasterio es presa del pillaje en 1438. Golpeada por el desafecto y el hundimiento demográfico consecuencia de la guerra y de la Gran peste, la orden se enfrenta a la disminución de sus comunidades. En el siglo XVI, la abadía de Vauluisant sólo cuenta con trece monjes, y a finales de siglo solamente con diez.[46]

Por último, en el siglo XIII, con el desarrollo de las ciudades y de las universidades, los cistercienses, instalados principalmente en lugares remotos, pierden su influencia intelectual en favor de las órdenes mendicantes que predican en las ciudades y que proporcionan a las universidades sus más grandes maestros.[47]

El Gran Cisma de Occidente asesta un segundo golpe a la organización de la orden. Por una parte, la exacerbación de los particularismos nacionales perjudica la unidad; por otra parte, los dos papas compiten en generosidad para garantizarse el apoyo de los monasterios, lo que supone «un perjuicio considerable a la uniformidad de la observancia.»[48] Las consecuencias del Cisma y en particular las guerras husitas son especialmente dolorosas para los monasterios situados en los confines orientales de Europa. Las abadías de Hungría, Grecia y Siria son destruidas durante las conquistas otomanas. La celebración de un Capítulo general plenario en estas condiciones se hace cada vez más difícil a causa de los conflictos armados pero, también, de las distancias que separan a las distintas comunidades. En 1560, sólo están presentes trece abades.[49]

Las transformaciones medievales y las crisis políticas y religiosas de los siglos XIV y XV obligan a la orden a adaptarse. El clero y el poder real franceses critican cada vez más violentamente sus privilegios. En el siglo XV nacen nuevas obediencias y se hacen esfuerzos para conservar la unidad original y restaurar el edificio cisterciense. Como consecuencia, los siglos XV y XVI constituyen un período de desarrollo de las congregaciones en el seno de la orden.

Con la multiplicación de las propiedades inmobiliarias, aparecen otras desviaciones a partir del siglo XV: abades ausentes o mundanos, e incluso un modo de vida señorial cada vez más marcado. La introducción del sistema de «encomienda», en la Edad Media tardía, por la cual el rey nombra a un abad laico cuyo primer cometido es, a menudo, obtener el máximo de beneficios financieros, no hace sino acentuar este estado de cosas. El papado de Aviñón decide cambiar el método de elección de los abades que, en adelante, no serán elegidos por su comunidad sino nombrados por los príncipes o el Soberano Pontífice. El reclutamiento se hace cada vez más entre prelados seculares, alejados de las preocupaciones monásticas pero preocupados por las rentas abaciales. Este sistema de encomienda resulta especialmente desastroso en tierras francesas e italianas, que a lo largo del siglo XVI asisten a un rápido deterioro de los edificios cistercienses. Un cierto laxismo se apodera de algunas abadías.

En las regiones orientales de occidente y de la península ibérica no se da la misma situación. En los edificios de Bohemia, Polonia, Baviera, España y Portugal se instaura un movimiento de reconstrucción de inspiración barroca.

No obstante, algunas voluntades de reforma aparecen en el reino de Francia. El Capítulo general de 1422 se pronuncia claramente sobre la cuestión: «Nuestra Orden, en las distintas partes del mundo donde se encuentra extendida, parece deformada y decaída en lo que afecta a la disciplina regular y a la vida monástica.»[50] Se restaura el sistema de visitas. La urgencia de la reforma se revela pronto en toda la orden. En 1439 se promulga una «Rúbrica de definidores» para recordar las exigencias de la vida monástica, las distintas prohibiciones de indumentaria y alimentarias y la necesidad de denunciar las prácticas abusivas. Por esa misma época, la Santa Sede decide abolir la práctica de la encomienda.[51]

En ese contexto, un movimiento de reafirmación de la disciplina y las exigencias espirituales se desarrolla en los Países Bajos, en Bohemia y luego en Polonia, antes de conquistar toda Europa. Algunos monasterios se reúnen localmente, bajo el impulso de las comunidades o del poder pontificio, para formar congregaciones cada vez más autónomas respecto al Capítulo general. No obstante, aprovechando la reconquista de Borgoña por Luis XI, Jean de Cirey, abad de Cîteaux, recupera su papel de jefe de la orden, papel que había perdido desde el Gran Cisma.[52] En 1494 reúne a los abades más influyentes en el colegio de los Bernardinos donde se promulgan los artículos reformadores llamados «de París». Aunque son bien acogidos, la reforma es sin embargo poco perceptible y se debe a menudo a iniciativas individuales efímeras.

El movimiento de reforma protestante conmociona profundamente la situación. Un gran movimiento de deserción afecta a las comunidades del norte de Europa y los príncipes ganados para la Reforma confiscan los bienes de la orden. Los monasterios ingleses, luego los escoceses y finalmente los irlandeses lo son entre 1536 y 1580. Más de 200 establecimientos desaparecen antes del final del siglo XVII. Con la deserción de Inglaterra y de numerosos estados germánicos pasados a la Reforma, la historia de la orden se halla circunscrita, a partir de ese momento y durante dos siglos, al reino de Francia.

La orden en el momento de la Contrarreforma

Con el movimiento de reforma católico, la orden cisterciense se enfrenta a profundas modificaciones a nivel constitucional. La organización se hace provincial y se introducen algunas modificaciones en la administración central. Algunas congregaciones con vínculos tenues o inexistentes con la casa matriz y el Capítulo general florecen en toda Europa.

En Francia nace una reforma con un carácter original bajo el impulso del abad Jean de la Barrière (1544-1600). El antiguo comendador del monasterio de los Feuillants, en Alto Garona, funde las congregaciones de los «feuillants», aprobada por Sixto V desde de 1586. Establece en su comunidad una tradición de una particular austeridad, basada en una vuelta al primitivo ideal cisterciense. Encuentra imitadores en Italia y Luxemburgo. En estas condiciones, el Capítulo general se convierte en una institución caduca. No produce más que una reunión de 1699 a 1738. En definitiva, este estado de cosas beneficia al abad de Cîteaux, única autoridad que ofrece a los ojos del mundo una prueba de visibilidad, y a quien algunas fuentes describen a menudo como «abad general».[53] En 1601, se impone un noviciado común para mantener una disciplina única y para paliar las dificultades de reclutamiento.

Retrato del abad Armand Jean le Bouthillier de Rancé, por Hyacinthe Rigaud. Museo Duplessis, Carpentras, Francia.

En el siglo XVII, la historia de la orden se ve perturbada por un conflicto que la historiografía recuerda bajo el nombre de «guerra de las observancias» y que se extiende desde 1618 hasta los primeros años del siglo XVIII, suscitando numerosas y ásperas polémicas en el seno de la familia cisterciense. Este conflicto concierne, al menos en apariencia, al respeto a las obligaciones regulares -en particular la abstinencia del consumo de carne-. Más allá de esta cuestión, lo que está en juego no es sino la aceptación o el rechazo del ascetismo. La controversia aumenta con los conflictos locales entre monasterios rivales. Al principio, siguiendo el ejemplo de Octave Arnolfini, abad de Châtillon, y de Étienne Maugier, Denis Largentier introduce en Claraval y en sus filiales una reforma de una gran austeridad entre 1615 y 1618. Luego, ante el Capítulo general de 1618, se presenta una propuesta de generalización que es adoptada.

Ésta es la partida de nacimiento de la Estricta Observancia. Gregorio XV apoya la iniciativa de los reformadores. Pero, tras le celebración de una asamblea, la congregación provoca el descontento del abad de Cîteaux, Pierre de Nivelle, que se empeña en denunciar «a una pretendida congregación que tiende a la división, a la separación y al cisma, [y] que no puede ser tolerada de ninguna manera.»[54] En 1635, el cardenal Richelieu convoca un capítulo «nacional» en Cîteaux, a resultas del cual Pierre de Nivelle es obligado a abdicar. Las dos partes terminan por disponer de estructuras administrativas propias; pero, aunque la Estricta Observancia conserva el derecho de enviar a diez abades al Definitorio, permanece sujeta a Cîteaux y al Capítulo general.

Por su influencia, la experiencia de Armand Jean le Bouthillier de Rancé en el monasterio de la Trapa, sigue siendo emblemática de la exigencia de la estricta observancia y de las aspiraciones reformadoras. Su influencia, tanto en el seno de su monasterio como en el mundo, constituye un modelo de la vida monástica del «Gran Siglo».[55]

Un siglo de declive

En la segunda mitad del siglo XVIII, se difunden críticas virulentas contra del monacato. En Francia, la orden se estremece profundamente en este final de siglo en que son raras las vocaciones y donde el entusiasmo por un monacato austero da paso a la adopción de una vida monástica mucho menos exigente y, en consecuencia, más expuesta a las críticas, aunque se detectan aún focos de fervor y fidelidad a los orígenes, e incluso algunas iniciativas. En 1782, por iniciativa de José II de Austria, nace una efímera congregación belga, antes de que los cistercienses sean expulsados de sus tierras al año siguiente.

En febrero de 1790, la Asamblea Nacional francesa vota la supresión de la orden por motivos de inutilidad.

Monjes y ejército Austríaco en Salem, 1804, por Johann Sebastian Dirr. Fotografía coloreada de un original desaparecido.

Tras la Revolución francesa no subsisten en Europa más que una docena de establecimientos cistercienses. La Estricta Observancia se refugia en Suiza, dentro de la cartuja de La Valsainte, después de haber sido expulsada de La Trappe, que no es restaurada hasta después de la derrota de Napoleón. Las abadías supervivientes de las guerras y expulsiones comienzan a reconstruir sus vínculos y a restaurar las congregaciones. La destrucción de la abadía de Císter ha privado a la orden de su jefe natural y la consolidación de los nacionalismos en Europa no facilita la búsqueda de una solución común.

Una primera reunión de abades cistercienses se celebra en Roma en 1869. En 1891, se elige a un abad general: Dom Wackarz, abad de Vissy Brod (Imperio Austrohúngaro). Más tarde llevará el título de Presidente general de la orden cisterciense.

En Francia, los trapenses se reúnen en 1892 bajo la denominación de «Cistercienses reformados de Notre-Dame de la Trappe». A partir de 1898, los capítulos generales se celebran en Cîteaux, recién recuperado. El abad general se instala en Roma.

La orden en los siglos XX y XXI

Fábrica de cerveza de la abadía de Saint-Rémy de Rochefort, donde los monjes producen cerveza trapense.

En 1902, los trapenses se convierten en la Orden Cistercienses Reformados de la Estricta Observancia. Durante el siglo XIX, los trapenses fundaron numerosos monasterios en Canadá, Estados Unidos, Australia, Siria, Jordania, Sudáfrica y China.

En el siglo XX, la orden se ha dispersado ampliamente fuera de Europa. El número de monasterios se ha duplicado en los últimos 60 años: de 82 monasterios en 1940 a 127 en 1970 y 169 en 2008. En los años cuarenta sólo había un monasterio de la orden en África, seis en Asia y el Pacífico y ninguno en América Latina. Hoy en día, hay diecisiete en África, trece en América Latina y veintitrés en Asia. La orden del cisterciense se ha implantado en los países en vías de desarrollo, particularmente en Brasil, Nigeria, Etiopía y Vietnam. A veces, en países inestables: en 1996, durante la guerra civil argelina, siete monjes del monasterio de Tibhirine, en Argelia, fueron secuestrados durante dos meses, antes de que los encontrasen muertos el 21 de mayo.

No obstante, la expansión de la orden es más espacial que cuantitativa: durante esos mismos 60 años, el número total de monjes y monjas de la orden se redujo un 15%. En este momento hay alrededor de 2.500 monjes trapenses y 1.800 monjas en todo el mundo. Esto hace una media de 25 miembros en cada comunidad, es decir, la mitad de los que había.

Junto a los cistercienses incorporados oficialmente a cualquiera de las dos ramas, son numerosas las comunidades de mujeres que viven en una esfera de influencia espiritual cisterciense, ya sea en una orden o en una congregación, como las bernardinas de Esquermes, las de Oudenaarde y las de Suiza romanda.


Actualidad

La nueva constitución define a la Orden Cisterciense en ciento nueve artículos, como una «unión de congregaciones» gobernadas por un Capítulo General bajo la presidencia de un Abad General. Sumados a todos los abades, los miembros del Capítulo General incluyen a delegados de cada casa o congregación, proporcionales al número de monjes. El Capítulo debe ser convocado cada cinco años, para legislar sobre la Orden en conjunto. El Abad General debe ser elegido por el Capítulo General por un término de diez años, aunque siempre sigue siendo reelegible. Debe residir en Roma, y está ayudado por un consejo de cuatro miembros, también elegido por el Capítulo. El histórico definitorium, que ha sido rebautizado como «Sínodo», debe incluir al Abad General, al Procurador General, a los presidentes de cada congregación y a otros cinco miembros elegidos por el Capítulo General. El Sínodo debe reunirse al menos año por otro y debe tratar los asuntos urgentes que se susciten entre las reuniones del Capítulo General.

La reglamentación de la vida monástica a nivel local reservada a las Congregaciones autónomas, cada una bajo un Abad Presidente y un «capítulo congregacional» que regulan temas tan importantes como el tiempo de duración del abadiato, la posición legal de los conversos, la reforma litúrgica y las observancias monásticas. La tarea primordial de cada Abad Presidente es la visita trienal a cada casa de su congregación. Su propia abadía es visitada por el Abad General.

El Capítulo General de 1974, reunido en Casamari, contó con la participación, por primera vez, de algunas abadesas cistercienses como observadoras.

El Císter en España

En España existen dos «provincias» o «congregaciones»: la Congregación de San Bernardo de Castilla y la Congregación de Aragón.

Congregación de San Bernardo de Castilla

El siglo XVII fue la época de plata de la Congregación de Castilla, con cuarenta y cinco abadías.

En la actualidad solamente quedan monasterios femeninos en la Congregación de Castilla:[56]

  • Monasterio de Santo Domingo de Silos (el Antiguo) (Abbatia B.M.V. et S. Dominici de Silos) en Toledo.
  • Monasterio de Santa María y San Andrés (Abbatia B.M.V. et S. Andreæ) en San Andrés de Arroyo, Palencia.
  • Abadía de Nuestra Señora de la Anunciación (Abbatia Annuntiationis B.M.V.) en Santo Domingo de la Calzada, la Rioja.
  • Monasterio de Santa Ana (Prioratus simplex B.M.V. et S. Annæ) en Málaga.
  • Monasterio de San Benito (Abbatia B.M.V. et S. Benedicti) en Talavera de la Reina, Toledo.
  • Monasterio de Santa María la Real de las Huelgas (Abbatia B.M.V. Huelguensis Vallisoletani) en Valladolid.
  • Monasterio de Nuestra Señora de Alconada (Residentia B.M.V. de Alconada) en Ampudia de Campos, Palencia.
  • Monasterio de San Quirce y Santa Julita en Valladolid.
  • Monasterio de Nuestra Señora de la Piedad Bernarda (Abbatia B.M.V. a Pietate) en Madrid.
  • Monasterio de la Asunción de Nuestra Señora "El Atabal" (Abbatia B.M.V. ab Assumptione) en Puerto de la Torre, Málaga.
  • Monasterio de Santa Ana en Brihuega (Abbatia B.M.V. et S. Annæ in Brihuega) en Brihuega, Guadalajara.
  • Monasterio del Santísimo Sacramento (Abbatia B.M.V. et SS. Sacramenti) en Boadilla del Monte, Madrid.
  • Monasterio de la Santa Cruz (Abbatia B.M.V. et Sanctæ Crucis) en Casarrubios del Monte, Toledo.
  • Monasterio de San Vicente el Real (Abbatia B.M.V. et S. Vincentii Segobiensis) en San Vicente, Segovia.
  • Monasterio de Santa Ana (Abbatia B.M.V. et S. Annæ) en Lazcano, Guipúzcoa.
  • Monasterio de Santa María de Barria (Abbatia B.M.V. de Barria) en Oyón, Álava.

Congregación de Aragón

Actualmente pertenecen a la Congregación de Aragón tres monasterios masculinos y otros dos femeninos[57]

Monasterios masculinos:

Monasterios femeninos:

Lista de los abades generales de la orden

  • 1850-1853: Tommaso Mossi, 1er prior general
  • 1853-1856: Angelo Geniani, 2º prior general
  • 1856-1879: Teobaldo Cesari, 1er abad general
  • 1880-1890: Gregorio Bartolini, 2º abad general
  • 1892-1901: Anton-Leopold Wackarz, 3er abad general
  • 1901-1920: Gerhard-Franz Bie de Amadeus, 4º abad general
  • 1920-1927: Cassien-Joseph Haid, 5º abad general
  • 1927-1937: Albert-François Janssens, 6º abad general
  • 1937-1950: Edmondo-Augusto Bernardini, 7º abad general
  • 1950-1953: Matthew-Gregory Ember, 8º abad general
  • 1953-1985: Sighard-Karl Petits, 9º abad general
  • 1985-1995: Polikarp-Ferenc Zakar, 10º abad general
  • 1995-2010: Mauro-Daniel Esteva y Alsina, 11º abad general
  • 2010-: Mauro Giuseppe Lepori. 12º abad general[58]

La espiritualidad cisterciense

Los cistercienses «marcan profundamente la historia por su espiritualidad [...] hasta el punto de irradiar a todos los sectores de la sociedad».[59] Son orantes que buscan con ardor observar la regla de San Benito y guiar a los fieles hacia «la contemplación de Cristo encarnado y, por deducción lógica, de su madre, María», [...] «hacia una piedad más sensible y una religión más carnal».[60] Esta espiritualidad se basa, por tanto, en una teología que exige ascesis, paz interior y búsqueda de Dios.

La paz interior

Claustro de la abadía de Valmagne.

El objetivo claramente definido de la espiritualidad cisterciense es estar permanentemente atento a la palabra de Dios e impregnarse de ella. Esto explica la elección del desierto: los cistercienses se establecen en lugares remotos, pero hacen valer la gran capacidad de difusión que poseen.

Al entrar en el monasterio, el monje lo deja todo; su vida está regida por la liturgia. Nada debe perturbarlo en su vida interior. El monasterio tiene como función favorecer este aspecto de la espiritualidad cisterciense. Ésta es la razón de que los rituales cistercienses estén codificados con precisión en los Ecclesiastica officia; por la misma razón, la arquitectura de los conventos debe responder ante todo a esa función, siguiendo las instrucciones precisas de Bernardo de Claraval. Más que ser una mística, la espiritualidad cisterciense es una espiritualidad encarnada: que la vida cotidiana funcione de modo automático es la condición sine qua non de la paz interior y del silencio, propicio para la relación con Dios. «Todo debe llevar a ello y no distraer de ello».[61] Así pues, la arquitectura, el arte o los manuscritos cistercienses adoptan un estilo puro y sobrio.

También por esta razón, los trapenses miden cuidadosamente el tiempo que conceden a la palabra. Si bien «no hacen voto de silencio», como dice una leyenda fantasiosa pero tenaz, es cierto que reservan la palabra a la comunicación necesaria para el trabajo, a los diálogos comunitarios y a las entrevistas personales con el supervisor y el guía espiritual. La conversación espontánea se reserva para ocasiones especiales. Los trapenses, siguiendo a los Padres del Desierto y a San Benito, consideran que hablar poco permite profundizar la vida interior; el silencio es, pues, parte de su espiritualidad. Lo importante para ellos es, por una parte, no dispersarse en palabras inútiles que alteren la disposición del hombre a hablar, dentro de su corazón, con Dios, y en segundo lugar, desean que cada cosa importante que uno tiene que decir pueda serlo y pueda ser escuchada: de ahí la importancia de «la llamada de los hermanos en consejo»[62] y de la guía espiritual personalizada.

El camino hacia Dios

Buscando un mejor conocimiento del hombre y su relación con Dios, los cistercienses desarrollan una teología de la vida mística, teología nueva y, a la vez, alimentada por las Sagradas Escrituras y las aportaciones de los Padres de la Iglesia y del monacato, especialmente de San Agustín y San Gregorio Magno. Bernardo de Claraval, en su tratado De l’amour de Dieu (Sobre el amor a Dios), o Guillermo de Saint Thierry, abad benedictino y luego simple monje cisterciense del siglo XII, son las fuentes de una verdadera escuela espiritual y abren paso decisivamente a la literatura descriptiva de los estados místicos.[63] Desarrollan un ascetismo extremo de desposeimiento, muy visible desde el punto de vista artístico. La liturgia desarrolla depuradas melodías totalmente al servicio de la palabra de Dios, para revelar toda su riqueza y el misterio que hay en ella. Por ello es crucial que la escucha no sea perturbada por otras señales; de ahí la búsqueda del silencio. No hay verdadera escucha sin la actitud fundamental de obediencia (ob-audire) y humildad, actitud ya definida como característica del monje por el legislador de la vida monástica en Occidente y, como tal, inspirador de los cistercienses: San Benito de Nursia.

Para Bernardo de Claraval «la humildad es una virtud por la cual el hombre se hace despreciable ante sus propios ojos, por la razón de que él se conoce mejor». Este auténtico conocimiento de sí mismo sólo puede lograrse a través del retorno a uno mismo. Por el conocimiento de su propensión al pecado, el monje debe ejercer, como Dios, la misericordia y la caridad para con todos los hombres. Aceptándose tal como es gracias a esa conducta de humildad y trabajo interior, el hombre, que conoce su propia miseria, es capaz de compartir la del prójimo.

Según Bernardo de Claraval, debemos llegar a amar a Dios por amor a uno mismo y no solamente a Él. La toma de consciencia de que uno es un don de Dios abre al amor de todo lo que es de Él. Para San Bernardo, este amor es el único camino para amar al prójimo como es debido, porque permite amarlo en Dios. Finalmente, después de este viaje interior, se llega al último grado del amor, que es amar a Dios por Dios mismo y no por uno.[64] Se puede llegar al conocimiento último de la verdad, es decir, al conocimiento de la verdad conocida en sí misma. Se debe estar vacío de sí, para no amarse más que por Dios. No hay otro medio de conseguirlo que la perseverancia y la penitencia, sostenidas por la gracia divina.

El libre albedrío

San Bernardo recibiendo la leche del pecho de la Virgen María. La escena ilustra una leyenda que supuestamente tuvo lugar en la catedral de Espira en 1146.

Para Bernardo de Claraval, el hombre, debido a su libre albedrío, tiene la posibilidad de elegir, sin coacción, pecar o seguir el camino que conduce a la unión con Dios. Por el amor de Dios le es posible no pecar y alcanzar la cima de la vida mística, no queriendo ya otra cosa más que a Dios, es decir, liberarse de toda posibilidad de pecar siendo totalmente libre.

El pensamiento de Guillermo de Saint-Thierry está en concordancia con el de San Bernardo al considerar que el amor es la única manera de superar la repugnancia que experimentamos por nosotros mismos. Llegado al final del viaje interior, el hombre se halla reformado a imagen de Dios, es decir, tal como era querido antes de la separación provocada por el pecado original. Lo que mueve el deseo de los cistercienses de abandonar el mundo al entrar en el monasterio es la posibilidad de unión en el amor de la criatura con el Creador. Unión perfectamente vivida por la Virgen María, que es el modelo de la vida espiritual cisterciense. Ésta es la razón de que los monjes cistercienses le profesen una especial devoción.[65]

Los cistercienses y el trabajo manual

La espiritualidad cisterciense es una espiritualidad benedictina con una observancia más rigurosa en algunos puntos. El trabajo manual se revaloriza mediante la explotación directa de la tierra y las propiedades. Esta elección no se debe a consideraciones económicas, sino a razones espirituales y teológicas: las Escrituras promueven la subsistencia de cada uno mediante su trabajo;[66] los Padres del desierto trabajaban con sus manos, e insiste San Benito: «entonces serán verdaderamente monjes, cuando vivan del trabajo de sus manos, siguiendo el ejemplo de nuestros padres y de los Apóstoles».[67] Para el legislador de la vida monástica en Occidente «la ociosidad es enemiga del alma y los hermanos deben ocuparse en algunos momentos en el trabajo manual».[68] A este carácter central, según los cistercienses, del trabajo manual en el monacato se añade otra motivación: la gran riqueza de varias abadías de la época convertía a sus monjes en pudientes y, a veces, incluso en auténticos señores feudales bastante alejados de la pobreza evangélica que parecía necesaria a los primeros monjes para buscar a Dios con un corazón puro.[69] Por ello, aquella carta de los primeros cistercienses que es el Petit Exorde define al monje, por oposición a quien cobra diezmos, como aquél que posee tierras y obtiene de ella su sustento y el de su ganado.[70] Naturalmente, los cistercienses se las ingenian para mejorar continuamente los resultados de su trabajo, y como por otro lado gozan de facilidades que aún no tienen los demás campesinos de la época, tales como mano de obra y capital para realizar las grandes obras de drenaje e irrigación, libertad de circulación, posibilidad de tener almacenes de venta en las grandes ciudades y de construir carreteras y fortificaciones, etc., adquieren con bastante rapidez una gran dominio técnico y tecnológico, lo cual tiene mucho que ver con sus éxitos económicos durante el siglo XII. Los trapenses han sabido perpetuar sus conocimientos técnicos permaneciendo alerta en cuanto a los efectos nefastos que a lo largo de la historia ha tenido el éxito económico de los cistercienses. Por esa razón, los beneficios de las cervezas trapistas, por ejemplo, se reinvierten en obras de caridad.

El trabajo manual sigue teniendo la ventaja de mantener el corazón y el espíritu libres para Dios: el cisterciense trata de ser un orante en todo momento. Además, los trabajos al aire libre son predominantes y el contacto con la naturaleza acerca al Creador. Como dice san Bernardo: «Se aprenden muchas más cosas en los bosques que en los libros; los árboles y las rocas os enseñarán cosas que no podríais oír en otro sitio».[71]

El amor a las letras y el deseo de Dios[72]

La espiritualidad cisterciense es, de hecho, tan grande como los autores que la construyeron. Si bien San Bernardo es el más célebre,[73] [74] también es muy conocido Guillaume de Saint Thierry, cuya Lettre aux chartreux du Mont-Dieu —la Lettre d’Or[75] — es un monumento de la espiritualidad medieval. Sus Oraisons Méditatives[76] presentan también sus reflexiones y oraciones cuando, siendo abad benedictino de Saint-Thierry, aspiraba a renunciar a su cargo, lo que no era frecuente en aquella época, para convertirse en simple cisterciense y estar así más disponible para ocuparse de lo único que contaba para él: la búsqueda de Dios, lo cual acabará haciendo, contra el consejo de su amigo Bernardo de Claraval. En la misma época, Elredo, abad de Rievaulx, Inglaterra, escribe su gran obra sobre la Amitié spirituelle;[77] la preocupación por un verdadero amor fraterno, concreto y auténtico se adivina también en su Miroir de la charité.[78] Después de Bernardo de Claraval, Gilbert de Hoyland continuará sus Sermons sur le Cantique, descripción del itinerario del alma hacia Dios. Bauduin de Forde, Guerric d’Igny e Isaac de l'Etoile seguirán la misma huella. En Sajonia, Gertrudis de Helfta, monasterio que seguía las costumbres cistercienses sin estar jurídicamente afiliado a la orden, será una de las primeras monjas en transmitir por escrito sus experiencias en el Héraut de l’amour divin.[79]

La vida cotidiana en el interior del monasterio

Monje leñador y un obrero. Dibujo a partir de un manuscrito ilustrado. Biblioteca Municipal de Dijon.

En el seno de la comunidad cisterciense se distinguen varios grupos de hermanos según su dignidad y función, pero unidos todos por la oración común y la autoridad del abad. Así, se distinguen:

  • los hermanos clérigos, es decir, los que saben leer latín. Entre los clérigos algunos son ordenados sacerdotes, diáconos, subdiáconos o acólitos,
  • Los monjes llamados «laicos», que no saben leer (illiterati),
  • los conversos, a menudo aislados geográficamente de los otros hermanos, y que llevan barba,
  • los novicios, ya que la orden no acepta oblatos,
  • los inválidos,
  • los familiares agregados al monasterio.[80]

Tras un año de noviciado bajo la guía de un monje profeso capacitado y elegido por el abad, en el curso del cual los novatos son iniciados en la vida en común según la Regla de San Benito, si lo solicitan expresamente y la comunidad los acepta, son admitidos en la «profesión» de los votos monásticos: estabilidad en el monasterio, obediencia según la Regla y conversión de vida.[81] Desde ese momento, toda la vida del monje está organizada de acuerdo con la regla, observada tan al pie de la letra como sea posible.[82] Silencio, obediencia y frugalidad marcan la vida de los hermanos. Se adoptan formas de comunicación no verbal, en particular un lenguaje de signos.[83]

A partir de los primeros decenios del siglo XII, la vida comunitaria está marcada por la organización de las tareas manuales, que emana de una nueva concepción de la unidad territorial y del papel del trabajo agrícola. La acumulación y la tenencia, características de las explotaciones benedictinas, son sustituidas por las tierras legadas por los señores locales, revalorizadas directamente por los hermanos. A menudo, las tierras están alejadas del monasterio y subdivididas en parcelas autónomas: los graneros —véase más abajo «El granero cisterciense»— que incluyen no sólo el conjunto de los edificios agrícolas, sino también las tierras y puntos de agua adyacentes. Su explotación se confía a hermanos conversos, con el apoyo de trabajadores agrícolas y eventualmente algunos monjes de coro, además de un «grangier», encargado del granero, y un capellán para que estos hermanos alejados de la abadía no estén privados de los sacramentos. Pero, de acuerdo con la Regla, el conjunto de los monjes de coro participa en el trabajo del campo en la medida en que esto no entorpezca la celebración del oficio divino, o a menos que estén ocupados en otros trabajos.[84] En la temporada de siega puede ocurrir que toda la comunidad está tan ocupada en la cosecha que durante unos días ni siquiera se celebren oficios, ni siquiera la misa, como revela el propio San Bernardo en una de sus homilías.[85]

La liturgia cisterciense

«Parece oportuno […] [que todos los hermanos] tengan el mismo modo de vida, el canto y todos los libros necesarios para las horas diurnas y nocturnas [...] de suerte que no haya ninguna diferencia en nuestros actos, sino que vivamos en una sola caridad, bajo una sola regla y según un modo de vida semejante.»
Charte de Charité.

El horarium benedictino entra en vigor en Cîteaux, puntuando la vida de los hermanos desde el amanecer hasta la puesta del sol: es el Opus Dei, al que nada será preferido,[86] que tiene por objeto que los espíritus y los corazones se vuelvan hacia Dios. Un hermano se encarga de la tarea de despertar a los monjes para el oficio nocturno. A las obligaciones litúrgicas se añaden el trabajo manual y la Lectio Divina. Esta lectura, en voz alta como toda lectura en la Antigüedad y la Edad Media, se presenta como una verdadera ascesis que debe transformar al monje y alimentarlo.

La distribución de los oficios —siete diurnos y uno nocturno— obedece a las estaciones, pero también a las latitudes, y se adapta a la condición de los hermanos conversos. Campanas, cymbalum o mazo llaman a los hermanos a la oración. La vida cisterciense aparece, así, como «una vida ritualizada, rítmica [...] en la que cada acción obedecía a reglas formales muy precisas y estaba acompañada por gestos rituales [...] o, cuando estaba permitida la palabra, por frases rituales».[87]

El canto

El canto gregoriano, componente importante del oficio monástico, no es ajeno a la búsqueda cisterciense de la autenticidad de la tradición monástica y el desposeimiento de las formas.

Los padres fundadores de Cîteaux traen consigo los libros litúrgicos en uso en la abadía de Molesmes, el canto gregoriano de la tradición benedictina. Igual que busca el texto más exacto posible de la Biblia, Esteban Harding, en aras de la autenticidad, del respeto a la regla, pero también de la posteridad y la unidad de la naciente orden cisterciense, envía a sus copistas a Metz, sede de la tradición del canto carolingio, y a Milán para copiar las más antiguas fuentes conocidas de los himnos de San Ambrosio.[88]

En el capítulo III de la Charte de Charité se precisa: «Todos tendrán los mismos libros litúrgicos y las mismas costumbres. Y puesto que acogemos en nuestro claustro a todos los monjes que vienen a nosotros, y que ellos mismos, igualmente, acogen a los nuestros en sus claustros, nos parece oportuno, y ésa es nuestra voluntad, que tengan el modo de vida, el canto y todos los libros necesarios para las horas diurnas y nocturnas así como para las misas, conformes con el modo de vida y los libros del Nuevo Monasterio, de suerte que no haya discordancia alguna en nuestros actos[89]

No obstante, estas directivas no encuentran adhesión por parte de los monjes y especialmente de los monjes de coro, los cantores. De hecho, las versiones melódicas de esas fuentes antiguas, entre San Ambrosio y Carlomagno, parecen arcaicas a estos monjes cantores, eruditos de principios del siglo XII.

Por ello, a partir de la muerte de Esteban Harding en 1134, se pide a Bernardo de Claraval que emprenda la reforma del canto. Se rodea entonces de varios monjes y chantres para que adapten todo el repertorio existente a los cánones y la teoría de la música de su tiempo.

Las recomendaciones de Bernardo de Claraval sobre el canto están llenas de una exigencia de armonía y equilibrio propia del arte cisterciense. «Que esté lleno de gravedad, ni lascivo ni rudo. Que sea dulce, sin ser ligero, que encante al oído a fin de emocionar el corazón, que consuele la tristeza, que calme la ira, que no vacíe al texto de su sentido sino que lo fecunde.»[90] Dentro del espíritu de desposeimiento, las fórmulas salmódicas, cantadas a lo largo de los siete oficios del día y de la noche, se reducen a las fórmulas más simples, sin entonación ornamentada.

Pero para los nuevos oficios y las nuevas fiestas, las piezas que se componen están muy adornadas y muy próximas al lenguaje poético y florido de San Bernardo o de Hildegarde von Bingen, exacta contemporánea de esta primera aventura cisterciense.

Debido a la propia Charte de Charité y a la fuerte estructuración de la orden, todo ese repertorio adaptado o compuesto en el siglo XII existe en muchos manuscritos diseminados por toda Europa, y su lectura no plantea dificultad alguna. Esa es la razón de que los trabajos de reedición de la abadía de Westmalle, a finales del XIX y hasta mediados del siglo XX, sean muy fieles a las fuentes manuscritas. Así pues, es este repertorio cisterciense que se puede escuchar hoy en abadías como las de Hauterive (OCist) o Aiguebelle (OCEO) el que ha conservado la tradición del canto gregoriano.[91]

Los cistercienses y la cultura

Los manuscritos

Biblioteca de la abadía de Salem, 1880.
Manuscrito de la abadía de Morimond.

Una de las principales actividades de las abadías es la copia de manuscritos. La monjes blancos no son una excepción. Existe una auténtica red de intercambio que permite a las abadías obtener los textos que necesitan para copiarlos. En las grandes bibliotecas cistercienses de Cîteaux, Claraval o Pontigny se encuentran Biblias, textos de los padres fundadores de la Iglesia, de escritores de finales de la Edad Antigua o de principios de la Edad Media como Boecio, Isidoro de Sevilla o Alcuino y de algunos historiadores como Flavio Josefo. Se encuentran más raramente textos de autores clásicos.

Los monjes cistercienses desarrollan una caligrafía redonda, regular y muy legible. Inicialmente, los manuscritos se decoran con motivos florales, escenas de la vida cotidiana o del trabajo en el campo, alegorías sobre el combate de la fe o sobre el misterio divino. La Virgen está especialmente representada. Pero bajo el impulso de Bernardo de Claraval, movido por un ideal de austeridad, hacia 1140 aparece un estilo más depurado. Se caracteriza por grandes iniciales pintadas en claroscuro de un solo color, sin representación humana o animal ni uso del oro.[92] Los cistercienses desarrollan, pues, un estilo sobrio, aunque permanece un cuidado por la estética. Por otra parte, son a menudo muy exigentes en lo referente a la calidad de los soportes utilizados, como el pergamino, y los colores, obtenidos frecuentemente a partir de piedras preciosas, como el lapislázuli.[93]

Con el desarrollo de la imprenta de tipografía móvil, los libros se hacen omnipresentes dentro de las abadías y las colecciones de obras aumentan considerablemente entre los siglos XIV y XV.[94] En el siglo XVI, la biblioteca de Claraval cuenta con 18.000 manuscritos y 15.000 impresos.[95]

Una cultura vuelta hacia Dios

La orden primitiva nunca da la espalda al estudio, pero se integra, al principio, en una corriente de oposición a las ciudades, principales centros del saber. De hecho, el intercambio intelectual en el seno de las ciudades permite una abundancia de ideas, algunas de las cuales también son provocaciones para el austero Bernardo de Claraval. Los goliardos, por ejemplo, critican abiertamente la sociedad tripartita y especialmente a los religiosos;[96] no dudan en poner en cuestión el matrimonio, pregonando el amor libre en el cual la mujer ya no es una mera posesión del hombre o una máquina de hacer niños.[97] San Bernardo, al igual que Pierre de Celles, otro pensador cisterciense, se opone firmemente a las nacientes universidades: la vida intelectual urbana puede distraer de la glorificación de Dios. San Bernardo y San Norberto son, por otra parte, los principales perseguidores de Abelardo.

«Huid de en medio de Babilonia, huid y salvad vuestras almas. Volad todos juntos hacia las ciudades de refugio (los monasterios), donde podréis arrepentiros del pasado, vivir en gracia para el presente y aguardar con confianza el futuro. Encontrarás mucho más en el bosque que en los libros. El bosque y las piedras te enseñarán más que cualquier otro maestro.»
—Bernardo de Claraval.[98]

A finales del siglo XII, a causa del compromiso pastoral y predicador, algunas instituciones vuelven su mirada hacia el estudio de las cuestiones de la época. Los cistercienses, sin embargo, siguen siendo a los ojos de las demás órdenes, incluyendo los dominicos, gente «simple» poco versada en los estudios especulativos. Frente a estos ataques, algunas abadías se aventuran más en las ciencias teológicas y surgen bibliotecas cistercienses respetables, tales como la de la abadía de Signy y la de Claraval. Se establecen contactos fructíferos con los medios universitarios parisienses y algunos hermanos se instalan en París para seguir cursos de teología.[99] Hay una ruptura con el ideal de la renuncia del mundo, infracción criticada frecuentemente por sus contemporáneos. Cronistas y exégetas de renombre se forman en la escuela cisterciense. Sin embargo, la reflexión intelectual de los cistercienses tiende hacia la edificación de una espiritualidad mística y no hacia el coqueteo con la erudición. Guillermo de Saint-Thierry, experto teólogo, abad benedictino de San Thierry que renunció a su cargo para convertirse en simple monje cisterciense en Signy, es uno de los más eminentes representantes de esta escuela llamada «mística especulativa».

Las universidades

Biblia de Esteban Harding.

Con el desarrollo de las universidades, crece el nivel cultural y los cistercienses tienen que implicarse en la formación de sus jóvenes monjes. También se hace necesario alojarlos en las ciudades universitarias. Los monjes blancos fundan, entonces, colegios en París, Toulouse, Metz y Montpellier.[100]

En 1237, la abadía de Claraval es la primera en enviar hermanos jóvenes a estudiar a París. Inicialmente se alojan en una casa del Bourg Saint-Landry; pero su número va en aumento. En 1247 se establecen en el barrio de Chardonnet y dos años más tarde emprenden la construcción de un colegio.[101] Gracias al apoyo papal, se compran las tierras insalubres próximas al Bièvre y en ellas se erige un colegio. Se recompra en 1320 por el Capítulo general de la orden. Este Collège des Bernardins está abierto a los estudiantes del conjunto de la orden.[102] Originalmente planeado para dar cabida a veinte alumnos, el Collège des Bernardins forma, entre los siglos XIII y XV, a varios miles de jóvenes monjes cistercienses, la élite de su orden, venidos del norte de Francia, de Flandes, de Alemania y de Europa central, para estudiar teología y filosofía.

En 1334, Jacques Fournier, antiguo alumno del Collège Saint-Bernard, doctorado en teología hacia 1314, se convierte en papa en Avignon, bajo el nombre de Benedicto XII. El antiguo abad de Fontfroide promulga en 1355 la Constitución Fulgens sicut Stella Matutina o Benedictina que regula las relaciones que mantiene la orden con los estudios intelectuales. Los monasterios de más de cuarenta hermanos deben enviar a dos de sus miembros a los colegios de París, Oxford, Toulouse, Montpellier, Bolonia o Metz. Los cistercienses se integran perfectamente en las exigencias del reino de la escolástica.

En la época moderna, la cultura humanista conquista los monasterios, lo que provoca la oposición de los principales defensores de la reforma del siglo XVII. Así, en el siglo XVIII, «numerosos novicios y monjes van a estudiar a las universidades y, de manera general, los religiosos se entregan mucho a la lectura, tal vez porque están ociosos.»[103] Los cistercienses se interesan más específicamente por las obras que se ocupan de la liturgia, la música sagrada o la erudición del estilo de Ferdinand Ughelli, abad de Tre Fontane, en Roma y Pierre Le Nain, sub-prior de la Trapa, autor de un Essai sur l’histoire de l’Ordre de Cîteaux (Ensayo sobre la historia de la orden Cisterciense).

El arte cisterciense

Artículo principal: Arte cisterciense

El arte cisterciense está en concordancia con su espiritualidad: debe ser una ayuda para el camino interior de los monjes. En 1134, con ocasión de una reunión del Capítulo general de la orden, Bernardo de Claraval, que se halla en la cima de su influencia, recomienda la sencillez en todas las expresiones del arte. Desde ese momento, los cistercienses desarrollarán un arte sobrio y a menudo monocromo.

La arquitectura cisterciense

Si hubiera de definirse el estilo constructivo cisterciense con un solo vocablo, este sería «austeridad». Precisamente en el origen de la orden estaba la denuncia de la suntuosidad de Cluny y, por oposición a ella, la adopción de la sencillez y la sobriedad en todos los aspectos de la vida monástica; también, por supuesto, en las edificaciones abaciales. En un principio las construcciones que componían las múltiples dependencias monacales, iglesia incluida, solían ser de madera, adobe o un humilde mampuesto. Las grandes realizaciones en sillería pétrea formando recios muros y amplias bóvedas que han llegado hasta nosotros son obras de la época más magnificente y, por lo mismo, más duraderas. Aun en éstas se advierte la falta de ornamentación, la carencia de elementos superfluos y la adusta desnudez de los paramentos; nada debía haber que pudiera distraer a los monjes: ni pinturas, ni esculturas, ni cromáticas vidrieras.

Las abadías cistercienses respondían a un vasto programa constructivo que comprendía instalaciones tan diversas como la hospedería, la enfermería, el molino, la fragua, el palomar, la granja, los talleres y todo aquello que prestara servicio a una comunidad autosubsistente. Obviamente, el núcleo monacal propiamente dicho lo componían las dependencias residenciales y la iglesia. Formaban todas ellas lo que denominaban el cuadrado monástico que solía estar integrado por:

Planta tipo cisterciense
1- Iglesia
2- Puerta del cementerio
3- Coro de conversos
4- Sacristía
5- Claustro
6- Fuente
7- Sala Capitular
8- Dormitorio de monjes
9- Dormitorio de novicios
10- Letrinas
11- Calefactor
12- Refectorio de los monjes
13- Cocina
14- Refectorio de los conversos.
  • La iglesia: de una o tres naves con planta de cruz latina, cubierta con bóveda de cañón u ojival; cabecera manifiesta al exterior y orientada al este, formando un espacio rectangular liso o, más adelante, un ábside circular; ancho transepto con capillas en el lado oriental de los brazos; santuario o presbiterio elevado algunos peldaños para realzar la posición del altar; coro de los monjes ocupando los primeros tramos de la nave central y, a veces, parte del crucero; coro de conversos o legos, ocupando los tramos más occidentales, es decir, los más alejados del santuario; pórtico o nártex al pie de la nave para dar entrada ocasional a la iglesia a visitantes ajenos a la comunidad.
  • El claustro: galería de cuatro lados formando normalmente un cuadrado de entre 25 y 35 metros. Se adosaba siempre a la iglesia con la que tenía comunicación directa; preferentemente se disponía junto al lateral sur de la nave, aunque no es infrecuente encontrarlo anexo al lateral norte. Abarcaba en su interior un patio al que se abría por arquerías de medio punto u ojivales, según la época de su construcción.
  • La sala capitular: espacio generalmente cuadrado en el que se celebraban las reuniones monacales bajo la presidencia del abad. Una puerta central y dos ventanales dispuestos a uno y otro de los lados de aquélla proporcionaban acceso a las personas y a la luz desde la galería oriental del claustro. En el perímetro interior de la sala se situaban los asientos de los monjes y en posición presidencial el del abad. La cubierta se resolvía con bóveda de arista o crucería sobre columnas exentas en el interior. Era el único recinto, además de la iglesia, en el que la arquitectura expresaba la solemnidad de su dedicación.
  • El dormitorio de los monjes: se solía ubicar en segunda planta y no era sino una prolongada nave con separaciones de tabiquería baja. Dos escaleras proporcionaban el acceso: la escalera de día, que comunicaba con el claustro, y la escalera de maitines que lo hacía con el transepto de la iglesia para acudir directamente a la oración nocturna.
  • La sala de los monjes: dotada de amplios ventanales, pues se utilizaba no sólo como estancia sino como scriptorium o lugar donde se escribían y copiaban los libros y documentos. Solía ser el único lugar calefactado por una chimenea, por lo que también recibía la denominación de calefactorium.
  • El dormitorio de los conversos: similar al de los monjes pero sin acceso a la iglesia.
  • El refectorio: comedor de los monjes en el que se disponía un púlpito para la lectura de obras piadosas durante la comida. Se encontraba en planta baja con acceso desde el claustro y en comunicación con la cocina.

Las vidrieras

Iglesia abacial de Aubazines, Corrèze, Francia
Abadía de Pontigny, Yonne, Francia. Vidriera.

En 1150, una ordenanza estipula que las vidrieras deben ser «albae fiant, et sine crucibus et pricturis», blancas, sin cruces ni representaciones. Las únicas representaciones son motivos geométricos y plantas: hojas de palma, rejillas y entrelazados que pueden recordar la exigencia de regularidad preconizada por San Bernardo. Así, hasta mediados del siglo XIII las vidrieras cistercienses son exclusivamente las llamadas «en grisalla», cuyos diseños se inspiran en los enlosados romanos. Dominan las vidrieras blancas; al ser menos costosas, se corresponden también con un uso metafórico, como algunos ornamentos vegetales. Las abadías de La Bénisson-Dieu (Loira), Obazine (hoy Aubazines, en Corrèze), Santes Creus (Cataluña), Pontigny y Bonlieu son representativas de este estilo y estas técnicas. Existen hornos de vidrio entre las posesiones de los cistercienses del siglo XIII.

La aparición del vidrio decorativo figurativo en las iglesias cistercienses coincide con el desarrollo del mecenazgo y las donaciones de la aristocracia. En el siglo XV, la vidriera cisterciense pierde su especificidad y confluye, por su aspecto, con la mayor parte de los edificios religiosos contemporáneos.

Las baldosas

Baldosa decorada procedente de los restos de la abadía de Tart, (Côte-d'Or)[104]

En los monasterios cistercienses, que viven en una relativa autarquía, se impone el uso de baldosas de arcilla, en lugar de un pavimento de piedra o de mármol. Los monjes blancos desarrollan un gran dominio de este proceso, en la medida en que son capaces de fabricarlas en masa gracias a sus hornos. A finales del siglo XII aparecen baldosas con motivos geométricos. La decoración se obtiene mediante estampado: en la arcilla aún maleable se fija un tampón de madera que imprime el motivo en hueco. El relieve hueco se rellena con una pasta de arcilla blanca y la baldosa se somete a una primera cocción. A continuación, se le coloca un revestimiento vitrificable. Este protege la baldosa y realza los colores.

El ensamblaje de las baldosas permite combinaciones complejas de motivos geométricos. A veces, éstos son juzgados como demasiado estéticos en relación con los preceptos de sencillez y desposeimiento de la orden. En 1205, el abad de Pontigny es condenado por el Capítulo general por haber hecho paredes demasiado suntuosas. En 1210, al abad de Beauclerc se le reprocha haber permitido a sus monjes que pierdan el tiempo en hacer un enlosado «revelando un grado inconveniente de descuido y un curioso interés».[105]

La orden cisterciense, motor de las evoluciones técnicas

Molino hidráulico de Braine-le-Château. Siglo XII.

Desde el siglo XI al siglo XIII tiene lugar una verdadera revolución industrial en el Occidente medieval. Se produce por la creciente monetarización de la economía desde la introducción del dinar de plata por los carolingios en el siglo VIII, que permite la introducción de millones de productores y consumidores en el circuito comercial.[106] Los campesinos empiezan a poder vender sus excedentes, por lo que, desde entonces, les interesa producir más de lo necesario para su subsistencia y el pago de los derechos señoriales.[107] Desde ese momento, resulta más rentable para los propietarios, clérigos o laicos, imponer un canon a los campesinos a quienes han confiado la tierra que hacer cultivar esas tierras por esclavos o siervos, que desaparecen en Occidente. Para aumentar aún más esa productividad invierten en equipamientos que la mejoran, proporcionando arados, construyendo molinos de agua para sustituir a los molinos de sangre y prensas de aceite o de vino para reemplazar la pisa.[108] Este fenómeno lo atestigua la proliferación de molinos, carreteras, mercados y talleres de acuñación de moneda en todo Occidente desde el siglo IX.[109]

Las abadías son, a menudo, la punta de lanza de esta revolución económica, pero para los cluniacenses el trabajo manual es degradante y se consagran lo más posible a actividades espirituales. Por el contrario, en el espíritu de los cistercienses, que se niegan a convertirse en rentistas de tierras, el trabajo manual está valorado.[110] En lugar de confiar sus tierras a arrendatarios, ellos mismos participan en trabajarlas. Por supuesto, sus funciones litúrgicas ocupan gran parte de su tiempo, pero los suplen los hermanos conversos que se encargan específicamente de las tareas materiales. En 1200, una abadía como Pontigny cuenta con 200 monjes y 500 conversos; en Claraval, los monjes disponían de 162 sillas de coro y los conversos de 328.[111] Dado que ellos mismo están implicados en el trabajo manual y que tienen como ideal hacer la tierra más fértil, los cistercienses se las ingeniarán para mejorar las técnicas en la medida de lo posible.

Los progresos se transmiten entre abadías por medio de manuscritos o a través del desplazamiento de los monjes. Los hermanos conversos, una parte de los cuales vive en los graneros, fuera de la abadía, participan en la difusión de las mejoras técnicas entre las poblaciones locales: los cistercienses son vectores de importancia fundamental en la revolución industrial de la Edad Media. La orden se convierte en una verdadera potencia económica. El verdadero despegue se produce entre 1129 y 1139, y un dinamismo tal suscita muchos problemas: la incorporación de monasterios que conservan costumbres que todavía no son conformes con el espíritu de la Carta de Caridad, la elección de lugares de implantación difíciles, las dificultades de las abadías matrices para poder efectuar las visitas anuales, el peligro de traslado demasiado frecuente de monjes que agotan a las abadías matrices.

Si bien los cistercienses son innovadores, también utilizan a veces técnicas muy antiguas. Numerosas iglesias cistercienses gozan de una excelente acústica que no es casual: algunas, como Melleray, Loc-Dieu, Orval, utilizan la técnica de los vasos acústicos descrita por Vitruvio, ingeniero romano del siglo primero a. C.; estudios contemporáneos han demostrado que estos vasos, repartidos en los muros y bóvedas, amplifican el sonido en la gama de frecuencias de las voces de los monjes, y otros procesos reducen el eco.

Los progresos agrícolas


La mejora de los recursos agrícolas

Monjes cistercienses trabajando en el campo.

Los cistercienses ocupan sólo una moderada cuota en los cambios que marcan el crecimiento económico y demográfico medieval. Se afanan más en dar valor a las tierras apartadas de las grandes aglomeraciones nacientes,[112] haciéndose cargo de antiguas propiedades sin herederos. No dudan en comprar las aldeas preexistentes, incluso expulsando a sus ocupantes, para reorganizarlas de manera diferente según sus propias reglas explotación.

En general, explotan mejor los recursos locales, dando valor a los bosques en lugar de destruirlos. Sin embargo, hay abadías cuyos monjes participan en el gran impulso de cambio medieval. En los territorios actuales de Austria y Alemania, hacen retroceder el frente forestal hacia el este; en la costa flamenca, la abadía de Dunes consigue ganar 10.000 hectáreas al agua y la arena; transforman pantanos en tierras de pastoreo en la región de París, y en salinas en la costa atlántica. Pero abrir camino no es su objetivo principal; es una forma más de establecerse donde todavía hay sitio para desarrollar una política de autarquía económica. De este modo se convierten en pioneros en la elaboración de las normas de explotación forestal en el siglo XIII.[113] De hecho, el bosque permite abastecerse de leña para calefacción y para la construcción, así como de frutas y raíces de todo tipo. Los cistercienses desbrozan y racionalizar la poda y el crecimiento de las especies. Por ejemplo, las encinas producen bellotas y permiten pastar a los cerdos.[114]

El granero cisterciense

Granero de la abadía de Maubuisson, cerca de Pontoise, Francia.

Los cistercienses no inventan la rotación bienal ni trienal de cultivos, ni las herramientas agrícolas, pero mediante la observación de las prácticas de los campesinos saben crear un verdadero modelo de granja: el granero cisterciense.[115] Se trata de complejos rurales coherentes, con edificaciones de explotación y vivienda, que agrupan a equipos de conversos especializados en una tarea y dependientes de una abadía matriz.[116] Los graneros deben estar situados a no más de un día de camino de la abadía y la distancia que las separa es al menos de dos leguas —unos diez kilómetros—.

Los graneros cistercienses desarrollan la capacidad de producción agrícola introduciendo la especialización de la mano de obra. Cada granja es explotada por entre cinco y veinte hermanos conversos (lo que constituye un número ideal en términos de gestión, porque más allá de una treintena de personas el simple sentimiento de pertenencia al grupo ya no es suficiente para motivar a toda la mano de obra necesaria para la tarea), ayudados en caso de necesidad por trabajadores agrícolas asalariados y temporeros. La producción de los graneros es mucho mayor que las necesidades de las abadías, que revenden sus excedentes. Estos graneros, a menudo muy grandes —cientos de hectáreas de tierras, pastos, bosques—, suman cerca de un millón de hectáreas. Este sistema de explotación alcanza en seguida un éxito enorme. Un siglo después de la fundación de Cîteaux, la orden cuenta con más de un millar de abadías y más de seis mil graneros repartidos por toda Europa y hasta en Palestina.

La viticultura

En la Edad Media, el vino, por su contenido alcohólico, es a menudo más salubre que el agua y, por lo tanto, tiene una importancia vital. Los monjes blancos lo utilizan para uso propio y, sobre todo, para la liturgia. Debido a su uso sagrado, imponen una gran exigencia en cuanto a su calidad.[117] Los cistercienses consiguen la cesión de una viña para cada abadía, de manera que pueda cubrir sus propias necesidades. Eligen suelos aptos en laderas con una orientación que garantice una buena insolación y utilizan, para hacer madurar sus vinos en isotermia, las piedras de cantería talladas para la construcción de sus abadías.[118]

Desarrollan una producción de calidad que no se destina al comercio hasta 1160, en regiones aptas para una producción masiva, como Borgoña. Su organización comercial, muy eficiente, les permite exportar sus vinos hasta Frisia y Escandinavia.[119]

Sabemos que los monjes cistercienses fueron propietarios de viñedos en Meursault tras su donación por Eudes, primer duque de Borgoña, en 1098, el mismo año de su instauración, a su abad Roberto de Molesmes.[120] Actualmente su influencia en la creación de los grandes vinos de Borgoña se considera limitada, ya que las técnicas utilizadas no difieren de las de otros productores. Por otra parte, los criterios exigidos en aquella época eran muy diferentes de las actuales normas en enología y no sabemos si producían vino blanco, tinto o clarete.

La selección de las especies

Labranza con arado. Grabado a partir de una ilustración.[121]

La ganadería es una fuente de productos alimentarios, como carne, lácteos y quesos, pero también de fertilizantes y materias primas para la industria del vestido, como la lana y el cuero, y de productos manufacturados, como pergamino y cuerno. Bernardo de Claraval encarga a algunos monjes de su abadía que traigan búfalos del reino de Italia para cruzarlos. La misma práctica se utiliza para la selección de caballos que, al ser más ligeros, permiten trabajar el suelo de los bosques en el cual el búfalo se hunde. De este modo, los cistercienses, antes que nadie, convierten en cultivables tierras que hasta entonces no se consideraban explotables.[122]

Los cistercienses desempeñan, igualmente, un papel primordial en la reputación de la lana inglesa, que es la materia prima más importante de la industria medieval. Es indispensable para los pañeros flamencos y los comerciantes italianos, una de cuyas principales actividades es la coloración de paños. En 1273, los ganaderos ingleses esquilan 8 millones de animales, lo que equivale a ¡3.500 toneladas de lana exportadas!. El impuesto sobre la lana es el primer recurso fiscal para el rey de Inglaterra. Los compradores italianos y flamencos procuran firmar contratos con monjes cistercienses especializados en la cría de ovejas, porque sus animales cuidadosamente seleccionados ofrecen todas las garantías de calidad. Además, la organización extremadamente centralizada de los monasterios cistercienses les permite tener un solo interlocutor incluso para volúmenes de transacción muy importantes. La abadía de Fountains, en el condado de York, cría hasta 18.000, Rievaulx 14.000, Jervaulx 12.000.[123]

Puesto que su regla limita la cantidad de carne en la dieta, los cistercienses desarrollan la piscicultura en los miles de estanques creados por las numerosas presas y diques que construyen para regar sus tierras y monasterios. La introducción de la carpa en Occidente es paralela a la expansión de la orden.[124] Los monjes blancos dominan el ciclo reproductivo de la carpa: construyen estanques poco profundos y sombríos destinados al crecimiento de los alevines, que luego son trasladados a estanques más profundos donde se pescan al final de su crecimiento. La producción es ampliamente superior a las necesidades de las abadías, por lo que una gran parte se vende.

Los progresos técnicos

La ingeniería hidráulica

El puente acueducto del Cent-Fonts
El Cent-Fonts canalizado sobre el puente de los Arvaux.
El Cent-Fonts canalizado sobre el puente de los Arvaux.
Puente acueducto de los Arvaux sobre el Varaude.
Puente acueducto de los Arvaux sobre el Varaude.

La regla benedictina requiere que cada monasterio disponga de agua y de un molino. El agua sirve para beber, lavarse, evacuar los residuos[125] y para abrevar el ganado. Además, la necesidad de agua responde a exigencias litúrgicas e industriales. Sin embargo, es preciso evitar el riesgo de inundaciones, así que el lugar escogido está a menudo ligeramente elevado, por lo que hay que acarrear el preciado líquido.[126] Los cistercienses se establecen en sitios apartados a los que hay que trasvasar el agua a lo largo de grandes distancias; o, por el contrario, en zonas pantanosas que desecan construyendo presas río arriba. Se especializan en ingeniería hidráulica, construcción de embalses y canales. A partir de 1108, el crecimiento de la población monástica de Cîteaux obliga a los hermanos a desplazar la abadía 2,5 kilómetros, para establecerse en la confluencia del Vouge y el Coindon.[127] En 1206, hay que aumentar aún más el caudal hidráulico y se excava un tramo de cuatro kilómetros.

Pero la capacidad del Vouge, que no es más que un pequeño arroyo, se sobrepasa rápidamente. Los monjes abordan una obra aún más importante: desviar el río Cent-Fonts, lo que garantizaría un caudal mínimo de 320 litros por segundo.[128] Los monjes deben negociar el paso con el duque de Borgoña y en el capítulo de Langres. La obra es enorme porque, además de la excavación del canal de 10 km, hay que construir un acueducto —el puente de los Arvaux— de 5 metros de altura, a fin de permitir el paso del canal por encima del río Varaude. Pero el resultado está a la altura del esfuerzo: el potencial energético de la abadía aumenta considerablemente con un salto de agua de 9 metros.[129] Al menos un molino y una herrería se instalan sobre el nuevo tramo.[130]

La irrigación de los monasterios permite instalar agua corriente, transportada, si es necesario, por canales subterráneos incluso a presión. Para ello, los monjes utilizan canalizaciones de plomo, terracota o madera. En algunas partes, el flujo puede ser interrumpido por un grifo de bronce o de estaño. Algunas abadías como la de Fontenay están equipadas con un sumidero. Al encontrarse en el fondo de los valles, en muchas abadías hay que evacuar eficazmente las aguas pluviales: un colector, lavado permanentemente por el agua de una presa que corta el valle, pasa por debajo de la cocina y de las letrinas y recibe todas las aguas residuales procedentes de canalizaciones secundarias que descienden de los diferentes edificios. En Cleeve o en Tintern, los colectores, muy anchos, tienen compuertas a modo de cisternas que permiten liberar un gran volumen de una sola vez y purgarlas.[131]

Lavabo colectivo en la abadía del Thoronet, en la Provenza francesa.

El vasto conocimiento de la hidráulica por parte de los cistercienses les permite transformar ríos caprichosos, que cambiaban su curso a menudo y sujetos a numerosas crecidas, en cursos de agua regulados para las necesidades domésticas, energéticas y agrícolas de los monjes. Esto permite convertir en explotables grandes extensiones de tierra hasta entonces abandonadas por su inseguridad hídrica.

Debido al crecimiento económico y demográfico, y a las importantes necesidades de la industria textil, se necesitan más bovinos y ovinos. A partir del siglo XII, los terratenientes comienzan a desecar las zonas pantanosas para ampliar la superficie de pastos disponibles. A finales del siglo XII, las desecaciones alcanzan su punto culminante. La madera es escasa y se encarece. Además, se presta mayor atención a la explotación forestal, cuyo papel abastecedor sigue siendo fundamental. Particularmente en Flandes, donde la densidad de población está al límite, las abadías cistercienses llevan a cabo obras de encauzamiento como continuación del trabajo comenzado a partir del siglo XI. En los siglos XII y XIII, la extensión del sistema de diques o pólder a gran escala en la marisma Poitevin se lleva a cabo por la asociación de abadías, creando planes sistemáticos de drenaje.[132] También organizan la vegetación a lo largo de los ríos, por ejemplo, plantando sauces cuyas raíces afianzan la tierra de los diques y canales.[133]

Abadía de Fontaine-Guérard, en Normandía, Francia.

Los cistercienses valorizan al máximo las tierras que cultivan. En el sur de Francia crean las clásicas redes de irrigación y las generalizan también en las regiones septentrionales. Por ejemplo, en el valle del Aube, donde los inviernos son rigurosos, el agua se desvía mediante pequeños canales de 50 centímetros. Este sistema permite, además de la simple irrigación, el drenaje de las aguas estancadas de los antiguos pantanos, el aporte de elementos nitrogenados esenciales para el crecimiento de los pastos y acelerar el calentamiento de las tierras —el agua conduce 1.000 veces más calor que el aire—. Este sistema se extiende por todo el norte de Europa.

Aunque los cistercienses fueron particularmente eficientes en la gestión del agua, se inscriben dentro de una evolución global. Las técnicas de riego han pasado a Occidente a través de la España musulmana y de Cataluña, donde la orden de Cluny tiene una fuerte implantación. La abadía de Cluny no habría podido desarrollarse sin acondicionar el valle del Grosne. Del mismo modo, los condes de Champagne desvían el Sena para desecar los alrededores de Troyes y proporcionarle la energía hidráulica que necesita así como un sistema de evacuación de aguas.[134]

La industria

Compuerta de alimentación de la rueda hidráulica, ya desaparecida, de la herrería de la abadía de Fontenay.

El molino hidráulico se difunde durante todo el período medieval porque es una importante fuente de ingresos financieros para la nobleza y los monasterios que, por ello, invierten en este tipo de equipamientos. El uso de la fuerza hidráulica, en lugar de la animal o la humana, permite una productividad incomparable con la existente en la antigüedad: cada rueda de un molino de agua puede moler 150 kilos de trigo por hora, lo que equivale al trabajo 40 siervos.[135] Desde la época carolingia, los monasterios están en la vanguardia en este campo, porque la regla benedictina exige que haya un molino en cada abadía.[136]

Los monjes blancos utilizan las técnicas en boga en sus regiones: molinos de rueda vertical en el norte y de rueda horizontal en el sur.[137] Los ingenieros medievales del siglo XII desarrollan también molinos de viento de pivote vertical, que permite seguir los cambios en la dirección del viento, o de marea, que eran desconocidos en la antigüedad o en el mundo árabe.[138] Con el desarrollo del árbol de levas en el siglo X, esta energía puede ser utilizada para múltiples propósitos industriales.[139] Aparecen, así, los batanes, que se utilizan para aplastar el cáñamo, moler la mostaza, afilar hojas, prensar el lino, el algodón o los paños. En esta importante operación en la fabricación de tejidos, el molino sustituye a 40 bataneros. Se ha probado la existencia de sierras hidráulicas en el siglo XIII.[140]

Herrería de la abadía de Fontenay.

De todas estas innovaciones técnicas, que hábilmente utilizan —se encuentran entre los primeros en usar batanes hidráulicos—, realmente sólo se puede atribuir a los monjes cistercienses la creación del martillo hidráulico, cuyo uso generalizan en toda Europa.[141] Los cistercienses necesitan, en efecto, herramientas agrícolas, pero también de excavación, de construcción, clavos para la carpintería, bisagras y cerraduras para las ventanas y, cuando evolucionan las técnicas de arquitectura, armazones de hierro para sus edificios. Modifican las técnicas tradicionales mecanizando algunas fases del trabajo del hierro.[142]

A partir del siglo XII, las fraguas accionadas por energía hidráulica multiplican la capacidad de producción de los herreros: el uso del martillo pilón permite trabajar piezas considerablemente mayores —los martillos de la época podían pesar 300 kilogramos y dar 120 golpes por minuto— y más rápidamente, con martillos de 80 kilogramos que golpeaban 200 veces por minuto, y la insuflación de aire a presión permite obtener acero de mejor calidad, al elevar la temperatura del interior de los hornos a más de 1.200° C.[143] Desde 1168, los monjes de Claraval venden hierro.[144] Esta industria siderúrgica consume mucha madera: para obtener 50 kilos de hierro se necesitan 200 kilos de mineral y 25 estéreos de madera; en 40 días, una sola carbonera tala un bosque en un radio de un kilómetro.[145]

Los cistercienses también dominan el arte del vidrio. Tienen hornos para la fundición de vidrio plano. A pesar de las instrucciones de Bernardo de Claraval, que pregonaba una estricta sobriedad, desarrollan un tipo de vidriera original: la grisalla.

Para las necesidades de sus construcciones, los cistercienses tienen que fabricar cientos de millones de tejas. El horno de Commelle es un perfecto ejemplo: permite cocer entre 10.000 y 15.000 piezas a la vez. Las tejas se introducen en el horno ordenadas al tresbolillo, sellando el horno con ladrillos refractarios recubiertos de arcilla para perfeccionar el aislamiento. El hogar se alimenta durante tres semanas y se tarda el mismo tiempo para que el horno y las tejas se enfríen.[146] Estos hornos se utilizan también para hacer las baldosas de las abadías.

Los cistercienses, agentes económicos de la Edad Media

El patrimonio inmobiliario

Mojón lindero cisterciense del convento de monjas de Tart (Côte-d'Or)

Una activa política de adquisiciones, propiciada en sus inicios por la popularidad del movimiento que obtiene un gran número de cesiones y donaciones, permite a la orden convertirse en una importante terrateniente. Añaden valor a sus tierras 200 graneros y bodegas, algunos de los cuales están a veces muy alejados de la abadía.

Su estrategia de hacer explotables las tierras adquiridas, antes frecuentemente baldías, no es casual: prestan una particular atención a la adquisición de ríos y molinos necesarios para su desarrollo. Incluso llegan a pagar un alto precio por el codiciado derecho de acceso a los ríos. Así, por ejemplo, la abadía de Cîteaux tiene que pagar 200 libras de Dijon en el Capítulo de Langres para obtener el derecho de paso de una derivación del Cents-Fonts. Algunos años más tarde, esta misma abadía se enfrenta a problemas financieros. Desde ese momento, el control del agua se convierte en una prioridad para la orden. Mediante una hábil política de las adquisiciones, los monjes blancos se convierten en propietarios de numerosos ríos. Esto les proporciona un poder económico y político muy importante: pueden desecar las tierras que se hallan río abajo y privar de energía hidráulica a tal o cual señor. Los numerosos procesos que enfrentan a los cistercienses con dichos señores dan fe de la frecuencia de los conflictos sobre la cuestión del acceso al agua. Esos pleitos contribuyen a la impopularidad de la orden, sobre todo porque dicha política de adquisición de tierras se hace a menudo en detrimento de los habitantes que, a veces, son pura y simplemente expulsados.[147]

En la segunda mitad del siglo XII, la orden intenta obtener beneficios financieros de su patrimonio e invierte masivamente en viñedos y salinas. De ese modo, Citeaux incrementa sus posesiones con la adquisición de viñedos en las zonas de Corton, Meursault y Dijon y se convierte en dueña de un horno de sal en el yacimiento de Salins. Cabe señalar que los cistercienses no explotan por sí mismos las salinas y, por tanto, no hacen ninguna aportación técnica. De hecho, su explotación está a cargo de salineros —no de conversos— que se quedan con dos tercios de la cosecha. La inversión necesaria para el mantenimiento de las salinas —diques, pilotes— se asigna a un burgués inversor que recibe, a cambio, el tercio restante de la sal producida. La cistercienses cobran un censo sobre los ingresos de los salineros.[148] Su inversión en las salinas es, pues, puramente financiero; no por ello es menos importante: los monasterios de Saint-Jean d’Anjely, Redon, Vendôme y los de la región de Borgoña invierten masivamente en las salinas de las costas atlántica y mediterránea o en las salinas del Franco Condado, de Lorena, de Alemania y de Austria, de explotación minera.[149]

La potencia comercial

Implantación de los cistercienses en Borgoña en el siglo XII.

Más allá de su inmenso patrimonio inmobiliario, es la instauración de una excelente red de ventas lo que da a los cistercienses un poder económico de primer orden.

Desde el principio, las abadías ubicadas a lo largo de cursos de agua, a su vez afluentes de los principales ríos, están situadas en una posición ideal para vender todos sus productos a las ciudades.[150] Cîteaux y sus primeras filiales se sitúan en Borgoña, es decir, en la zona de unión entre las tres principales cuencas fluviales de Francia: el Ródano, el Loira y el Sena. De hecho, Cîteaux se encuentra a orillas del Vouge, a su vez afluente del Saona, lo que permite la unión entre el corredor del Ródano, uno de los principales ejes comerciales entre el Mediterráneo y el norte de Europa, la cuenca del Sena —París, con 200.000 habitantes a finales del siglo XIII, es el principal centro de consumo de Occidente— y el Loira, accesible por el Arnoux. La expansión de la orden en el Franco Condado le permite no sólo controlar las salinas, sino también facilitar su acceso al Rin a través del Doubs. En estos ríos tranquilos bastan simple barcas de fondo plano para transportar los productos.

Gracias a sus localizaciones, los cistercienses están en todas partes a lo largo de estas rutas comerciales fluviales: en el Garona y el Loira que conducen al Atlántico y, por tanto, a Inglaterra y el norte de Europa; en el Sena y sus afluentes que conducen a París y luego a Ruan y al canal de la Mancha; en el Rin, el Mosela y el Meno hacia las regiones pobladas y comerciales controladas por la Liga Hanseática; en el Po, en el Danubio... Los cistercienses son dueños de una red comercial que cubre toda Europa.

Los cistercienses usan su poder político y económico para obtener exenciones en los peajes. Controlando el cauce de los ríos mediante los diques y canales que han construido, pueden influir sobre los señoríos situados aguas abajo de sus posesiones —los señoríos necesitan agua para hacer girar sus molinos y regar sus tierras— y negociar con ellos los derechos de transito o su apoyo político. Sabemos que Pontigny puede introducir 500 hectólitros libres de impuestos en la ciudad de Troyes, Vaucelle puede transportar 3.000 en franquicia por el Oise y Grandselve 2.500 por el Garona. Pacientemente, obtienen exenciones fiscales en las rutas comerciales que utilizan y pueden incrementar sus márgenes en los productos que comercializan.[151]

El volumen de vino vendido por los monjes blancos se cuenta en miles de hectolitros: Ederbach envía 2.000 por el Rin a los comerciantes de Colonia, y en la abadía se pueden almacenar 7.000 en el siglo XVI.

Aunque inicialmente situados en lugares remotos, los monjes blancos adquieren poco a poco posesiones en la ciudad. Éstas son útiles para acoger a los monjes que viajan entre abadías o por caminos de peregrinación. Cuando se celebran las reuniones generales de la orden, hay que poder albergar a cientos de abades. Pero los cistercienses las transforman en lugares comerciales, en cuanto advierten su necesidad a finales del siglo XII. Se trata de verdaderos almacenes urbanos, pero también de lugares de descanso para los monjes que recorren Europa.[152] En estos lugares se venden productos de la orden: vino, sal, vidrio, productos manufacturados de metal. Las casas de Cîteuax en Beaune y de Claraval en Dijon, por ejemplo, desempeñan el papel de bodegas, con cubas, lagar y cava.

Pronto, los monjes abren albergues junto a los ríos que llevan a zonas de intercambio comercial: París, Provins, Sens. En Auxerre, por ejemplo, hay un albergue donde las mercancías procedentes del Saona se pueden llevar, a través del Yonne, hasta el Sena —la orden posee un albergue en Montereau, en la confluencia de los dos ríos[153] — y, por tanto, a París, Ruan e incluso Inglaterra. Los cistercienses abren almacenes para vender sus productos en todas las ciudades donde se concentran los consumidores —como París, la ciudad más poblada de Occidente— y en los núcleos comerciales, como Provins, donde tienen lugar las ferias de Champagne, o Coblenza.[154] Los cistercienses están particularmente bien establecidos en las ciudades sede de las ferias de Champagne, que absorben gran parte del comercio europeo en los siglos XII y XIII.

Este inmenso éxito económico contribuirá progresivamente a una transformación radical de la orden, que se aparta cada vez más de la austeridad de Bernardo de Claraval. La transformación de los cistercienses en vulgares diezmeros se produce a partir de los años 1200.[155] Con ello, aquello que proporcionó popularidad a la orden en sus comienzos desaparece, y decae en favor de las órdenes mendicantes. El reclutamiento se resiente. Más aún, «la gente del campo es la primera en dar la espalda a la orden que le quita su tierra y la expulsa de sus aldeas».[156] Este es el origen de algunas manifestaciones de violento rencor en el siglo XIII en Germania, donde a veces resultan incendiados algunos graneros de la orden.

Véase también

Referencias

  1. Chélini, Jean, Histoire religieuse de l'Occident médiéval. Hachette, 1991. Pluriel, p. 369.
  2. Duby, Georges (1971) (en francés). Saint Bernard, l'Art cistercien. Flammarion: Champs. pp. 9. «Saint Bernard n'avait pas fondé l'ordre cistercien. Il avait fait son succès 
  3. Pacaut, Marcel (1993) (en francés). Les moines blancs. Histoire de l'ordre de Cîteaux. Fayard. pp. 358-359.360-361. 
  4. O.C.S.O. (marzo de 2010). «Monasterios y sitios web» (en español). Consultado el 11 de abril de 2010.
  5. Dubois, Jacques (1985) (en francés). Les ordres monastiques. PUF. p. 67. «Le mot « bénédictin » apparut pour désigner les moines qui n'appartenaient à aucun Ordre centralisé 
  6. André Vauchez, « Naissance d'une chrétienté », en Robert Fossier (bajo la dirección de), Le Moyen Âge, l'éveil de l'Europe (t.II), Armand Colin, 1982, p. 96.
  7. Marcel, Pacaut, op. cit., p. 19.
  8. Auberger, Jean-Baptiste, « Cîteaux, les origines », Dossiers d'Archéologie, n° 229, diciembre de 1997 - enero de 1998, p. 10.
  9. Marilier, Jean, Histoire de l’Église en Bourgogne, Éditions du Bien Public, 1991, p. 82.
  10. Kinder, Terryl N., L'Europe cistercienne, p. 29.
  11. Coloquio exordium, « Les fondateurs du nouveau monastère »; la cronología de los primeros tiempos de Cîteaux está proporcionada por tres textos: el Petit Exorde, el Exorde de Cîteaux y el Grand Exorde; los relatos de esos episodios proceden a menudo de quienes fueron protagonistas de la iniciativa. Marcel Pacaut, Les moines blancs, op cit., p. 32-33.
  12. Lekai, Louis J., op. cit., p. 28-29.
  13. qui heremum non diligebant; Exordium cisterciensis coenobii, VII, 13, citado por Louis J. Lekai, op. cit., p. 31.
  14. Pacaut, Marcel, Les moines blancs, op. cit., p. 43.
  15. Exordium cisterciensis coenobii, XII, 5-6.
  16. Al pie de la Virgen, el copista Oisbertus. Hiereniam prophetam, libro VI, verso 1125, Biblioteca municipal de Dijon, ms. 130, f° 104, detalle.
  17. La cronología no es segura.
  18. «San Bernardo no fundó la orden cisterciense. La hizo triunfar.» « Saint Bernard n'avait pas fondé l'ordre cistercien. Il avait fait son succès. » Georges Duby, Saint Bernard, l'Art cistercien, Champs, Flammarion, 1971, p. 9.
  19. Riché, Pierre,« Bernard de Clairvaux », Dossiers d'Archéologie, n° 229, diciembre de 1997 - enero de 1998, p. 16.
  20. «Entonces, la gracia de Dios envió a esta iglesia clérigos letrados y de alta cuna, laicos poderosos en el siglo y no menos nobles en muy gran número; de tal manera que treinta postulantes llenos de ardor entraron de golpe en el noviciado». « Alors la grâce de Dieu envoya à cette église des clercs lettrés et de haute naissance, des laïcs puissants dans le siècle et non moins nobles en très grand nombre; si bien que trente postulants remplis d'ardeur entrèrent d'un coup au noviciat. », Petit exorde de Cîteaux, citado por Georges Duby, Saint Bernard et l'art cistercien, Champs, Flammarion, 1979, p. 9.
  21. Sobre el lugar que ocupa Bernardo en el siglo XII véase Jacques Verger, Jean Jolivet, Le siècle de saint Bernard et Abélard, Perrin, Tempus, 2006.
  22. En 1125 publica su Apologie, dedicada a Guillaume de Saint-Thierry, donde contrapone las doctrinas cisterciense y cluniacense, y arruina a sus adversarios. Se conocen de él varios centenares de cartas.
  23. En particular con ocasión del concilio de Sens del 2 y 3 de junio de 1140
  24. Boitel, Philippe, « Voyage dans la France cistercienne », La Vie, Hors-série, n°3, junio de 1998. p. 14.
  25. Marilier, Jean, Histoire de l’Église en Bourgogne, Éditions du Bien Public, 1991, p. 84.
  26. Revista Scriptoria, n°1, Moyen-Âge, Hors série, Les Cisterciens, mayo-junio de 1998, p. 15.
  27. Lekai, L. J., op. cit., p. 58-59.
  28. Racinet, Philippe, Moines et monastères en Occident au Moyen Âge, Ellipses, 2007, p. 81.
  29. Chélini, Jean, Histoire religieuse de l'Occident médiéval, Hachette, Pluriel, 1991, p. 368.
  30. Pacaut, Marcel, Les moines blancs, op. cit., p. 65-66.
  31. Berlioz, Jacques, Saint Bernard en Bourgogne. Lieux et mémoire., éditions du bien public, 1990.
  32. "Val", "valle", en francés y su plural, "vaux", se encuentran en la formación de muchos de estos topónimos. (N. del T.)
  33. Constance Hoffman Berman, Medieval Agriculture, the Southern French Countryside, and the Early Cistercians, The American Philosophical society, 1992, p. 8-15; Marcel Pacaut, Les moines blancs, op. cit., p. 71-73.
  34. Kinder, Terryl N., L'Europe cistercienne, op. cit., p. 79-80.
  35. Kinder, Terryl N., L'Europe cistercienne, op. cit., p. 86
  36. Kinder, Terryl N., L'Europe cistercienne, op. cit., p. 82-83.
  37. Benoît, Paul, « Naissance et développement de l'ordre», Histoire et Images médiévales, n°12 (thématique ), Les cisterciens, febrero-marzo-abril de 2008, p. 9.
  38. Pacaut, Marcel, Les moines blancs, op. cit., p. 119.
  39. Pacaut, Marcel, Les Moines blancs, op. cit., pp. 143-145.
  40. Pacaut, Marcel, Les moines blancs, op. cit., pp. 127-129.
  41. Baury, Ghislain, "Emules puis sujettes de l'ordre cistercien. Les cisterciennes de Castille et d'ailleurs face au Chapitre Général aux XIIe et XIIIe siècles", Cîteaux: Commentarii cistercienses, t. 52, fasc. 1-2, 2001, p. 27-60.
  42. Benoît, Paul, « Naissance et développement de l'ordre», Histoire et Images médiévales, n°12 (thématique ), Les cisterciens, febrero-marzo-abril de 2008, p. 9.
  43. Pacaut, Marcel, Les Moines blancs, op. cit., p. 143.
  44. También llamada bula benedictina in: Michel Péronnet, Le XVIe siècle, Hachette U, 1981, p. 213.
  45. Citado por Louis J. Lekai, Les Moines blancs, op. cit., p. 87.
  46. Benoit, Paul, « Naissance et développement de l'ordre», Histoire et Images médiévales, n°12 (thématique), Les cisterciens, febrero-marzo-abril de 2008, p. 11.
  47. Benoit, Paul, « Naissance et développement de l'ordre», Histoire et Images médiévales, n°12 (thématique), Les cisterciens, febrero-marzo-abril de 2008, p. 10.
  48. Lekai, Louis J., Les Moines blancs, op. cit., p. 91.
  49. Lekai, Louis J., Les Moines blancs, op. cit., pp. 87-91.
  50. Citado por Marcel Pacaut, Les moines blancs, op. cit., p. 297.
  51. Idem, ibidem, p. 298.
  52. Idem, ibidem, p. 301-303.
  53. Lekai, Louis J., Les Moines blancs, op. cit., pp. 113-115
  54. Citado por Marcel Pacaut, Les moines blancs, op. cit., pp. 321-322.
  55. Alban John Krailsheimer, Armand-Jean de Rancé, abbé de la Trappe, París, Éditions du Cerf, 2000.
  56. Web oficial de la orden-monasterios en España (Congregatio S. Bernardi seu de Castella)
  57. Web oficial de la orden-monasterios en España (Congregatio Coronae Aragonum)
  58. Monastero SS. Trinità (2010) Dom Mauro Lepori nuovo Padre Abate Generale dell'Ordine Cistercense
  59. Pacaut, Marcel, Les moines blancs, op. cit. p. 211.
  60. Idem, op. cit. p. 213.
  61. Auberger, Jean-Baptiste, «La spiritualité cistercienne», Histoire et Images médiévales, n° 12 (temática), op. cit. p. 44.
  62. «Todas las veces que haya en el monasterio algún asunto importante que decidir, el abad convocará a toda la comunidad y él mismo expondrá aquello de que se trata… Lo que nos lleva a decir que hay que consultar a todos los hermanos y que, a menudo, Dios revela a uno más joven lo que es mejor». Regla de San Benito, 3, 1.3.
  63. Pacaut, Marcel, Les moines blancs, op. cit. pp. 215 - 218.
  64. Auberger, Jean-Baptiste, «La spiritualité cistercienne», Histoire et Images médiévales, n° 12 (temática), op. cit. p. 47.
  65. Auberger, Jean-Baptiste, «La spiritualité cistercienne», Histoire et Images médiévales, n° 12 (temática), op. cit. p. 49.
  66. Por ejemplo, en Actos 18,3 se muestra a San Pablo, durante un viaje de evangelización, ganándose el sustento mediante su trabajo de fabricante de tiendas.
  67. Regla de San Benito, cap. 48, v. 8.
  68. ...y en otros momentos, en la lectura de las cosas divinas. Regla de San Benito, cap. 48, v. 1. Cf. también Jean-Baptiste Auberger, «La spiritualité cistercienne», Histoire et Images médiévales n° 12 (temática), op. cit. p. 42.
  69. Para los primeros cistercienses, se trataba no sólo de una insistencia en la pobreza individual, sino también, según la expresión de Louis Bouyer, en un rechazo de la fortuna colectiva: L. BOUYER, La spiritualité de Cîteaux, Flammarion, 1955, p. 18. Pero la orden no podrá o no sabrá permanecer mucho tiempo apartada del sistema feudal y de sus riquezas.
  70. Petit Exorde de Cîteaux, XV, 8.
  71. Bernardo de Claraval, Lettre 106, 2.
  72. L'amour des lettres et le désir de Dieu, título del célebre libro consagrado a la espiritualidad monástica en la Edad Media por Dom Jean LECLERC, monje especialista en San Bernardo, entre otros. (Éditions du Cerf, reed. 2008).
  73. Traité de l'amour de Dieu, los espléndidos Sermons sur le Cantique, los Sermons para las diferentes fiestas litúrgicas; el Précepte et la dispense, donde descubrimos a un San Bernardo muy alejado del rigorista que, a veces, gusta presentar; De la considération, donde el abad de Claraval escribe a uno de sus hijos espirituales cistercienses, convertido en papa con el nombre de Eugenio III; los degrés de l'humilité et de l'orgueil, continuación de los grados de humildad enunciados por San Benito, con una descripción psicológica divertida a veces; etc.
  74. Éditions du Cerf, colección Sources chrétiennes.
  75. Cerf, colección Sources chrétiennes, 1975.
  76. Cerf, colección Sources chrétiennes, 1985.
  77. Editions Bellefontaine, 1994.
  78. Editions Bellefontaine, 1992.
  79. Cerf, colección Sources chrétiennes, 1967-1986.
  80. Berlioz, Jacques, (bajo la dirección de), Le Grand exorde de Cîteaux ou Récit des débuts de l'Ordre cistercien, Brepols/Cîteaux-Commentarii cistercienses, 1998, p. 411-413.
  81. Éste último incluye, entre otros, castidad y pobreza. Cf. Regla de San Benito, cap. 58.
  82. Pacaut, Marcel, Les moines blancs, op. cit., pp. 74-75.
  83. Jean-Baptiste Lefèvre, Henri Gaud, Vivre dans une abbaye cistercienne (XIIe-XIIIe s.), éditions Gaud, 2003.
  84. Berlioz, Jacques, (dir.), Le Grand exorde de Cîteaux, op. cit., p. 413, pp. 426-7.
  85. Sermons sur le Cantique, 50, 5.
  86. Regla de San Benito, 43,3.
  87. Kinder, Terryl N., L'Europe cistercienne, op. cit., pp. 52-56.
  88. Esteban Harding, precisa en 1110, en el prefacio del libro de himnos, recopilación de todos los himnos adoptados por los cistercienses: «Hacemos saber a los hijos de la Santa Iglesia que estos himnos, compuestos ciertamente por el bienaventurado arzobispo Ambrosio, los hemos hecho traer de la iglesia de Milán, donde se cantan, a este lugar que es el nuestro, a saber, el Nuevo Monasterio. De común acuerdo con nuestros hermanos, hemos decidido que sólo ellos y no otros serán cantados por nosotros y por todos aquellos que vengan después de nosotros. Pues son éstos himnos ambrosianos, que nuestro bienaventurado padre y maestro Benito nos invita a cantar en su regla, los que hemos decidido observar en este lugar con el mayor cuidado.»
  89. Esteban Harding, Capítulo III de la Charte de Charité.
  90. Bernardo de Claraval, carta 398, citado por Georges Duby, Saint Bernard et l'art cistercien, op. cit., p. 89.
  91. Merton, Thomas, le Patrimoine cistercien.
  92. Delcourt, Thierry, « Les manuscrits cisterciens», Histoire et Images médiévales, n° 12 (temática), op. cit. p. 41.
  93. Auberger, Jean-Baptiste, « La spiritualité cistercienne», Histoire et Images médiévales, n° 12 (temática), op. cit. p. 47.
  94. Kinder, Terry L., L'Europe cistercienne, op. cit., pp. 353-354.
  95. Pacaut, Marcel, Les moines blancs, op. cit., p. 334.
  96. Le Goff, Jacques, Les intellectuels du Moyen Age, Seuil, abril de 1957, pp. 35-36.
  97. Le Goff, Jacques, Les intellectuels du Moyen Age, op. cit. pp. 45.
  98. Le Goff, Jacques, op. cit, pp. 25.
  99. « Cîteaux, un idéal culturel »; Marcel Pacaut, op. cit. pp. 162-165, 220, 222.
  100. Cailleaux, Denis, « Les moines cisterciens dans les villes médiévales», Histoire et Images médiévales, n° 12 (temática), op. cit., p. 79.
  101. Lekai, Louis J., Les moines blancs, op. cit., p. 83.
  102. Cailleaux, Denis, « Les moines cisterciens dans les villes médiévales», Histoire et Images médiévales, n° 12 (temática), op. cit., p. 80.
  103. Pacaut, Marcel, Les moines blancs, op. cit. p. 335.
  104. Orgeur, Magali, Les carreaux de pavement des abbayes cisterciennes en Bourgogne (fin XIIe-fin XIVe siècle). Tesis doctoral de la Universidad de Borgoña bajo la dirección de Daniel Russo, junio de 2004
  105. Descamps, Philippe, « Des tuiles par millions», Les Cahiers de Science & Vie, n° 78, p. 102.
  106. J. Dhondt, « Les dernières invasions» extraído de Histoire de la France des origines à nos jours, bajo la dirección de Georges Duby, Larousse, 2007, p. 249.
  107. P. Noirel, L'Invention du marché, p. 140.
  108. Philippe Contamine, Marc Bompaire, Stéphane Lebecq, Jean-Luc Sarrazin, L'économie médiévale, Collection U, Armand Colin, 2004, p. 65-67.
  109. P. Contamine, M. Bompaire, S. Lebecq, J.-L. Sarrazin, op. cit., p. 96.
  110. Mondot, Jean-François, « Moines noirs et moines blancs», Les Cahiers de Science & Vie, n° 78, diciembre de 2003, Xe-XIIe siècle: la révolution des monastères-Les cisterciens changent la France, p. 16.
  111. Berlioz, Jacques (dir.), Le Grand Exorde, op. cit., p. 427.
  112. Testard-Vaillant, Philippe, Agriculture, des travaux en bonne règle, Cahiers de Science & Vie, n° 78 diciembre de 2003: Xe-XIIe siècle: la révolution des monastères-Les cisterciens changent la France, p. 52.
  113. Testard-Vaillant, Philippe, Agriculture, des travaux en bonne règle, Cahiers de Science & Vie, n° 78 diciembre de 2003: Xe-XIIe siècle: la révolution des monastères-Les cisterciens changent la France, p. 53.
  114. Testard-Vaillant, Philippe, Agriculture, des travaux en bonne règle, Cahiers de Science & Vie, n° 78 diciembre de 2003: Xe-XIIe siècle: la révolution des monastères-Les cisterciens changent la France, p. 54.
  115. Véase, en particular, el estudio de uno de los poquísimos graneros medievales aún existentes in Daniel Bontemps, « La grange de l'abbaye cistercienne de Chaloché (Maine-et-Loire) ou de l'importance de l'étude de la charpente dans l'étude d'un bâtiment médiéval», Archéologie médiévale, 1995, pp. 27-64.
  116. Testard-Vaillant, Philippe, « Agriculture, des travaux en bonne règle», Les Cahiers de Science & Vie, n° 78, diciembre de 2003, p. 55.
  117. Chauvin, Benoît, « Les vignes et le vin», en Histoire et Images médiévales « Les cisterciens», nº temático 12, febrero-marzo-abril de 2008, p. 27
  118. Chauvin, Benoît, « Les vignes et le vin», en Histoire et Images médiévales « Les cisterciens», nº temático 12, febrero-marzo-abril de 2008, p. 30
  119. Testard-Vaillant, Philippe, « Crus de légende ou légendes de crus», dans Les Cahiers de Science et Vie « Xe-XIIe siècle: la révolution des monastères-Les cisterciens changent la France», nº 78, diciembre de 2003, p. 60.
  120. Chauvin, Benoît, « Les vignes et le vin», en Histoire et Images médiévales « Les cisterciens», nº temático 12, febrero-marzo-abril de 2008, p. 12
  121. Ms. Add. 41230, Londres, British Library.
  122. Testard-Vaillant, Philippe, Agriculture, des travaux en bonne règle, en Cahiers de Science & Vie, n° 78, diciembre de 2003: Xe-XIIe siècle: la révolution des monastères - Les cisterciens changent la France, p. 54.
  123. Jean Gimpel, La Révolution industrielle du Moyen-Âge, Éditions du Seuil, 1975, p. 65.
  124. Rouillard, Joséphine, « L'hydraulique cistercienne», Histoire et Images médiévales, n° 12 (temática), op. cit. p. 14.
  125. Monnier, Emmanuel, « Des cours d'eau sous bonne conduite», Les Cahiers de Science & Vie, n° 78, op. cit. p. 70.
  126. Kinder, Terryl N., L'Europe cistercienne, op. cit., p. 83-85.
  127. Rouillard, Joséphine, « L'hydraulique cistercienne», Histoire et Images médiévales, n° 12 (temática), op. cit. p. 12.
  128. En el mes de agosto. En invierno, el caudal puede alcanzar los 4 metros cúbicos por segundo.
  129. Rouillard, Joséphine, « L'hydraulique cistercienne», Histoire et Images médiévales, n° 12 (temática), op. cit. p. 13.
  130. Testard-Vaillant, Philippe, « Des moulins en série», Les Cahiers de Science & Vie, n° 78, op. cit. p. 66.
  131. Monnier, Emmanuel, « Un monde de tuyaux & de canaux», Les Cahiers de Science & Vie, n° 78, op. cit. p. 74.
  132. P. Contamine, M. Bompaire, S. Lebecq, J.-L. Sarrazin, L'économie médiévale, Collection U, Armand Colin, 2004, p. 220.
  133. Rouillard, Joséphine, « L'hydraulique cistercienne», Histoire et Images médiévales, n° 12 (temática), op. cit. p. 17.
  134. Benoît, Paul, « Les cisterciens et les techniques», Histoire et Images médiévales, n° 12 (temática), op. cit. p. 19.
  135. Gimpel, Jean, La Révolution industrielle du Moyen Âge, Éditions seuil, 1975, p. 149-150.
  136. Testard-Vaillant, Philippe, « Des moulins en série», artículo citado, p. 64.
  137. Rouillard, Joséphine, « L'hydraulique cistercienne», Histoire et Images médiévales, n° 12 (temática), op. cit. p. 14.
  138. Gimpel, Jean, op. cit. pp. 28-32.
  139. Gimpel, Jean, op. cit. p. 18-20.
  140. Philippe Contamine, Marc Bompaire, Stéphane Lebecq, Jean-Luc Sarrazin, op. cit. p. 152.
  141. Testard-Vaillant, Philippe, « Des moulins en série», artículo citado, p. 67.
  142. Caillaux, Denis, « Comment les cisterciens inventent l'usine», Les Cahiers de Science & Vie, n° 78, op. cit. p. 89.
  143. Gimpel, Jean, op. cit. p. 41.
  144. Caillaux, Denis, « Comment les cisterciens inventent l'usine», Les Cahiers de Science & Vie, n° 78, op. cit. p. 92.
  145. Gimpel, Jean, op. cit. p. 79.
  146. Descamps, Philippe, « Des tuiles par millions», Les Cahiers de Science & Vie, n° 78, op. cit. p. 101.
  147. Rouillard, Joséphine, « L'hydraulique cistercienne», Histoire et Images médiévales, n° 12 (temática), op. cit. p. 16.
  148. Rolland, Alice, « Les salines de Dieu», Les Cahiers de Science & Vie, n° 78, op. cit. p. 81.
  149. Rolland, Alice, « Les salines de Dieu», op.cit. p. 80.
  150. En la Edad Media, las principales vías comerciales son fluviales y marítimas; hay caminos que bordean los ríos o sirven de enlace entre cuencas fluviales, pero el tráfico que permiten es muy inferior.
  151. Chauvin, Benoît, « Les vignes et le vin», Histoire et Images médiévales, n° 12 (temática), op. cit. p. 32.
  152. Cailleaux, Denis, « Les moines cisterciens dans les villes médiévales», Histoire et Images médiévales, n° 12 (temática), op. cit. p. 75.
  153. Cailleaux, Denis, « Les moines cisterciens dans les villes médiévales», Histoire et Images médiévales, n° 12 (temática), op. cit. p. 77.
  154. Chauvin, Benoît, « Les vignes et le vin», Histoire et Images médiévales, n° 12 (temática), op. cit. p. 35.
  155. « Réalités et évolution de l'économie cistercienne dans les duché et comté de Bourgogne au Moyen-âge ». Ensayo de síntesis, Flaran 3. « L'Économie cistercienne, géographie, mutations du Moyen-âge aux Temps Modernes », [Actes des] Terceras jornadas internacionales de historia, Abadía de Flaran, 16-18 de septiembre de 1981, Auch, 1983, p. 13-52.
  156. Duby, Georges, « Saint Bernard », op. cit., p. 122.

Bibliografía

Fuentes

  • (en francés) Documentos cistercienses primitivos, Abadía de Scourmont.
  • (en inglés) Vida de Roberto de Molesmes
  • (en francés) Conrad d'Eberbach, Le Grande exorde de Cîteaux ou Récit des débuts de l'Ordre cistercien, Brepols/Cîteaux-Commentarii cistercienses, bajo la dirección de Jacques Berlioz, 1998.
  • (en francés) Yolanta Zaluska, L'enluminure et le Scriptorium de Cîteaux au XIIe siècle, Cîteaux, Commentarii cistercienses, 1989.

Obras de referencia

  • Jacques Berlioz, Moines et religieux au Moyen Âge, Seuil, 1994.
  • Jean Chélini, Histoire religieuse de l'Occident médiéval, Pluriel, Hachette, 1991.
  • Terry N. Kinder, L'Europe cistercienne, Zodiaque, 1999.
  • Louis J. Lekai, Les moines blancs. Histoire de l'ordre cistercien, Le Seuil, París, 1957.
  • Marcel Pacaut, Les moines blancs. Histoire de l'ordre de Cîteaux, Fayard, 1993.
  • Marcel Pacaut, Les ordres monastiques et religieux au Moyen Âge, Nathan Université, 1993.
  • Philippe Racinet, Moines et monastères en Occident au Moyen Âge, Ellipses, 2007.
  • Jean Marilier, Histoire de l'Église en Bourgogne, Éditions du Bien Public, Dijon, 1991.
  • Léon Pressouyre, Le rêve cistercien, Découvertes, Gallimard, París, 1990.

Artículos y recopilaciones

  • Les cisterciens de Languedoc (XIIIe-XIVe siècles), 410 p., Cahiers de Fanjeaux n° 21, Ed. Privat, 1986.
  • « Cîteaux, l'épopée cistercienne», Dossiers d'Archéologie, n° 229, diciembre de 1997 - enero de 1998.
  • Les Cahiers de Science & Vie, n° 78, diciembre de 2003: Xe-XIIe siècle: la révolution des monastères- Les cisterciens changent la France, Excelsior Publications.
  • «Les cisterciens», Histoire et images médiévales, n° 12, febrero-marzo-abril de 2008, éditions Astrolabe.
  • Baury, Ghislain, «Emules puis sujettes de l'ordre cistercien. Les cisterciennes de Castille et d'ailleurs face au Chapitre Général aux XIIe et XIIIe siècles», Cîteaux: Commentarii cistercienses, t. 52, fasc. 1-2, 2001, p. 27-60.

Enlaces externos

Bibliografías


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