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Pintura barroca española
La pintura barroca española es la realizada a lo largo del siglo XVII en España. Una vez superado el Manierismo, acogió a los modelos tenebristas italianos, aunque además de esta influencia caravagista, se aprecia más adelante el uso del estilo barroco flamenco debido al mandato que se ejerce en la zona, y a la llegada de Rubens al país como pintor de la corte. A pesar de la crisis general que afectó de forma especialmente grave a España, esta época es conocida como el Siglo de Oro de la pintura española, por la gran cantidad, calidad y originalidad de figuras de primera fila que produjo.
Las obras del barroco español pueden verse, principalmente, en el Museo del Prado de Madrid, y, particularmente respecto a los maestros andaluces, en el de Bellas Artes de Sevilla. Existen ejemplos de la Escuela Española en los principales museos europeos, reflejando qué artistas eran los considerados de mayor calidad, o más atractivos para el gusto de sus contemporáneos, siendo abundante la presencia del más notable artista de la época, Velázquez, y de Murillo, cuyos cuadros de golfillos se encuentran desde el Louvre hasta el Ermitage.
Contenido
Características
Como ocurre durante el Renacimiento, predomina el tema religioso en plena Contrarreforma: el arte se usaba como un arma de la Iglesia Católica, siendo raro que haya comitentes fuera de ella. La nobleza y la escasa burguesía (al contrario que en la Europa protestante, como ocurre en la pintura barroca holandesa) encargaban fundamentalmente arte sacro para sus capillas, fundaciones y donaciones. La corte española, en decadencia, no dejó de realizar grandes encargos, que sobre todo recaían en los pintores españoles, pues tras el gigantesco proyecto de El Escorial no se recurrió tanto a artistas extranjeros (con excepciones significativas, como Lucas Jordán a finales de siglo). Además de las excepcionales series de retratos, como proyectos a mayor escala destacaron los de pintura de historia: la serie de cuadros de batallas para el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, el ciclo de Los trabajos de Hércules de Zurbarán y las pinturas mitológicas para la Torre de la Parada.
Otra circunstancia que debe tenerse en cuenta a la hora de enjuiciar la pintura española barroca, es la escasa consideración social que tenían los pintores, algo contra lo que ya luchó El Greco. A lo largo de toda su vida, también Velázquez buscó ese reconocimiento social. Muchos tratados teóricos de esta época, además de proporcionar datos biográficos sobre los artistas, representan un esfuerzo por dar mayor dignidad a esta profesión. Entre los tratadistas estuvieron Francisco Pacheco, Vicente Carducho y Juan Bautista Martínez del Mazo, predominando en todos ellos una inclinación al clasicismo mayor que lo que se aprecia en las obras realmente producidas, muy influidas por el tenebrismo.
Se desarrollaron en España otros géneros, además con unas características propias que permiten hablar de una Escuela Española: el bodegón y el retrato. La expresión «pintura de bodegón» aparece ya documentada en 1599. La gran extensión que le dedicó Pacheco en su Arte de la pintura (1649), evidencia la gran importancia que alcanzó en aquella época, y más atención le dedicó aún Antonio Palomino en su Museo pictórico y Escala óptica; Vidas de los pintores y escultores eminentes españoles (1715-1724). El austero bodegón español es diferente de las suntuosas «mesas de cocina» flamencas; a partir de la obra de Sánchez Cotán quedó definido como un género de composiciones sencillas, geométricas, de líneas duras, muy tenebristas. Se alcanzó tal éxito que muchos artistas siguieron a Sánchez Cotán: Felipe Ramírez, Alejandro de Loarte, el pintor cortesano Juan van der Hamen y León, Juan Fernández, el Labrador, Juan de Espinosa, Francisco Barrera, Antonio Ponce, Francisco Palacios, Francisco de Burgos Mantilla y otros. También la escuela sevillana contribuyó a definir las características del bodegón español, con Velázquez y Zurbarán a la cabeza. Este bodegón característico español vio transformado su carácter a partir de la mitad del siglo, cuando la influencia flamenca hizo que las representaciones fueran más suntuosas y complejas, hasta teatrales, con contenidos alegóricos. Los cuadros de flores de Juan de Arellano o las vanitas de Antonio de Pereda o Valdés Leal son el resultado de esta influencia foránea sobre lo que hasta entonces era un género marcado por la sobriedad.
Por lo que se refiere al retrato, también se consolida una forma de retratar propia de la Escuela Española, muy alejado de la pompa cortesana del resto de Europa; en esta consolidación resulta decisiva la figura del manierista Greco. El retrato español hunde sus raíces, por un lado, en la escuela italiana (El Greco y Tiziano) y por otro en la pintura hispano-flamenca de Antonio Moro y Sánchez Coello. Las composiciones son sencillas, sin apenas adornos, transmitiendo la intensa humanidad y dignidad del retratado; éste, a diferencia de lo que es general en la Contrarreforma no forzosamente resulta alguien de gran importancia social, pues lo mismo se retrata a un rey que a un niño mendigo. Puede verse un ejemplo en el notable El pie varo, también llamado El patizambo que José de Ribera pintó en 1642. Se distingue de los retratos de otras escuelas por esa austeridad, el mostrar descarnadamente el alma del representado, cierto escepticismo y fatalismo ante la vida, y todo ello en un estilo naturalista a la hora de captar los rasgos del modelo, alejado del clasicismo que paradójicamente defendían por lo general los teóricos.[1] Como es propio de la Contrarreforma, predomina lo real frente a lo ideal. El retrato español, así consolidado en el siglo XVII con los magníficos ejemplos de Velázquez, pero también con los retratos de Ribera, Ribalta o Zurbarán, mantuvo estas características hasta la obra de Goya. Otro rasgo característico es que se retrató en muchas ocasiones a niños, anticipándose con ello a su tiempo; en este sentido destacó Murillo, pero también Ribera y Velázquez tuvieron niños como modelos.
En mucha menor medida, pueden encontrarse temas históricos y mitológicos, encontrando ejemplos de ambos tipos en la obra velazqueña, por ejemplo, La rendición de Breda y La fragua de Vulcano. Salvo excepciones, no se cultivó el paisaje entonces llamado como pintura «de países»,[2] dado que los tratadistas lo consideraban un tema inferior. En sus Diálogos de la pintura, V. Carducho considera que los paisajes serían, como mucho, adecuados para una casa de campo o lugar de retiro ocioso, pero que siempre serían más valiosos si se enriquecían con alguna historia sacra o profana. Del mismo tenor son las palabras de F. Pacheco en su Arte de la pintura, que recordando los paisajes que hacen artistas extranjeros (menciona a Brill, Muziano y Cesare Arbasía) admite que «es parte en la pintura que no se debe despreciar», pero sigue la tradición al advertir que son asuntos «de poca gloria y estimación entre los antiguos».[3]
Estos temas se tratan de forma realista, a veces incluso incurriendo en un crudo naturalismo, expresando sentimientos intensos incluso místicos. De esta manera se transmite mejor al creyente la idea religiosa. Las figuras no suelen posar, son captadas con un movimiento exagerado para darle fuerza a la escena. Los cuadros al óleo son grandes y habitualmente complejos, con varias figuras y de gestos expresivos. El tenebrismo italiano se dejará sentir en todos los pintores españoles, especialmente en la primera mitad del siglo. En esta primera fase más tenebrista, la gama cromática se reduce, en la práctica, a las tierras, pardos y ocres. En la segunda mitad de siglo, el barroco pleno, bajo la influencia de Rubens, se abandona el tenebrismo, los colores se hacen más vivos, con efectos de múltiples focos de luz que crean otras tantas zonas de sombras, y los cuadros ganan teatralidad.
No existe sensualidad en las pinturas, posiblemente por ese ambiente cerrado, contrarreformista, con la vigilante Inquisición, lo que hace que contraste la pintura española con la del resto de Europa. Si aparece algo de sensualidad es en aquellas ocasiones en las que los pintores se han dejado influir más por Rubens.
Durante la primera mitad del siglo son centros de producción Madrid, Toledo, Sevilla y Valencia. Pero aunque sea habitual clasificar a los pintores en relación con el lugar donde trabajaron, esto no sirve para explicar ni las grandes diferencias entre los pintores ni tampoco la propia evolución de la pintura barroca en España. En la segunda mitad de siglo, decaen en importancia Toledo y Valencia, centrándose la producción pictórica en Madrid y en Sevilla.
Primera mitad del siglo XVII
La escuela madrileña
En estos comienzos de siglo trabajan, en Madrid y Toledo, una serie de pintores directamente relacionados con aquellos extranjeros que vinieron a trabajar al Monasterio de El Escorial; los ejemplos paradigmáticos son Eugenio Cajés (1575-1634) y Vicente Carducho (1576/1578-1638). En la escuela del Escorial se formaron también Sánchez Cotán y Ribalta. Tratan los temas religiosos con mayor realismo que en la pintura inmediatamente anterior, pero sin incurrir en esa pérdida del decoro que en Roma tantos reprochaban a Caravaggio. Hay que citar al flamenco Juan van der Hamen (1596-1631), que realizó tanto bodegones como escenas religiosas, y Juan Bautista Maíno (1578-1649), quien conoció tanto a Caravaggio como a Anibale Carracci, y que realizó obras de colores claros y con figuras escultóricas.
En Toledo se creó una escuela pictórica en la que sobresale Juan Sánchez Cotán (1560?-1627), especialista en bodegones. En esta España de principios de siglo alcanzó especial relieve el tipo de bodegón dedicado a las frutas y las hortalizas. Sánchez Cotán, lo mismo que Juan van der Hamen, tiene un estilo más cercano a Caravaggio que a las complicadas naturalezas muertas de los maestros flamencos. Se considera que estos bodegones de Sánchez Cotán son de gran originalidad, pues su parentesco con Caravaggio se cita como analogía de un modo parecido de hacer, y no porque Sánchez Cotán tuviera conocimiento de la obra de Caravaggio. La composición es sencilla: unas pocas piezas colocadas geométricamente en el espacio. Ordenar así las frutas se ha relacionado con la proporción y la armonía, tal como las entendía el neoplatonismo.[4] En su Naturaleza muerta con frutos (Bodegón con membrillo, repollo, melón y pepino) de la Fine Arts Gallery de San Diego se aprecia la sencillez de este tipo de representación: cuatro frutos colocados en un marco geométrico, en el borde inferior y el extremo izquierdo, dejando en intenso negro el centro y la mitad derecha del cuadro, con lo que cada una de las piezas puede verse en todo detalle. Llama la atención ese marco arquitectónico en el que encuadra sus frutos y piezas de caza; puede que aluda a las alacenas típicas de la España de la época, pero también le sirve, indudablemente, para reforzar la ilusión de perspectiva.[5]
La escuela valenciana
A los tenebristas Francisco Ribalta (1565-1628) y José de Ribera (1591-1652 se los enmarca en la llamada escuela valenciana. A principios de siglo trabaja Ribalta, quien se encuentra en Valencia desde 1595. Allí pervivía una pintura religiosa heredera de Juan de Juanes. El estilo de Ribalta, más serio, sencillo y realista, se adecuaba mejor a los principios contrarreformistas. Sus escenas son de composición simple, centradas en personajes de emoción contenida. Destacan sus obras Crucificado abrazando a San Bernardo o La Santa Cena, Retablo de Portacoeli (Museo de Valencia), del que procede su conocido San Bruno.
Aunque por su origen se le enmarca en la escuela valenciana, lo cierto es que José de Ribera trabajó sobre todo en Italia, donde ya estaba en el año 1615, dejando poca obra en Valencia, donde por otro lado ninguna influencia tuvo. Sus modelos eran gentes sencillas (como pescadores), a quienes representaba con toda naturalidad reproduciendo gestos, expresiones y arrugas. Fue el tenebrista más intenso entre los españoles. No obstante, cuando entra en contacto con la obra de Velázquez o la de Rubens sus claroscuros se van suavizando. Entre sus obras más célebres se encuentran Calvario, La Magdalena, El martirio de San Felipe, El sueño de Jacob, San Andrés, San Jerónimo penitente, Santísima Trinidad, Inmaculada Concepción (Agustinas de Monterrey, Salamanca); también trató temas mitológicos, al ser pintor de los virreyes españoles en Nápoles: Apolo y Marsias, Teoxenia o La visita de los dioses a los hombres, Sileno borracho y el ya mencionado El pie varo, que es a un tiempo retrato y escena de género de una sola figura.
La escuela andaluza
A comienzos de siglo, en Sevilla, se sigue conservando una tradición con influencias flamencas. Entre ellos está el manierista Francisco Pacheco (suegro de Velázquez) (1564-1654), autor de un tratado pictórico que se convirtió en clásico: Arte de la Pintura. Al clérigo Juan de Roelas (h. 1570-1625) se atribuye haber introducido el colorismo a lo veneciano en Sevilla, y con ello, se le considera el verdadero progenitor del estilo barroco en la Baja Andalucía. Sus obras no son tenebristas, sino que opta por el barroco luminoso y colorista que tiene su precedente en la pintura manierista italiana. Entre sus obras puede citarse el Martirio de San Andrés (Museo de Sevilla). Esta primera generación de pintores sevillanos se cierra con Francisco Herrera el Viejo (1590-1656), quien fue maestro de su hijo, Herrera el Mozo, así como de Alonso Cano y Velázquez. Está considerado uno de los pintores de transición desde el Manierismo hasta el Barroco e impulsor de este último. Aparecen en él ya muy manifiestos la pincelada rápida y el crudo realismo del estilo barroco.
En este rico ambiente de Sevilla, ciudad entonces en pleno auge económico derivado del comercio con América, se forman Zurbarán, Alonso Cano y Velázquez. El extremeño Francisco de Zurbarán (1598-1664) es, sin duda, el máximo exponente de la pintura religiosa, al que no por casualidad le motejaron de «pintor de frailes». No obstante, también son notables sus bodegones, aunque ni en su época se le conoció especialmente por ellos ni, de hecho, han sobrevivido muchos ejemplos porque se dedicó a ellos de manera puramente circunstancial. Su estilo es tenebrista, de composición sencilla, y velando siempre por lograr una representación real de los objetos y de las personas. Realiza varias series de pinturas de monjes de distintas órdenes, como los cartujos de Sevilla o los jerónimos de la Sacristía del Monasterio de Guadalupe, siendo sus obras más conocidas: Fray Gonzalo de Illescas, Fray Pedro Machado, Inmaculada, La misa del Padre Cabañuelas, La visión del Padre Salmerón, San Hugo en el refectorio de los Cartujos, Santa Catalina, Tentación de San Jerónimo.
Por otro lado, su coetáneo Alonso Cano (1601-1667) es considerado fundador de la escuela barroca granadina. Inicialmente tenebrista, fue cambiando un poco el estilo al conocer la pintura veneciana de las colecciones reales cuando fue nombrado pintor de cámara por el Conde-duque de Olivares. Alonso Cano, compañero y amigo de Velázquez, adopta formas idealizadas, clásicas, huyendo del crudo realismo de otros contemporáneos. Su obra maestra son los lienzos sobre la «Vida de la Virgen», en la Catedral de Granada.
Velázquez
Descuella en este siglo la figura de Diego Velázquez, uno de los genios de la pintura universal. Nacido en Sevilla en el año 1599 y muerto en Madrid en 1660, se le considera pleno dominador de la luz y la oscuridad. Es el máximo retratista, dedicando sus esfuerzos no sólo a los reyes y su familia, sino también a figuras menores como los bufones de la corte, a quienes reviste de gran dignidad y seriedad. En su época precisamente se le consideró como el mejor retratista, incluso por aquellos de sus contemporáneos como Vicente Carducho que, imbuidos del clasicismo, criticaban su naturalismo o que se dedicara a un género como éste, considerado menor.
En su primera época sevillana, Velázquez pintó escenas de género que Francisco Pacheco y Antonio Palomino denominaron «bodegones», que no hacía sino seguir el modelo de los cuadros de cocinas creados por Aertsen y Beuckelaer en las provincias del sur de los Países Bajos, entonces bajo el poder de los Austria,[6] existiendo unas relaciones comerciales muy intensas entre Flandes y Sevilla.[7] Estas escenas darían a Velázquez su primera fama, no siendo simples «pinturas de flores y frutos» como se llamaban entonces a los bodegones, sino más bien lo que hoy se considerarían escenas de género. Entrarían en esta categoría, entre otros cuadros, varios que se encuentran en museos fuera de España, hecho que revela lo atractivo que resultaban estas composiciones para el gusto europeo: El almuerzo (h. 1617, Museo del Ermitage), Vieja friendo huevos (1618, Galería nacional de Escocia), Cristo en casa de Marta y María (1618, National Gallery de Londres) y El aguador de Sevilla (1620, Apsley House). Son escenas que tienen detalles de bodegón típicos con jarras de cerámica, pescados, huevos, etc. Estas escenas se representan con gran realismo, en un ambiente marcadamente tenebrista y con una paleta de colores muy reducida.
Velázquez no se centró únicamente en la pintura religiosa o los retratos cortesanos, sino que en mayor o menor medida, trató otros temas, como los históricos (La rendición de Breda) o los mitológicos (El triunfo de Baco, La Fragua de Vulcano). En su catálogo aparecen también bodegones y paisajes e incluso uno de los muy escasos desnudos femeninos de la pintura española clásica: la Venus del espejo.
Recibe la influencia del tenebrismo caravagista pero luego también la de Rubens, y estas diversas corrientes confluyen en una obra realista, que sabe tratar con enorme maestría la atmósfera, la luz y el espacio pictórico. Por ello se le considera una figura que está entre el tenebrismo de la primera mitad del siglo y el barroco pleno de la segunda. Destaca sobre todo por conseguir un efecto tan realista de profundidad, que parece que hay atmósfera con polvillo flotante entre las figuras. Domina de forma absoluta e insuperable la perspectiva aérea.
Vinculados a la obra de Velázquez está la de su yerno, Juan Bautista Martínez del Mazo (1605-1667) y quien fuera ayudante de Velázquez, luego pintor independiente, Juan de Pareja (1600-1670).
Segunda mitad del siglo XVII
Este momento ya no está dominado por el caravagismo, sino que se siente la influencia del barroco flamenco rubensiano y el barroco italiano. Ya no son cuadros con profundos contrastes de luz y sombras, sino que predomina en ellos un intenso cromatismo que recuerda a la escuela veneciana. Se produce una teatralidad propia del barroco pleno, lo cual tiene cierta lógica dado que se emplea para expresar, por un lado, el triunfo de la Iglesia contrarreformista pero, también, a un tiempo, es una especie de telón o aparato teatral que pretende ocultar la inexorable decadencia del imperio español. Se incorpora además la pintura decorativa al fresco de grandes paredes y bóvedas, con efectos escénicos y trampantojo. En relación con ese ambiente de decadencia está la proliferación de ciertos temas como la vanitas, para señalar la fugacidad de las cosas terrenales, y que a diferencia de las vanitas holandesas, por tener que reforzar el aspecto religioso de este tema, solían incluir referencias sobrenaturales muy explícitas.[8]
La escuela madrileña
Entre las figuras que mejor representan la transición desde el tenebrismo hacia el barroco pleno son Fray Juan Andrés Ricci (1600-1681) y Francisco Herrera el Mozo (1622-1685), hijo de Herrera el Viejo. Herrera el Mozo se marchó muy temprano a estudiar a Italia. Al volver en 1654, difundió el gran barroco decorativo italiano, como puede verse en su San Hermenegildo del Museo del Prado. Se convirtió en el copresidente de la Academia de Sevilla, presidida por Murillo, pero trabajó sobre todo en Madrid.
El vallisoletano Antonio de Pereda (1611-1678), pintó destacadas vanitas en las que se aludía a la fugacidad de los placeres terrenales y que proporcionan el tono que dominaba en este sub-género dentro del bodegón o naturaleza muerta a mediados de siglo. Destaca la celebérrima El sueño del caballero (Real Academia de Bellas Artes de San Fernando), en el que, junto al caballero dormido hay todo un repertorio de las vanidades de este mundo, insignias de poder (el globo terráqueo, coronas) y objetos preciosos (joyas, dinero, libros); las calaveras, las flores que pronto se marchitan y la vela medio gastada recuerdan que las cosas humanas son breves. Por si hubiera alguna duda sobre el sentido del cuadro, un ángel sobrevuela la escena con una cinta en la que se lee: AETERNE PUNGIT, CITO VOLAT ET OCCIDIT, esto es, «La fama de las grandes hazañas se desvanecerá como un sueño».[9] Su Alegoría de la vanidad de la vida, en el Kunsthistorisches de Viena está protagonizada por una figura alada en torno a la cual se repiten los mismos temas de vanitas: el globo terráqueo, numerosas calaveras, un reloj, dinero, etc.
El pleno barroco viene representado por Francisco Ricci (1614-1685), hermano de Juan Ricci y también por Juan Carreño de Miranda (1614-1685). Se considera que Carreño de Miranda es el segundo mejor retratista de su época, detrás de Velázquez; muy conocidos son sus retratos de Carlos II y de la reina viuda, Mariana de Austria. De entre sus discípulos, destaca Mateo Cerezo (1637-1666), admirador de Tiziano y Van Dyck.
La última gran figura del barroco madrileño es Claudio Coello (1642-1693), magnifico pintor cortesano. Sus mejores obras, sin embargo, no son los retratos sino las pinturas religiosas, en las que aúna un dibujo y perspectiva velazqueños con una aparatosidad teatral que recuerda a Rubens: La adoración de la Sagrada Forma y El Triunfo de San Agustín.
La escuela andaluza
Una tercera época dentro de la escuela andaluza, en particular la sevillana, está representada por Murillo y Valdés Leal, fundadores en 1660 de una academia que afilió a una pléyade de pintores. A Bartolomé Esteban Murillo (1618-1682) se le recuerda hoy sobre todo por sus Inmaculadas y sus representaciones blandas, sentimentales, del Niño Jesús, pero en la Europa de su tiempo fue muy popular como pintor de escenas de género con pilluelos que viven su pobreza con dignidad (Niños comiendo fruta, Niño mirando por la ventana). Su obra presenta una evolución, siendo cada vez menos tenebrista. A su primera época pertenece la conocida Sagrada Familia del Pajarito y el ciclo del Convento de San Francisco de Sevilla. Posteriormente su técnica se va aligerando, se enriquece el colorido y adopta una pincelada más suelta. Murillo procura representar imágenes de gusto burgués, suaves, sin violencias ni dramatismos y eludiendo en todo momento los aspectos desagradables de la vida. Dentro de la obra religiosa de Murillo, cabe mencionar también: El Niño Jesús del corderito, El Buen Pastor, El martirio de San Andrés, Eliécer y Rebeca, La Anunciación, Santas Justa y Rufina y la Inmaculada Concepción. Realizó retratos al estilo elegante de Van Dyck.
Por su parte, el cordobés Juan de Valdés Leal (1622-1690) es conocido sobre todo por una serie de cuadros llamados las Postrimerías, grandes composiciones dominadas en las que se representa el triunfo de la Muerte (alegóricamente representadas por esqueletos y calaveras) sobre las vanidades del mundo (simbolizadas en armaduras y libros). Encontraría su paralelismo en la literatura ascética de la época, e incluso en temas medievales como el poder igualatorio de la muerte: al final todos mueren, como ocurría en las danzas de la Muerte. Su estilo es dinámico y violento, descarnado, primando el color sobre el dibujo.
Pintura barroca en las colonias españolas de América
Las primeras influencias fueron del tenebrismo sevillano, principalmente de Zurbarán –algunas de cuyas obras aún se conservan en México y Perú–, como se puede apreciar en la obra de los mexicanos José Juárez y Sebastián López de Arteaga, y del boliviano Melchor Pérez de Holguín. En Cuzco, esta influencia sevillana fue interpretada de modo particular, con abundante uso de oro y una aplicación de estilo indígena en los detalles, si bien inspirándose por lo general en estampas flamencas. La Escuela cuzqueña de pintura surgió a raíz de la llegada del pintor italiano Bernardo Bitti en 1583, que introdujo el manierismo en América. Destacó la obra de Luis de Riaño, discípulo del italiano Angelino Medoro, autor de los murales del templo de Andahuaylillas. También destacaron los pintores indios Diego Quispe Tito y Basilio Santa Cruz Puma Callao, así como Marcos Zapata, autor de los cincuenta lienzos de gran tamaño que cubren los arcos altos de la Catedral de Cuzco.
En el siglo XVIII los retablos escultóricos empezaron a ser sustituidos por cuadros, desarrollándose notablemente la pintura barroca en América. Igualmente, creció la demanda de obras de tipo civil, principalmente retratos de las clases aristocráticas y de la jerarquía eclesiástica. La principal influencia será la de Murillo, y en algún caso –como en Cristóbal de Villalpando– la de Valdés Leal. La pintura de esta época tiene un tono más sentimental, con formas más dulces y blandas. Destacan Gregorio Vázquez de Arce en Colombia, y Juan Rodríguez Juárez y Miguel Cabrera en México. [10]
El periodo de mayor apogeo se dio entre 1650 y 1750, época en que aparecen una serie de maestros trabajando en México, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia. La cultura barroca demostró una gran pasión por los temas mitológicos, especialmente en las pinturas de los arcos triunfales que se construían para la entrada de los virreyes y otros grandes personajes. Otros temas de gran interés fueron los dedicados a la iconografía de la Biblia, impulsada por el espíritu de la Contrarreforma. La ciudad de Quito tomó protagonismo bajo el patronazgo de las órdenes religiosas de dominicos y jesuitas.[11]
Véase también
- Escuela madrileña
- Escuela sevillana de pintura
- Pintores de España del barroco
- Pintores barrocos de España en wikicommons
Referencias
- AA.VV. (1991). Enciclopedia del Arte Garzanti. Ediciones B, Barcelona. ISBN 84-406-2261-9.
- Azcárate Ristori, José María de; Pérez Sánchez, Alfonso Emilio; Ramírez Domínguez, Juan Antonio (1983). Historia del Arte. Anaya, Madrid. ISBN 84-207-1408-9.
- Calvo Serraller, F., Los géneros de la pintura, Taurus, Madrid, © Santillana Ediciones Generales, S.L., 2005, ISBN 84-306-0517-7
- Pérez Sánchez, Alfonso-Emilio:
- EL SIGLO XVII: EL SIGLO DE ORO, en el artículo «España» (págs. 582 y 583) del Diccionario Larousse de la Pintura, I, Planeta-Agostini, Barcelona, 1987. ISBN 84-395-0649-X
- «El barroco español. Pintura», págs. 575-598, en Historia del arte, Madrid, © Ed. Anaya, 1986, ISBN 84-207-1408-9
- Prater, Andreas: «El Barroco» en Los maestros de la pintura occidental, págs. 222 y 223, © Ed. Taschen, 2005, ISBN 3-8228-4744-5
- Schneider, Norbert: Naturaleza muerta, © 1992 Benedikt Taschen, ISBN 3-8228-0670-6
- VV.AA.: «El Barroco español. Pintura», págs. 253-263, en Historia del arte, Editorial Vicens-Vives, Barcelona, © E. Barnechea, A. Fernández y J. de R. Haro, 1984, ISBN 84-316-1780-2
Notas
- ↑ Calvo Serraller cita en su pág. 181 a John Berger quien, hablando del Esopo de Velázquez, considera que es fácil ver que es un cuadro español:
La intransigencia, la austeridad y el escepticismo que en él se perciben son cosas muy españolas.
- ↑ El término «paisaje» se introduce en el castellano con posterioridad.
- ↑ Calvo Serraller, pág. 256.
- ↑ Schneider, págs. 122-123.
- ↑ Calvo Serraller, pág. 288.
- ↑ Schneider, pág. 45.
- ↑ Calvo Serraller, pág. 287.
- ↑ Charles Sterling, autor de Still life painting: from antiquity to the twentieth century, citado por Calvo Serraller, pág. 306.
- ↑ Schneider, pág. 80.
- ↑ Azcárate-Pérez-Ramírez (1983), p. 598.
- ↑ Arte iberoamericano desde la colonización a la independencia. Summa Artis. Historia general del arte. Vol. XXVIII. Espasa Calpe, Madrid 1985. ISBN 84-239-5228-2
Enlaces externos
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